Cuando digo Alcoi, digo Ovidi Montllor/Cuando digo Alcoi, digo Antoni Miró
Isabel Clara Simó
Cuando digo Alcoy, digo Ovidi Montllor. Cuando digo Ovidi Montllor digo Alcoi, y muchas cosas más. Por ejemplo, la ternura. La justicia social. La metáfora derrame. La voz ronca y profunda. El pragmatismo inocente. Todo esto que era, y es, Ovidi Montllor.
Hay personas que mueren antes de tiempo y que hacen llorar a sus amigos y la gente que las ama. Un artista que muere, sin embargo, recibe homenajes y se dicen alabanzas, pero la arisca sociedad cultural, los egos inflamados de todos los que formamos parte, termina por olvidarlo. Alguna celebración esporádica. Algún recuerdo en fecha señalada. Y capas de olvido hasta que se lo lleva la historia y o bien se convierte en un clásico, o bien desaparece para siempre.
Pero Ovidi, no. Ovidi muere y le llora un país entero. Y pasan los años y los jóvenes escuchan y lo hacen más grande todavía. Cuando los que no conocen el artista traspasado son quienes lo recuerdan, es que ha nacido un clásico. Y este es el caso de Ovidi Montllor, nada frecuente, y menos en unos Países Catalanes acomplejados y perplejos.
Cuando voy a un recital de gente joven, en medio del cúmulo de nuevos grupos excelentes y de buenos cantantes que tenemos, y veo que le dedican una canción a Ovidi o que hacen una versión propia, puedo tocar el cielo con la punta los dedos. Ovidi es y será para siempre nuestro clásico. Tenemos el gran Joan Fuster. Tenemos el mejor poeta de la Europa moderna, que es Vicent Andrés Estellés. Tenemos el inmenso Antoni Miró. Y tenemos a Ovidi.
Cuando digo Alcoy también digo Antoni Miró, el pintor del Sopalmo, el pintor de la realidad, el pintor que transforma el silencio en grito, el pintor que sobrepasa las convenciones de la pintura, las modas y el inevitable sentido decorativo, algo lamido, que vemos en los artistas contemporáneos –y que nos perdone la adustez de Antoni Tàpies, que nos ha dejado recientemente–. Y cuando digo Antoni Miró no puedo evitar pensar en Ovidi. Y no sólo para que fueran amigos, amigos de aquellos profundos, aquellos que entienden con un gesto, sino porque compartían un universo común: la fiera feroz habita en las telas inmensas y punzantes del pintor, y la serie El dòlar, por ejemplo, habita en las canciones de Ovidi.
Así pues estamos delante de un espejo que refleja una realidad y de una realidad que refleja el contenido del espejo: una doble mirada, una muda complicidad, un latir común. Entre el espejo y su reflejo, se pasea el caballero Ausiàs March, con el alma rota de tanto amor.
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