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El Tribunal de las Aguas: una lección de arte, una lección de historia

Isabel Clara Simó

Cada jueves, a las doce en punto, el Tribunal de las Aguas inicia su sesión jurídica. Estamos a ante un tribunal ancestral y de una eficacia cautivadora.

La rica y fértil albufera valenciana divide en acequias sus aguas y no hay nadie en el mundo que pueda dirimir excepto el Tribunal de las Aguas. Seguramente de época musulmana –unos grandes conocedores de la agricultura– (se dice que el año 960), y continuado por el gran Jaime I, el Tribunal hace efectivas sus sentencias incontrovertibles. El famoso “parle vosté” (hable usted) o “calle vosté” (calle usted), o “els denunciats de la séquia…” (los denunciados de la acequia de…), son frases que conoce todo el pueblo valenciano.

El Tribunal únicamente tiene una lengua: el valenciano. Es decir, el catalán. Incluso en la época más oscura del fascismo franquista, el Tribunal no solo tenía jurisdicción inapelable, sino que siempre habló en valenciano. Franco no osó interferir.

Antoni Miró, con su preciso y desgarrador retrato de la realidad, que realiza con técnicas cuidadosas, modernas y ágiles –lejos del artesano– y con un estilo inconfundible, muestra el Tribunal con unas piezas dignas de todo elogio. Nunca había sido tan celebrado el veterano Tribunal y su contundente forma de interpretar la ley, y, por tanto, la vida.

El genial pintor ha pintado veinticinco telas, diecisiete dedicadas al Tribunal y ocho a las acequias, con una luminosidad sorprendente, a las que se han añadido veinticinco obras gráficas realizadas, con un veracidad cautivadora.

Antoni Miró no se parece a ninguno de sus contemporáneos. Él es él. Ahora nos muestra la Puerta de los Apóstoles de la catedral de Valencia, ahora sus miembros, ahora los síndicos que, con toda solemnidad, practican la justicia y hacen rentable la fertilidad valenciana.

Antoni Miró siempre es desgarrador, siempre es el ojo crítico, siempre es el denunciante. Pero es también el ciudadano que mira a su pueblo y se siente satisfecho. En esta serie, Miró ha puesto mucha ternura, un acercamiento tangible, un tributo al agua, a la tierra, a la sabiduría atávica.

El pintor nunca olvida su ágil sentido del humor. Aquí, pone el ojo pasmado del sabio-niño que se sacia con las raíces de la vida, del pueblo, de la historia, de la vida.

La serie es mucho más que una grandiosa obra de arte: es también una lección de historia, un tributo a los años y a la sabiduría. Cuando acabas de mirar esta última obra, te comprendes un poco más a ti mismo y a la gente que te ha criado, y a los ancestros que han hecho de la historia común tu historia.

Hay que ser un gran artista para conseguir todo eso.

Estamos ante un hombre que trabaja sin parar y sin bajar nunca el listón. Estoy hablando de un genio, que se llama Antoni Miró.