Saltar al contenido principal

Ser pintura

Isabel Clara Simó

Desde el arte rupestre hasta hoy, ¿cuántas pinturas deben de haber existido? Contando óleos, gouaches, acuarelas, lápiz, pastel, tinta... y sumando las reproducciones artísticas de todas las épocas, y independientemente de su valor artístico. La cantidad es espeluznante. Pensemos en nosotros mismos, torpes analfabetos en el arte pictórico: nuestros deformes dibujos infantiles, la flor o el pez que, al azar, dibujamos mientras hablamos por teléfono, el corazón que grabamos en un árbol en compañía del amado o la amada... La cantidad es tan monstruosa que nos sobrepasa. El caso es que, una vez nuestra especie tuvo manos -tuvo un pulgar prensil- corrió a fabricar dos cosas: máquinas de guerra y dibujos o molduras recreativos. Incluso antes que los vestidos y los utensilios para comer. Tenemos derecho a sospechar, pues, que la especie humana es aquella que produce arte. Ya vemos pues por qué muchos pedagogos avanzadísimos y competentes proclaman la necesidad del arte en la enseñanza de todas las criaturas, y no sólo eso, sino también de los disminuidos psíquicos, que encuentran en él un placer que solamente se entiende si aceptamos previamente la premisa de que nuestra especie es una fabricadora innata de arte.

De esta montaña inabarcable de pinturas y dibujos, hay una parte, mucho más pequeña, que constituye lo que se llama «obras de arte». No pensemos, sin embargo, que no es también enorme el número de obras de arte. Fijémonos solamente en los museos que hemos visitado -¡no en los que hay en el mundo!-, y los cuadros que hemos mirado en ellos... Marea pensarlo.

As í pues, a la definición primera de que la nuestra es la especie que produce arte, podríamos añadir que nuestra especie ha dado muchos talentos en este campo, y que cada uno de estos talentos ha padecido incontinencia productiva. Un solo ejemplo: ¿cuántos cuadros impresionistas -por mencionar solamente la tendencia que suele ser la que más gusta al personal que visita museos- debe de haber? ¿Cuánto pintó Renoir, por ejemplo, o Monet? Yo, por más que viajo, me los encuentro siempre, en todas partes. La pregunta que viene a continuación es la que se encadena a estas consideraciones de manera obvia: ¿por qué? Quiero decir: ¿por qué pintan los pintores? ¿Qué quieren decir o expresar? ¿Y por qué pintan tanto? ¿Lo que quieren decir es inagotable? ¿Su discurso es interminable, siempre incompleto?

Los estudiosos de la pintura han intentado contestar estas preguntas de mil maneras, y ninguna de las respuestas parece completa, definitiva: ni el arte es sólo para hacer bonito, ni es únicamente para explorar el propio yo, ni es solamente para denunciar una sociedad aniquiladora y abusiva.

Centrémonos en un solo pintor, un excelente pintor: Antoni Miró. Si alguien me preguntara cuántos cuadros le he visto, levantaría las manos y los hombros en un gesto de impotencia contable; y, además, si te descuidas, ya te ha pintado tres o cuatro series más, de unas cuantas docenas de cuadros cada una. Sin olvidar sus grabados -Miró domina todas las técnicas- y sin descuidar los muchos libros sobre su obra que, infatigablemente y con tanto cuidado, va editando. ¿Por qué pinta Antoni Miró? ¿Qué busca? ¿Qué quiere demostrar? ¿Qué quiere enseñar? Lo digo así, sin vergüenza de los términos cultos con que la historia de la pintura ha bautizado los diversos periodos y tendencias; de hecho, se trata de clasificaciones, como las que hizo Linneo con las especies animales, que son cómodas para ordenar conceptos cuando estos son muy variados, dando por sentado que ningún animal concreto es exactamente como el modelo de Linneo. A eso se le llama «paradigma», modelo, respecto al cual los individuos concretos tienen unos rasgos comunes, nada más. Ningún pintor es cubista en estado puro, o abstracto del todo, o figurativo del todo, o surrealista del todo, o expresionista del todo.

Quiero decir: es bueno que evitemos simplismos, por cómodos que sean. Si decimos que Miró pinta para rebelarse contra la bota de los opresores, estamos diciendo una parte de la verdad; si decimos que Miró pinta para explicarse a sí mismo, y de paso a los demás, el mundo que nos rodea, estamos diciendo una parte de la verdad pero no toda la verdad; si decimos que Miró pinta por necesidad emocional, estamos también diciendo una parte de la verdad. Pero no toda la verdad.

Creo que Antoni Miró es su propia pintura. Que no podemos diferenciarlos. Lo oímos decir algunas veces: el atleta que debe retirarse y que llora angustiado y dice: «Es que el atletismo es mi vida», o el músico atacado de sordera -¡el gran Beethoven!- que mira atónito a los otros que lo compadecen porque él ya no es un hombre que padece, sino un hombre que está anímicamente muerto. Eso pasa alguna vez. No tiene nada que ver con el marketing ni con la fama, no tiene nada que ver con los precios de los cuadros ni con la voracidad de los coleccionistas, no tiene nada que ver con la crítica ni con los amigos. A veces, un pintor, por ejemplo Antoni Miró, es pintor porque ha nacido pintor, porque lleva en los pliegues ocultos y enrevesados del alma el espíritu de la pintura. Un espíritu más poderoso incluso que la gente a quien quiere, más poderoso incluso que él mismo. Así pues, la pregunta «¿por qué pinta Antoni Miró?», seguida de la pregunta «¿por qué pinta tanto?», pierden significado, porque las respuestas son las mismas: le resulta inevitable. Pinta porque es pintor, tautología indestructible, que se explica en ella misma.

Proust dice una cosa muy dura a propósito de la escritura -estoy hablando, como lo he hecho con los pintores, de aquellos escritores que no escriben como un oficio, deseosos de acabar el trabajo y a punto para hacer una promoción bien lucida y bonita, sino de aquellos escritores que sólo están vivos cuando en, que respiran palabras-; en su famosa À la recherche du temps perdu el escritor francés dice que las personas que rodean a lo largo de su vida a un escritor son para él como los modelos para el pintor: herramientas de trabajo. La frase es terrible, pero cierta: un escritor utiliza a los otros, incluso a la gente que quiere más apasionadamente. Es terrible pero también magnífico, porque el escritor toma estos modelos y los introduce en su obra como un escultor esculpe a partir de piedra y de barro. La franciscana humildad con que es políticamente correcto hablar hoy sobre la escritura hace estos discursos modestos y falsos, y así sentimos que un escritor declara que es el mendigo de la vida, o que es como un pescador paciente e inmóvil en las aguas de la realidad. Historias: todo escritor se siente Dios. Todo escritor es Dios. ¿Y el pintor? ¡Claro que es Dios! Dios y mujer, porque las mujeres parimos, damos a luz. Dios ha sido mujer durante milenios -por eso únicamente se han encontrado estatuas de diosas en el largo periodo de la prehistoria-, hasta que el patriarcalismo le puso barba a Dios y lo dotó de mal genio. Todo artista es Dios y es mujer, sí señor.

Antoni Miró, que es ateo y misógino, tendrá que poner a contribución toda su ironía para no soltar una carcajada; pero insisto: Antoni Miró es Dios y es mujer. Aunque Dios no exista y aunque a él le gusten las mujeres con la voracidad risueña con que las mujeres gustan a los valencianos heterosexuales. Pinta, pues, porque está constituido anímicamente para pintar.

Otra cosa bien diferente es cómo pinta Antoni Miró.

Y otra, también bien diferente, es para qué pinta.

¿Cómo pinta? Pues su ele pintar con pintura plástica. Tiene una cierta predilección por las telas y por las medidas grandes -enormes, a menudo-, y es un pintor figurativo. Estos son los atributos más externos, más epidérmicos. Intentemos profundizar un poco más: Miró no ha pintado nunca un cuadro pompier (aquellas pinturas, un poco pretenciosas, que no han podido librarse del lastre del academicismo y de las aportaciones del clasicismo), ni ha hecho nunca un pastiche (el cuadro en que el pintor imita las tendencias de otra época), pero podría perfectamente añadir algún elemento pompier o ensayar un pastiche desmitificador si le apeteciera. Tampoco es un autor de efervescencias sentimentales, sino que, como preconizaban los cubistas, considera que el sentimentalismo es para el arte romántico del XIX y más vale que se quede allá. Georges Braque decía que la emoción pictórica es una emoción contenida; no es la lágrima sino el nudo en la garganta. Precisamente pienso que Miró está muy cerca de los cubistas, aunque formalmente no lo sea en absoluto; porque cultiva a la perfección, como los cubistas, la arquitectura pictórica. Sería el suyo un cubismo concreto, en lugar de ser un cubismo abstracto: líneas geométricas, colores planos. Y, al mismo tiempo, Miró tiene también alguna cosa de fauve, que es el expresionismo basado en la exaltación del color, pero el suyo es un fauvismo pop, atravesado de ironía. Añadamos todavía que Miró hace una pintura marcadamente mediterránea y latina -para Apollinaire, el nacionalismo en arte no es aquello que se ha atribuido a los románticos, sino que es la defensa de un concepto de cultura: el norte o el sur, la vena germánica o la latina, el interior o el mar. Y aún otro rasgo: la amplitud del espectro de medios que utiliza Miró en su impoluto taller de Sopalmo. Porque lo mismo hace un cartel que un collage, una instalación, la portada de un libro, sin renunciar nunca al cuadro magnífico, amplio, que respira a gusto.

Para qué pinta Antoni Miró sólo lo sabe él. Nosotros miramos sus cuadros y dejamos que nos penetren piel adentro. Sus intenciones permanecen en su interior, quizá nítidas y planchadas o confusas y arrugadas. Pinta, creo, en alguna ocasión para hacer política. Otras para aferrar el deseo erótico. Otras para burlarse de nosotros, de la vida y probablemente de él mismo. La mayoría de las veces, desde mi punto de vista, para capturar su propia y originalísima mirada sobre el mundo: para mostrar el mundo interpretado. En todos estos casos, tú puedes compartir el objetivo con el pintor o no compartirlo. Mirar un cuadro no es un acto pasivo: la mirada de quien mira está añadiendo su propio universo, está capturando el cuadro e interpretándolo desde unos parámetros personales. No hace falta coincidir con el pintor; lo único necesario es no estorbar al cuadro, no ahogarlo, no sobreponerle «nuestro» cuadro interno. El resto es lícito: mirar un cuadro también es un acto de libertad.

En el caso de Antoni Miró a menudo se da una complicidad entre el creador y el espectador que, a pesar de la carga política de alguno de sus cuadros, se comprende en todas partes. Todo el mundo sabe que ha expuesto en los lugares más remotos y que tiene obra en los museos más ilustres o más exóticos. La complicidad es un elemento muy importante en su pintura, sobre todo en su famosa serie «Pintad pintura». Lo que nos quiere decir, dejadme que acabe aventurando una hipótesis, es que las cosas no son lo que parecen. Como decía Magritte en su famosísimo cuadro del que Antoni Miró a menudo ha hecho emblema, Ceci n’est pas une pipe, frase que, como se sabe, está escrita bajo una pipa.

Apollinaire también decía que deben eliminarse los elementos anecdó­ticos, tanto en pintura como en escritura; eso se llama, en literatura, trompe l’oreille. Antoni Miró, en pintura, nos hace, cómplice y partícipe de nuestras sensaciones de espectador, un trompe l’oeil inteligente y magnífico. Entreguémonos a él.