Saltar al contenido principal

Elogio de la experiencia

Josep Sou

“Solamente la propia y personal experiencia hace al hombre sabio”.
Sigmund Freud

A estas alturas tendremos que hilvanar un buen número de reflexiones que vengan a poner en valor la cuidadosa intensidad en el trabajo creativo del artista Antoni Miró. Y asumiremos la dificultad que significa esta labor porque, no en vano, estamos ante un pintor que ha hecho de su trabajo una muy noble y justa razón de vida. Y esto, conjugado con la voluntad permanente de crear, resuelve que a una obra extensa, firme y de una enorme complejidad formal, tendrá que corresponder también un cúmulo de interesados análisis para construir, no sin un cierto y riguroso respeto, algo verdaderamente próximo.

Cada día, quizás cuando la jornada ya declina su luz, marchitando un horizonte acogido por azules cordilleras, la tarea empieza. Los colores se convierten en materia elemental para estampar realidades, ideas y pensamientos; los pinceles ahuyentan a la pereza cotidiana y, frenéticos, frotan la anchura del vasto territorio del lienzo; la vida, una vez más, alcanza la cumbre, haciendo valer la capa freática de la sensibilidad sin límites: “la inspiración es trabajar todos los días”, sentencia Charles Baudelaire.

Y no son cosas así como así las que viven en el quid complejo de cada una de las propuestas reflexivas del pintor. No. Son corporaciones de universos que hablan desde el interior para encogerse en el corazón plural que vive en el exterior, porque el trabajo artístico del pintor funciona así, muy lejos de la amistosa complacencia y, quizás, muy cerca del interés de la mirada colectiva para crecer y para amar. Todo ello son condiciones irrenunciables de una actividad que se transforma en actitud expresiva, pero también militante: “El arte no es una cosa, sino un camino”, asegura Elbert Hubbard, y junto a nosotros, el pintor Antoni Miró, admitiendo la máxima de Hubbard, acciona la maquinaria de su inteligencia en esa dirección erigiendo, sin episodios banales, el corpus fundamental de su expresión poética, o pictórica, que en este caso quizás sea lo mismo, hasta la búsqueda de la complicidad siempre necesaria.

Así pues, lejos del manierismo significativo sale, al fin, la última intención del artista, dirigiendo el foco de su mirada desde el interior de la pasión creativa hasta la búsqueda de la pasión necesaria. Y no nos manifiesta la muestra de su visión del mundo que lo rodea; por el contrario, nos otorga el privilegio de su pensamiento, pues así como piensa, pinta. O reescribe, con la pintura reflejada en el plano bidimensional, la cosmovisión íntima del quid que supone la filosofía que le presta toda la esencia de humanidad. Manda, quizás, el pensamiento. O el disfrute por manifestar toda su hilaracha existencial. Y eso no solo es un mérito, también es una poderosa virtud, pues la verdad, la propia verdad, anticipo de los caminos de la experiencia, resuelve el conflicto a favor de la luz, de las palabras inequívocas que subliman cada trazo, cada uno de los detalles que viven en el espacio comunicativo de su obra ingente. Así lo consideramos. Así lo expresamos.

Y la experiencia, muy lejos de obturar la dinámica creativa del artista, permite levantar o rehabilitar, como solo lo hace la novedad, realidades muy nuestras como, por ejemplo, el Tribunal de las Aguas. Y resuena, desde los lienzos osados, la dramaturgia de las voces que inventarían casos y hechos de nuestra tierra. Y como una tragedia griega, el tiempo se detiene para marcar la avenencia de los dioses a la hora de acomodar sofisticadas soluciones para los conflictos de los hombres, muy terrenales. Antoni Miró hace de ello su propia causa y vincula su análisis al tiempo erigido por la memoria. Bien callando o bien hablando, los hombres sabios ejecutan, piadosos, su veredicto. El pintor, que lo ve, les presta su mano para enaltecer la audacia perpetua de un tiempo que crece acompasado, históricamente novel y alienado con los sentimientos de pertenencia a los cánones de la tradición. Y son caminos que se entrelazan. Son caminos donde la experiencia de los sabios se corresponde con la voluntad del artista por avivar las brasas de la compleja tradición. Sin embargo, todo se nutre con cuidado, con determinada vocación de corresponder a los intereses generales. Tanto como la necesidad de impartir justicia a todo aquel que la pide, se corresponde, desde la observación de su quehacer creativo, la obra artística. Un consenso de voluntades o un acuerdo unánime, pero previo. Y el artista, sin perder el ánimo, resuelve muy satisfactoriamente su posición merced a una incuestionable voluntad de ejercer la modernidad; aquella que se inserta en el seno de la misma condición del Tribunal de las Aguas. La pintura no incorpora ningún reducto de la mirada, pero sí del interés por una joya que se añade desde el pasado para proyectarse hacia el futuro. Y la obra de Antoni Miró, con exigente temperamento, manifiesta este criterio siempre al dicterio de la modernidad. Y es, quizás, un auténtico paradigma también: “La belleza de las cosas existe en el espíritu de aquel que las contempla”, manifiesta el sabio David Hume. Y Antoni Miró hace de la belleza identitaria un hecho creativo y vertebra, con los pinceles, un pronóstico favorable alrededor de la historia o bien del futuro.

El regocijo que aporta, ahora también, el comportamiento elemental en el procedimiento de la justicia se puede oler por las finas ranuras que sostienen los vidrios del calidoscopio secular. Unas actitudes regias, pero laxas también, hermanan los méritos de la perpetuación a lo largo de los tiempos. El artista lo sabe, lo reconoce y hace traslado panóptico al común que se acerca para ver, pero también para escuchar. Y como decíamos antes, las manos de la tragedia prestan eficaz motivación para ejecutar, en el viento, las voces canoras en el destino de los hombres. Ahora un tribunal, el Tribunal, ampara igualmente los beneficios de una justicia libre, quizás incluso arriesgada, solemne al fin. El artista Antoni Miró ha alcanzado a comprender el reto de rellenar el jergón con los colores que hablan acerca de la celebración que viene de muy lejos y pervive hoy, en la modernidad también: “Cualquier cosa debe tomarse seriamente, nada trágicamente”, acompaña ahora y aquí la reflexión de Adolphe Thiers.

La experiencia aconseja al pintor, tanto como la prudencia, tener muy presente la necesidad de expresar la gran vastedad de un proyecto milenario o más todavía. Y la obra, por la profundidad de la mirada lanzada, consigue la conmoción del tiempo. Un proyecto que viaja casi desde la cima de la memoria para afincarse en las costumbres sociales recibe un nuevo impulso creativo, un aliento reinterpretado, que quiere capitalizar el momento que nos preside. Y la expresión plástica resume, con plena exactitud y vigor, el sentimiento que guía el respeto intelectual a la historia que siempre nos visita. Un gozo enorme para una noble causa y para franquear la reserva activa de los nutrientes que nos alimentan la esperanza y la consideración.

No obstante, es necesario profundizar también en una especial y muy reservada característica del artista Antoni Miró, y esta es, sin duda, la constancia en el trabajo. Incluso podríamos decir la tozudez ante la responsabilidad creativa. La vocación congénita. Como también podemos hablar del traslado que hace de su labor hacia el conjunto de ciudadanos que convergen en ella. Y las ganancias son bien repartidas, a partes iguales, sin quitarle ninguna migaja al saco común de la común harina. El trabajo es muy difícil, muy alejado de posiciones maniqueas, y entregado a la génesis colectiva, como hemos asegurado en líneas anteriores: “Los esfuerzos individuales nos traerán el progreso general”, manifiesta Cesare Cantù. Podemos decir, por ejemplo, que la particular interpretación de Tribunal de les Aigües de Antoni Miró es una apuesta, desde la intimidad, que va dirigida hacia la contemplación e interiorización del común sentir de las personas que prestan su acompañamiento. O como también señala Goethe: “Sin prisa, pero sin pausa”. La constancia, la paciencia, el esfuerzo cotidiano, todo para lograr el suficiente grado de experiencia que le permita al artista el abordaje de una obra tan singular como firme en sus convicciones. Y la comprensión de la importancia del reto que significa pintar la memoria o pintar las improntas mágicas de un pasado que siempre se convoca nuevamente no es tarea fácil ni experiencia que la sofisticación acompañe. Se trata, en cambio, de ejercer la voluntad de acudir a las puertas de la imaginación y franquear los límites: “Gutta cavat lapidem, non vi, sed saepe cadendo”, nos dicta la sentencia del gran poeta Ovidio. ¿Y para qué este esfuerzo y esta constancia en favor de la experiencia propia? Podemos asegurar, sin temer una posible equivocación, que el fundamento de la cultura queda muy presente en las últimas intenciones del artista Antoni Miró. Sí. La cultura como herramienta de reconciliación con el hecho capital de sentirnos hombres, pero hombres vivos y partícipes de la sociedad a la que pertenecemos. Cultura como vehículo del alcance de la humanidad necesaria. Cultura como materia cordial que empuja al hombre más allá de la sombra. Cultura, al fin, como una madriguera primigenia para hacer posible, y quizás rentable, la cata de libertad. Incluso como atestigua Émile Henriot: “La cultura es aquello que permanece en un hombre cuando lo ha olvidado todo”. O al menos, Antoni Miró hace, del hecho cultural de su trabajo creativo, un regalo.

Así pues, una labor de estas características nunca se puede confundir con los caprichos de la moda que todo lo arrebata. Es una tarea tan noble como profunda; tan serena como llamativa contra las inercias vencidas por la conformidad, que siempre acaba siendo demasiado injusta. Y a veces, todo lo que acompaña a la reflexión, todo lo que se olfatea en el mismísimo interior de la vasta cofradía del pensamiento de intimidad sonora, marchan de la mano para expresar lo que se ve, porque antes se ha mirado en los rastros o en las líneas maestras de las leyes de la historia. Y lo que vive dentro de los sentimientos va mucho más allá, incluso, de lo que se expresa. Cuestión de oportunidad o sencillamente de querer. Las cosas se acaban marchitando. Es, quizás, ley de vida, de los astros o de la intemperie. Los frutos carnosos de las ideas, cuanto más se empapan en los registros del pensamiento, mucho más allá se proyectan, mucho más llegan a vivir para curtir a generaciones y generaciones de hombres que se benefician o, como nos recuerda Baudelaire, “lo que es creado por el espíritu es más vivo que la materia”. Y parece fácil reconocerlo, pero no lo es tanto confirmarlo, creerlo y poner manos a la obra. Y Antoni Miró ejecuta la máxima y regala, como ya hemos dicho, el primer consuelo a los hombres. Y es una suerte disfrutar de ello. Y aprovechamos, ahora y aquí también, la reflexión sánscrita de Kalidasa: “Las grandes almas son como las nubes: recogen para repartir”.

Retomando ahora, de nuevo, el motivo fundamental de nuestra reflexión, la experiencia que dicta vías dentro del universo artístico, será necesario manifestar que la experiencia, entre otras virtudes que visten al artista Antoni Miró, ofrece un apoyo constante a su quehacer creativo. ¿Por qué? Pues porque no solo la destreza en la frecuentación de las formas mide el carácter de su discurso plástico, sino que también, y muy singularmente, le ayuda a conformar retos de cariz diverso y muy profundos. Por ejemplo, este que nos ocupa ahora mismo, la adecuación temporal de un proyecto que parte de un concepto principal: elevar a categoría artística un hecho consustancial a la tierra y a la historia. Y eso, además de suponer un gran riesgo, también es aventurado y digno de reconocimiento. Y el resultado es lo que aquí mismo podemos contemplar: una joya en el templo de las tradiciones que se han hecho carne singular de un pueblo. Un tipo de industriosa fragilidad para ahuyentar a los demonios de la estadiza inmovilidad. Pues bien, aprovechando el pensamiento del historiador Tucídides, con él podemos asegurar que “entre hombre y hombre no hay gran diferencia. La superioridad consiste en aprovechar las lecciones de la experiencia”. Y así, un día tras otro, el tiempo acrecienta la mirada cuando esta, firme, vaga por los lugares reconocidos de la ciudad valenciana. Una enormidad de labor con la prenda del tiempo siempre presente. Siempre midiendo las horas que establecen un canon de referencias antiguas, proyectando las sombras hacia lo venidero y que deberá significar el triunfo de las ideas. Siempre las ideas. “Las experiencias que más te enseñan son las de todos los días”, afirma F. Nietzsche. Y la experiencia es parte de la sabiduría del hombre, porque esta se levanta y sobrevuela los planos limitados del querer incontrolado. Y porque, como afirma Fedro, “un hombre con experiencia sabe más que un adivino”. La intuición, solo la intuición, no es suficiente bagaje para conformar una obra tan singular como, por ejemplo, la del pintor Antoni Miró. Ayuda al tanteo de los caminos, pero se ilustra más eficazmente con la construcción del propio lenguaje con una dosis profunda de perseverancia en la investigación de nuevos elementos que vengan a estimular el propio lenguaje comunicativo. Así pues, el estudio, la reflexión, la poética del equilibrio y de la forma que puedan establecer convenientemente la sintaxis de la propia obra, no solo son indispensables, también son recursos para la construcción de un criterio para la comunicación. Y quizás sea la medida exacta, la fuerza y la resistencia que gana. Sin embargo, no existe neutralidad en los episodios creativos de Antoni Miró. Existe, primero, causa, después, toma de contacto y, por último, ofrecimiento de la transformación de las ideas en propuestas concretas para la liberación del placer de la contemplación de la belleza. Aunque lo que vemos delante nos resulte de una fuerte incomodidad, por elocuente, por penetrante, por objetivo y riguroso. Y a su vez, todo expresado con una gran sencillez: “Sencillo es todo lo verdaderamente grande”, asegura Balzac. Pues bien, la propuesta que tenemos la suerte de observar confirma la voluntad de afianzarse a lo sencillo y cautivador, en el mundo donde se emite la justicia por la exigencia colectiva de aceptar el veredicto final que toda causa conlleva. El Tribunal de las Aguas guía por el sendero justo para mermar los enfrentamientos indeseables. El artista Antoni Miró captura, por la mirada, un mundo que se mantiene de pie merced al comportamiento de quienes se reúnen. Un beneficio seguro para el rescoldo cultural, y también social, de un pueblo muy largo en sus aspiraciones de futuro. Beber del pasado para garantizar respuestas de futuro. Un poco, si acaso, como hace el arte. Y porque “todo lo verdaderamente grande pertenece a la humanidad entera”, sin matices, incorpora Emil Ludwig. Y el Tribunal de las Aguas es grande, sin duda, así como la obra de Antoni Miró facilita la mejor lectura del compromiso con los hombres, pero también con el tiempo que nos ha tocado vivir. Por lo tanto, podemos asegurar sin reparo que ambos son grandes y que pertenecen al colectivo de hombres libres. Un compromiso después de una clara realidad.

Sin embargo, quizás podamos considerar la historia, la de todos y cada uno de nosotros, como una descripción de la vida que todos juntos vamos edificando. Y la historia, así pues, nos perpetúa a lo largo del tiempo como género que hemos decidido andar juntos. Ahora bien, se insinúa una senda oscura que lucha por conquistar espacios de luz y de dignidad: “La historia es el progreso de la conciencia de la libertad”, manifiesta Hegel. Y en la creatividad que construye toda la obra de Antoni Miró existe esa conciencia y también esa vehemencia, a veces a gritos sordos, para conquistar universos de encuentro con el fin de erigir andamios de conocimiento. Un día tras otro, como decíamos en líneas anteriores en este texto. Y con el conocimiento, y bien congregada, se incorpora la fantasía; el gusto creativo y la grandeza de las formas elocuentes que permanecerán como testigos de la historia de todos. Lo azaroso tendrá que pasar, pero lo esencial quedará presente para siempre. No obstante, la causa la podemos adivinar, pues para Antoni Miró nada de lo que es humano le es indiferente. Así, no es necesario hacer más aseveraciones en esta dirección.

Sin embargo, no puede haber libertad, nunca lograremos ese estado privilegiado en los caminos de crecimiento del hombre vivo si no hay justicia; imperiosa y entendida como una intrínseca necesidad, porque “todas las virtudes están comprendidas en la justicia”, concreta Teognis. Y el artista Antoni Miró defiende este axioma, o este tautológico enunciado, mediante el ejercicio de la pintura. Cuando pinta, habla de la realidad del hombre en el seno de su universo primordial y recrea los sentimientos en el paisaje del espíritu inquieto y combatiente. Los colores toman la forma convincente del acuerdo por la esperanza, pues la prevalencia del bien es constante y consustancial a la práctica de la lucha colectiva.

Y en ese magnífico ejercicio de pintar la justicia, la ejercida con plena libertad y garantías populares, se encuentra el mosaico dedicado al Tribunal de las Aguas. Un ejercicio sólido, educativo y resuelto a favor de los vientos de la historia. De la pasada, pero también de la presente. De la intrahistoria de nuestro pueblo que pone de manifiesto un acuerdo por la justicia estimada y próxima, capitalizada por las ramas de un saber universal. Desde el todo hasta lo verosímil de lo concreto, íntimo y nuestro. También podemos añadir que con la memoria comprendemos buena parte de lo que somos y entendemos la guía de los días manifestada a lo largo del tiempo. Porque de la memoria nunca nos podrán echar, puesto que nos pertenece indiscutiblemente, y vive singular y arraigada al medio particular de nuestros deseos. Y de la memoria, seguro, el pintor Antoni Miró sabe un cúmulo de cosas. Pero por encima de todo, sabe de la memoria que aprovecha al individuo, al ser humano, para proyectarse hacia el futuro. Puesto que, de otro modo, la memoria queda como una carga insolente que declina cualquier tipo de entusiasmo laborioso. La proyección de las sombras o la oportunidad de vivir esperanzados radica, en buena medida, en el logro de las hilarachas del espíritu cuando estas nos hablan de coraje y de osadía ante la tormenta o del secuestro cínico de las posiciones de combate. Y todo ello, y mucho más todavía, permanece presente en la obra de Antoni Miró con la fuerza indisimulada de la determinación. Y eso es un bello augurio para todos aquellos que nos acercamos a la contemplación. Todo, eso sí, formalizado con la paciencia que tan bien ilustra la ciencia. Incluso con la ternura admirativa del quehacer metódico que custodia la mano de la inteligencia. Además, porque el artista Antoni Miró, aunque inquieto y hombre paciente a la vez, no es muy fácil de ser vencido. Los razonamientos existenciales que conforman la obra plástica del pintor son, o tienen, la fuerza motriz de un convoy lleno de chispas de libertad; para pensar, decir y hacer lo que en cada momento se estima pertinente. Después, sencillamente, alienta un corpus místico que vive en el quid y en el gesto de sus principales personajes: llamémoslo civilidad. Y como bien entiende Plutarco y nos dice al oído: “la paciencia tiene más poder que la fuerza”. Así de claro, aunque no tan fácil de llevar a buen término. A no ser, claro está, que la razón acompañe a la fuerza, y en este caso especial remite a los valores de la no equidistancia ante los conflictos humanos. Atento a toda cuestión principal, esencial o de causa justa, el pintor, cuando calla, dice mucho más que todos los que hablan profusamente o dejan ir el torrente abierto de la necedad. Las concreciones, de todas partes inscritas en los libros sagrados que nunca nadie ha leído con suficiencia y comprensión aproximativa, son algo que cabe tener en cuenta, pues a veces ilustran los víveres del pensamiento. No debemos perder el tiempo que la tarea diaria exige, considerando ahora y aquí los matices cordiales de la vida cotidiana. Pero es necesario también levantar el vuelo para tomar la perspectiva suficiente que capacite el logro de la totalidad, pues, al final, todos somos parte de ese bello artificio que es la vida y porque, como bien señala Demócrito, “la patria de un espíritu elevado es el universo”. Y Antoni Miró, con su pintura, procura su ensayo diario.

Ya hemos mencionado en líneas anteriores la aproximación a la sabiduría que facilita el conocimiento de los universos posibles donde se inscribe la materia prima: el espíritu. Sin embargo, es necesario añadir ahora un leve matiz. Hablamos, pues, del hecho de maravillarse, de estar embelesado ante las cosas, del mundo y de la existencia, y todo para sacar punta al lápiz de la felicidad. Si es que eso de la felicidad es posible fehacientemente. Pero Antoni Miró, seguro, lo sabemos muy bien, constantemente se maravilla y toma partido por las razones que convocan su entusiasmo candente. Pinta al dictado de la pasión y disfruta de los resultados cuando estos se convierten, también, en un entendimiento colectivo. Y pintar como él lo ha hecho siempre, también ahora, dando voz y sabiduría al Tribunal de las Aguas, se convierte no solo en una singularidad, sino también en una decidida actitud de sorpresa ante la maravilla, ante la conquista de un tiempo remoto de las costumbres solariegas, con el deseo de depositar, mediante la belleza creativa, una migaja de pervivencia en el envoltorio del quimérico futuro. Y es una gracia, y es un acierto, y nos sentimos gratificados por las consecuencias del esforzado trabajo del pintor, así como comprobamos la posición del artista cuando toma partido por las personas, porque entiende que eso le otorga una gran valía a la vida colegiada. A la vida de todos.

Sí, el trabajo. Si hay algo que pueda identificar con más exactitud el talante del artista Antoni Miró, esa cosa se llama trabajo. Duro y constante en largas noches de vigilia. Ya lo hemos dicho en alguna otra ocasión, pero la realidad es la que es y no se puede esconder. Nada sale gratis. El mazo se resiente bastante por los golpes de nocturnidad. Y este gran trabajo incesante da frutos, buenos y sabrosos (como diría el poeta). Frutos de mil formas que frecuentan su obra ingente. Colores que refuerzan la pasión de vivir afianzado a la despensa de la sensibilidad. La de vivir y la de pintar la vida vivida. La propia y la de tantos otros anónimos seres humanos que se muestran por las ventanas de la pintura del artista, aunque hayan tenido una muy exigua existencia. Todo, con elevada convergencia, canta la epopeya del hombre discreto, del hombre hirviente o de la realidad que pulsa intensamente las ropas de un incierto destino. Todo. Todo vive en ello. Todo rezuma protegido por los colores de la fantasía. A veces demasiado dura y, quizás, siniestra. Y bien canta ahora el poeta Horacio: “El placer que acompaña al trabajo nos hace olvidar la fatiga”. Y es muy cierto. Pero a veces pesa. Sí, pesa demasiado. Pero nos alarga la vida. Una vida que la queremos vivida como seres valientes. Sin desfallecimientos que nos dejen de convocar la mirada dentro de los misterios de la existencia y mediante las claves del conocimiento. La firmeza puede ser una garantía y una muleta para andar cuando cuesta hacerlo. Luchar contracorriente, como siempre lo ha hecho Antoni Miró, con el viento en la cara, unas veces helado, otras poniente extremo; pero siempre en la cara y dejando de lado las renuncias. Y su pintura ilustra esta terca posición. Desde hace mucho, desde siempre… “Héroes son los que, contra las ideas admitidas, sostienen sus ideas”, concluye Alexis Carrel.

Pero el arte, cuando se levanta firme, cuando se interioriza a base de verdad y de razón, gana espacios de futuro y, finalmente, de libertad. En la obra de Antoni Miró hay ganancias de libertad porque estas se acurrucan junto a la palabra verdad. No existe la esclavitud de las falsas apariencias. Existe la garantía de la autenticidad aunque diga fuerte, y bien alto, qué significa la lucha para la conquista de la dignidad. Y todo con trazos mayúsculos, sin demonios inútiles. Todo con el entusiasmo vertebrador de alianzas: “Cuando la verdad se digna a venir, su hermana libertad no estará lejos”, comenta, como quien no quiere la cosa, Mark Akenside; pero una verdad valiente y decidida, muy capaz de pasar al ataque y ganar ámbitos encalmados para la convivencia en paz. Para ganar al menos la autenticidad o la virtud que siempre acompaña al brillante hecho de humanidad. ¡Menuda joya! ¡Vaya regalo más grande que nos hace, cada día que pasa, el artista Antoni Miró! Y puntualiza Antonio Machado: “Virtud es fortaleza”.