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Las bicicletas de Antoni Miró

Isabel Clara Simó

Una bicicleta es una bicicleta.

La afirmación es indiscutible.

El diccionario dice que es un velocípedo de dos ruedas que funciona por tracción con unos pedales. No dice que sea un medio de transporte. Tal vez es que los autores del diccionario no han estado nunca en Barcelona. O en Amsterdam.

Quédense con esta idea: “medio de transporte”. Un medio cuyo combustible es la energía humana. Por lo tanto, la carne, el pescado y las frescas ensaladas mediterráneas. Todas estas cosas nos dan energía a las personas para así poder pedalear. No hay polución. Cero. Los únicos residuos se quedan en la cámara secreta de nuestro water closet (eso sí: son abonos que vuelven a la tierra para producir más verduras y para producir más hierba que se comerán las vacas que nos proporcionan sabrosos bistecs). El que inventó la bicicleta era un genio, ya que tenía una idea clara y distinta sobre el equilibrio humano y sobre el funcionamiento articulatorio de nuestras rodillas (existe una preciosa película francesa que se titula Le genou de Claire, de Eric Rohmer, en la que el protagonista se enamora de la rodilla de ella, que se convierte en su obsesivo objeto de deseo, pero ahora no viene al caso).

Así pues, Antoni Miró hace un homenaje a la bicicleta, una de sus series pictóricas porque representa, para el pintor alcoyano (que pinta tan bien que un día besé la mejilla de mi hijo, pintado por él, y “sentí” la calidez de la piel y su latido), la ecología y a la vez el progreso, en tanto en cuanto es una máquina. Y además, es una máquina de obreros, por más que ahora nuestros hijos consentidos y rebosantes de salud la hayan hecho suya. Les contaré una cosa: estuve en Ho-Chi-Minh, aquella ciudad de nuestras pesadillas, donde durante décadas habitó todo el dolor del mundo; es una ciudad de circulación caótica. Da miedo pasearte por ella porque nubes de ciclistas te invaden por todos lados; pues ahora ya no. Mientras que las ciudades europeas van sustituyendo la moto por la bicicleta, los vietnamitas sustituyen la bicicleta por la moto; tienen la misma cara de felicidad que nuestros jóvenes cuando pedalean las bicicletas de toda la vida. Y es que el ser humano no es sólo contradictorio sino dificilísimo de entender. Miró pinta bicicletas porque es su manera de contestar la sofisticación inhumana de las actuales comunicaciones. Al pintar una bicicleta, el pintor dice: “De acuerdo, existe el teléfono móvil y la vídeo-cámara con la que puedo ver un cuadro mío que está colgado en Australia; o te operan de la rodilla (la rodilla que necesitas para montar en bicicleta) estando tú en Alcoi y el médico en Nueva York. Pero también existen los misiles, que matan a miles de personas sólo con pulsar un botoncito. Hay de todo. Pero no nos olvidemos de que hay un utensilio cómodo, barato y práctico que se llama bicicleta y que no sólo no ha perdido vigencia sino que cada vez tiene más adeptos. Y que es, sobre todo, como decía Joan Fuster, parafraseando Protágoras, “una herramienta hecha a la medida humana”.

Cuando Miró se pone a pintar bicicletas le sale, además, su vena más irónica. En vez de sillín te pone un cuerno. O le coloca una barretina al aparato. O realiza divertidas transformaciones como aquellas construcciones “imposibles de Escher”. Y lo hace con ternura, como aquel hombre solitario que, el día de Navidad, le coloca un sombrerito cómico a su perro y le dice: “venga, Tom, ahora brindaremos tú y yo con cava del bueno, de ese del Penedés”. Y el perro le lame la mano y lo mira con ojos brillantes y agradecidos. Y es que una bicicleta es casi un habitante más de la casa, colocada en el pasillo, al alcance de la mano. Que nos recuerda nuestra inexorable pequeñez.