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Los ojos del pintor

Isabel Clara Simó

El pintor mira la realidad y la transforma. La transforma en tres sentidos distintos y simultáneos: la transforma dándole sentido; la transforma rescatándola de la cotidianidad que transforma en opacos los objetos y las personas, y la transforma proyectando en ella su mundo alternativo, que es creación del artista. En la primera transformación, el pintor nos explica lo que nos rodea desmantelando el discurso del poder, es decir, oponiendo al orden establecido la justicia reivindicativa de su propia mirada; en la segunda, limpia las gafas empañadas de la percepción programada, según la cual solo percibimos lo que esperamos percibir; en la tercera, el artista se convierte en revolucionario, porque atrapa el mundo oficial y lo confronta con el mundo alternativo que ha creado y realiza, en este sentido, un acto libertario. Así pues, crear es transgredir y enseñamos a mirar.

Cuando paseamos por una ciudad dicha tarea del pintor se convierte en esencial, puesto que renueva la ciudad del turista (a los acríticos extasiados se les denomina los “camacus” en Cataluña, ridiculizando la fonética de su “que maco!” -qué bonito-), la ciudad ordenada del policía municipal y la ciudad de la opulencia de escaparate que ahoga a la ciudad de las personas.

El caso de Antoni Miró es, en este sentido, transformador y transgresor y, por este mismo motivo, impresiona de manera especial. Su ojo, el ojo del artista, penetra en la piel de la ciudad y mira, a veces, la cara obscena de la miseria, a veces la cara domesticada de los transeúntes, a veces la cara severa de los edificios oficiales o de los solemnes tributos al prestigio ciudadano. Miró señala con el dedo una fachada, o unas chicas que sonríen, o la mano extendida de un mendigo y nos los revela, los extrae del telón de fondo y los sitúa en primer plano. Y lo que vemos no nos gusta. Es como colocar un espejo ante nuestra cara turbada, o ante nuestra cara culpable, o, en resumen, ante nuestra cara de rinoceronte (¿recuerdan a Ionesco? Escribió una obra de teatro inolvidable: El rinoceronte. En ella, siguiendo el estilo de las metamorfosis de Kafka, nos presenta a un ciudadano cuya piel va engordando a cada paso que da, hasta que es tan gruesa que el hombre se ha convertido por completo en un rinoceronte).

Los hombres y las mujeres modernos se han convertido en urbanitas y, en contradicción permanente, han empezado al mismo tiempo a echar de menos de manera furiosa a la naturaleza. Las urbes contemporáneas disponen de un rasgo característico: se parecen cada vez más unas a otras. Las diferencias recaen en los barrios antiguos de las ciudades, pero un aeropuerto y otro aeropuerto, un hotel y otro hotel, un museo y otro museo, un paseo iluminado y otro paseo iluminado, un teatro y otro teatro... Incluso existen artistas que han superpuesto los mapas de las redes del metro de las ciudades más pobladas y han visto en ellos códigos coincidentes. El segundo rasgo característico de las ciudades es que se tragan el individualismo; el ser humano que se pasea por ellas se convierte en un ser anónimo por decreto y, como tal, intercambiable con cualquier otro. El tercer rasgo es la hipocresía: escondemos la miseria (no siempre con la misma fortuna), la prostitución y la delincuencia y, cuando viene visita (los turistas, que llegan dispuestos a dejarse las perras para ver lo que nunca ven en su propia ciudad, como museos o iglesias), las autoridades le lavan la cara a la ciudad y le ponen el traje de los domingos. Y entonces aparece Antoni Miró y la mira con nuevos ojos, rasca la piel de la ciudad (como Dalí levantaba la piel del mar) y, dándoselas de objetivo, como buen retratista, lo que hace es proyectar una luz nueva que, sin poderlo evitar, nos golpea la conciencia.

En esta nueva serie, la de los transeúntes, Antoni Miró se nos aparece en su máxima originalidad. Y, como siempre, se burla de lo que ve y de nosotros, sin olvidar nunca su densa, ininterrumpible fuente de ternura. Es la serie más humana de Antoni Miró. Y la más inquietante.