El artista ante el espejo
Josep Sou
«Que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas,
pero que tu corazón sea el corazón de la infancia candorosa »
Friedrich von Schiller
Toda galería de personajes ilustres, y quizás ilustrados ampliamente por sus hagiógrafos de cabecera, intimidan a los visitantes de la sala. Hay, incluso, que ponerse en guardia para defenderse de tanta mirada sublime, con tanta reconvención desde el marco adusto del retrato que acota el terreno como hacienda particular, harta de ganancias que le han merecido la gloria ...
Esto en otro tiempo ha sido moneda común, reliquia para trasladar a la posteridad, con particulares maneras convertidas para guardar la memoria de los más grandes, o de los más significados, o de los más ricos, porque de todo ha habido en cronos de los días periclitados, y marchitos por la pátina oscura del polvo reverencial ...
Podríamos estar hablando de cualquier sala dedicada, desde un museo imaginario, a las figuras emblemáticas que la posteridad nos ha regalado como ejemplo de conductas propias, y ajenas también. Y seguramente así será, o habrá sido a lo largo del tiempo en que la pintura ha garantizado la inmortalidad de los prohombres de la historia. Y a veces parece un sarcasmo, porque los «ilustres» en cuestión no han hecho gran cosa. Y si, tal vez, nos atenemos a todo lo que significa el ámbito del retrato en el seno de la pintura, podemos llegar a concluir que lo verdaderamente esencial escapa a la mirada convencional, y se esconde dentro de la intimidad insondable del espíritu del personaje retratado. Una especie de viaje, o trayectoria en el interior de la moralidad y del carácter determinante del personaje en cuestión.
Pues bien, el artista Antoni Miró, lejos de sufragar la victoria humana de los personajes que ha elegido para pintar y regalarnos, permite que nos adentremos, desde su mirada, a la materia cordial, tan humana de sus personajes. Y, poco a poco, en estas breves líneas que iremos construyendo, trataremos de explicar el porqué de este posicionamiento: tan racional como emocional. Nada es en vano en esta industria del retrato, con las diferentes formas de realizar su abordaje, incluso, cuando se da de forma fehaciente la aproximación técnica de los propios retratos.
Hay mucho de moralidad, de toma de contacto, de empoderamiento de las causas nobles, de necesidad de confesar de quien provienen, en gran medida, las lecciones que los hombres buenos han dictado a lo largo de la intrahistoria de su peripecia vital . Aparte, claro está, del ejemplo que ha significado para tantas generaciones entender cómo han ido moldeando el mundo con la mirada atenta de la tierra. O digamos, sencillamente, complicidad. El artista Antoni Miró se sitúa «ante el espejo» para hacer una clara afirmación de contrarios, o dispuesto a realizar un truco de magia elocuente : los personajes hablan en todo momento de la vida, de las infinitas vidas que la diversidad de trabajos puede llegar a satisfacer. Entonces el pintor captura el interior de las voces, las hace propias, y como que se resiente desde su enorme y frágil sensibilidad, permitiendo que, desde su exquisita materia existencial, se eleven hacia las cumbres más allá del marco de su pintura. La reverberación de la imagen, de las imágenes, es de tal magnitud que nosotros, por la mano del pintor, hacemos con ellas una comunión llena de huellas de dignidad y de querer. De puro reconocimiento por la importancia de trayectorias que nos hablan y nos dicen al oído, la última verdad en la causa indeleble de los hombres que la bondad pontifica.
Y el realismo es otra cosa a tener presente : realismo donde la neutralidad procura el beneficio de la audacia. Es decir, la apariencia externa de los personajes refleja la verdad de las conductas, pues la fotografía o el marcado impresionista, deposita las gotas precisas en el vaso del reconocimiento de los méritos contraídos.
No son, esta galería de personajes, los fantasmas que nos han venido a visitar para intimidarnos con su adustez, no. Estos personajes nos regalan, porque así lo ha querido el artista, su amorosa condición de humanidad. Y su mirada, desde el marco del cuadro, nos confirma la generosidad de la vida vivida, y nos asegura que el artista los dignifica y los alcanza con franco abrazo, trasladándonos su esperanzada labor de creativo. Al final, ha valido la pena el esfuerzo. Seguramente, incluso, se abre una vía de comunicación que garantiza la interrelación participativa entre los personajes principales y los ciudadanos que se acercan para hacer trascender, aunque sea un poco, los reflejos que la historia encomienda. Y todo con un cierto grado de silenciosa perseverancia, de logros de las voces principales, de una fragante manera de vivir en la complicidad de los dictámenes que la sabiduría procura. Una suerte para el artista, y una gran suerte para todos nosotros. Alegrémonos , pues !
Y, cuando hablamos de la representación de la moralidad, del verdadero y también real talante de los personajes, nos viene a la mente la evidencia de un comportamiento que ha crecido en las riberas de humanidad, y que bien expresa la voluntad de pertenecer a la cofradía de los hombres especiales: «el comportamiento es un espejo en el que cada uno muestra su imagen», asegura Goethe. Y entonces el artista procura poner en contacto, armónicamente, la verosimilitud entre la imagen representativa del personaje y la pietas que ilustra su trasfondo; el legado que a todos nos ha llegado, y continúa llegándonos, de un claro compromiso social que realza los méritos para la distinción. A veces, todo es cuestión de cercanías que se estructuran a lo largo de caminos que tan sólo el artista reconoce. Quizás.
Y decíamos en líneas anteriores, que quizás para el artista Antoni Miró las voces de sus personajes, y ahora también nuestros, son una especie de compañía para el aprendizaje, tan querido y estimado por el pintor , y para el crecimiento particular de su vida. De todos estos personajes, hombres y mujeres que han luchado para hacer provechosa su condición de humanidad, ya lo hemos dicho, Antoni Miró ha sacado la lección puntual que le han facilitado los tejidos de su sabiduría, o de su experiencia vital. Todo a la vez: «el consejo de un amigo es como el vino generoso en copa de oro», admite Solón. Y de generosidad, si hablamos ahora, no hay que hacer un gran esfuerzo para entender la conducta del pintor en este sentido: incluso nos regala con sus personajes su sentimiento, su particular visión del mundo y de las cosas. ¿Es posible una generosidad mayor que ésta? ¿Se puede ser más generoso que, apelando a la infinitud de su propio pensamiento, mostrarnos cuáles son los paradigmas de su condición humana? Esto sí que es generosidad, honestidad a la hora de marcar su posición individual dentro del mundo al que pertenece. El artista «ante el espejo». Otra vez. Como una constante en su obra, en ésta, y también, en las que conocemos.
Así pues, y avanzando poco a poco en esta pequeña reflexión, nos gustaría poner de manifiesto cómo los personajes que se conjugan en este verbo tan preciso como es amar, son legítima causa de la armonía del artista, porque como señala V. Hugo: «las montañas siempre han hecho la guerra en el llano.» Y los personajes que hoy viven, sí, viven, en la geografía de sus retratos, siempre han sido eficaces combatientes ante la deserción de la condición humana. Razones hay en cantidad suficiente para poner de relieve tal afirmación. Basta repasar, aunque sea un poco, la prédica que ha estado presente en la vida de nuestros personajes. Cómo han alzado la voz y han ayudado a que los demás lo hicieran, para marcar su posición ante los retos de la vida cotidiana. Y no ha sido sencillo, al contrario ha sido un muy osado posicionamiento existencial. El camino, los diversos caminos que han surcado todos ellos han conocido la huella inefable de los días de lluvia copiosa. Y el pintor con su impresionismo verosímil ha querido experimentar esto mediante el espejo de su mirada privilegiada. Como decíamos, una suerte para todos nosotros. Una gratificante experiencia que nos llega con el reconocimiento que hacemos de los trazos complejos de la historia, y de las personas que escriben gran parte de las líneas que vamos leyendo seguidamente. Con respeto. Con rigor y, claro que sí, con la ayuda que tanto agradecemos.
Y todo conduce, ahora también, a nutrir la esperanza. Ni los paradigmas, ni los caminos francos, ni las posiciones compartidas, casi nada, son posibles sin un ápice de esperanza que nos ayude a fundirnos en el espejo que la multiplicación de tan sobrecogedoras imágenes alimenta. Hombres y mujeres que primero han servido de equilibrio, después de motor para poner en marcha y mover las voluntades, y últimamente para llevar a cabo la marcha colegiada. Una estrategia que se ve reforzada al través del espejo que el artista ha pulido para construir su ámbito de modernidad. Desde el siglo V a.C., ya se hacían retratos que aparecían en las monedas de curso legal, hermanando economía, orgullo de poder y dignidades diversas. Ahora, en esta irreductible modernidad que preside la obra del artista Antoni Miró, la esperanza de algo mejor que, en buena medida, todavía queda por llegar, es un vasto territorio para construir un legado, sí, el de su ingente obra, pero también para identificar a los hombres con su identidad colectiva ; con ellos, con los hombres, también con todos aquellos que han sido guía comprometida, se afianzan: trabajo, estudio, reflexión, creatividad, civilidad al fin..., amor por la condición humana. «La esperanza es el flujo de la vida. Cuando no hay lugar para la esperanza surge la muerte », comenta Jorge Guillén. No, sin embargo, cuando hablamos de esperanza como algo sin sustancia informativa clara. Como algo que vive en las inmediaciones del conocimiento profundo de las cosas. Pero al contrario, la pensamos como la alegría que nos proporciona el disfrute anticipado del futuro. Una esperanza, ahora, que llega a ser bastante elemental para cotejar, sin reservas, los retos que la vida nos propone. Una esperanza que nos conmueve. Y como diría A. Maurois: «no basta tener espíritu. Además hay que tener suficiente espíritu para evitar tener demasiado. »Y los personajes saben, todos ellos, el significado de la palabra, o del concepto abstracto de la esperanza. No se puede comprender, ni impulsar, ni adjudicar por Real Decreto. La esperanza es, quizás, una condición para imposibilitar las renuncias. Los personajes, también la persona del pintor Antoni Miró, generan esperanza desde la vocación irrenunciable de hacer camino, y dentro de los infinitos espacios de la libertad. Y ésta sin condiciones, ni tampoco arbitrariedades justificativas de renuncia ante la exigencia de humanidad. Ahora sí, tal vez, una condición previa: condición irrenunciable filantrópica. Y todo pulido por la mano de un artista que vive veinticuatro horas sobre veinticuatro abrazado a la noble causa de la esperanza, repercutiendo en lo más íntimo de su existencia. Y como ya lo hemos señalado anteriormente, todo lo llevado a cabo en la obra de Antoni Miró, ha sido realizado con la mano y con el espíritu de la experiencia. En numerosas ocasiones convive con la trayectoria vital de los personajes que pinta, confirmando el alto grado de conocimiento que le permite adentrarse en el carácter de los seres humanos que quiere trasladarnos. Una especie de discurso narrado desde dentro, o desde el espejo, y hacia fuera; hacia la contemplación de los que estamos presentes en la sala de los milagros, donde la reverberación de la personalidad de los personajes ahora también nos identifica a todos nosotros. Porque creemos en la esperanza de un hallazgo colectivo en un universo donde la cultura, y la libertad para ejercerla, sean la fuerza motriz de nuestra condición humana: «el uso hace brillar los metales», interviene el poeta Horacio.
Lo que también miramos y reconocemos en los retratos de estos grandes personajes, es la fuerza que rezuman, admirando el ruido de los pinceles de Antoni Miró sobre los lienzos donde reescribe la historia: la pasada y la más reciente, todavía. Porque de eso también podemos hablar, aunque sea un poco, en esta reflexión que hoy hacemos de la propuesta del pintor Antoni Miró. Y adivinamos la fuerza porque ella vive en el seno de los rostros de los personajes ilustrados. La mirada eficaz del artista desvanece los peligros de la melancolía en favor de conservar la fuerza en el carácter de los retratos. La posición de los personajes se derrama hacia fuera con el fin de asegurarnos el contacto directo. El espejo donde se mira el artista acoge, también, la mirada universal de los receptores. Una suerte de metalenguaje para ganar la posibilidad de entender el origen, y los resultados de la travesía, en este tiempo milagroso de la existencia común: la sala de exposiciones, la mano previa del artista, la condición de visitantes resguardados en la intimidad de las confidencias. Y la fuerza se trasluce en la cerrada manera de exhibir el plano que reconoce el personaje, ahora pictórico. De carne viva, y de recuerdo también: «sé firme como una torre, cuya cumbre nunca se tuerce ante el embate del tiempo», nos afirma Dante Alighieri. Así, ni antes, ni ahora, ni después, el tiempo que pasa será suficiente causa para sustituir nuestros conocimientos, nuestros aprendizajes, tal como ha hecho Antoni Miró, entregas a la memoria, y ejemplos también de aquellos que han vivido, y viven, para nutrir de esforzada esperanza las horas de los hombres, en la cáustica conformidad de vivir discretos.
Sentimos, sin embargo, la necesidad de decir, bien fuerte y ahora, que vivimos una especie de gratitud interior, otorgada por la contemplación de esta espléndida galería de personajes. Por un lado porque nos reconocemos en el espejo del artista, por el otro porque nos da la voz para levantarla en franco compromiso con la historia que cada día vamos surcando: «si otorgas un beneficio, nunca lo recuerdes; si lo recibes, nunca lo olvides », y nosotros, como Quiló nos aconseja, nunca queremos, ni podemos, olvidar los beneficios recibidos por la audacia que significa la cultura en estos personajes. Su lucha merece el descanso en la mirada del pintor. Su combate, a lo largo de la vida, bien merece el recuerdo en la mirada, en el espejo de todos nosotros. Una especie de acopio convergente solidario, pero sin pífanos estridentes que salmodian falaces vanidades. Ahora, en esta galería, en este espejo que recupera la memoria discreta de los valiosos personajes que contemplamos, la música elemental de la sinceridad rebosa la curvatura mágica de nuestro querer. Antoni Miró pinta. Lo hace como quien escribe en las lustrosas páginas de un libro de historia, antiguo y moderno a la vez, para decir y comentar a los hombres que vendrán, que su tiempo, nuestro tiempo, ha sido fantástico en el cultivo de la fecunda dignidad. En el esfuerzo para construir la ciudad mágica de los prodigios: amorosa voluntad de creación y de recreación en el idioma básico y elemental de la cultura. ¿Y por qué? Pues porque: «el único deber que tenemos con la historia es reescribirla», dirá el sabio O. Wilde. Entonces Antoni Miró, haciendo valer su conciencia de «trabajador del arte», en la terca expresión de la comunicación estética, determina que su universo, se encuentra anclado entre las paredes capitales de su estudio en el Mas Sopalmo. Y vive la insistencia del menester creativo con la intensidad de la búsqueda formal de su espíritu, de su condición de humanidad, como hemos dicho líneas arriba. Y reformula cada día este valor primordial con tal de obtener, si no respuestas, al menos capacidades renovadas para hacerse de preguntas fundamentales. Sí, porque la tarea del pintor, con su aprendizaje constante, y alcanzando las voces que estructuran su propio discurso animado, se insinúa mediante un vehículo cargado de preguntas, a veces sin respuestas, pero llenas de curiosidad, y de necesidad de rendirle tributo a la voluntad de estudio: «el yo no es algo que es, sino algo que será. Es una tarea », dice Kierkegaard. Y efectivamente el yo de Antoni Miró se encuentra en estado de permanente construcción, porque su tarea, la de construir un universo, que hoy pasa por esta galería de personajes, siempre queda a fuego batiendo en largas noches de trabajo y de reflexión. Los personajes dictan consejos al oído, y el pintor les otorga el beneficio de la complicidad. También de la sonrisa irónica y del humor placentero. Como decíamos, es una suerte para el artista. Una suerte para nosotros, que miramos por los cristales de un espejo que acoge miradas, reflejando un montón de palabras irisadas.
Hay, sin embargo, una clara armonía entre la vida de los personajes que visitamos, merced a la fuerza creativa de Antoni Miró, y la propia del pintor. Podríamos intuir un común denominador: la libertad. Los unos para trabajar, a pesar de tropiezos y miserias, en el seno de una sociedad ansiosa por falta de referentes. El otro, el pintor, para acudir permanentemente hacia este valor, y que se insinúa inviolable dentro de su obra, marca inconfundible de su creatividad: por la voz que poderosa se alza entre las ruinas de mil silencios espasmódicos, y por la honestidad a la hora de proponer la evidencia de su universo formal y discursivo. Una suerte, también ahora, cuando decimos: «libertad es aquella facultad que aumenta la utilidad de todas las demás facultades», arguye I. Kant. Libertad como herramienta, donde la creatividad significa un instrumento a favor de una tan noble causa para la vida. Libertad como medio para resolver los conflictos que provoca tanto silencio cómplice. Los personajes conocen la herramienta, y han puesto los medios para hacer posible la fuerza de la esperanza que aún, ahora, vamos recordando en nuestra modesta reflexión.
Asimismo consideramos que nuestros personajes son, también, nuestros sabios. Aquellos que escriben con letras mayúsculas los misterios del profundo conocimiento: lengua, literatura, historia, política, danza, arte, compromiso social y cívico..., asuntos que nunca clausuran las puertas de la vida, pues la vida, o la existencia plena, se inscribe en los libros del querer universal: «toda la tierra se halla al alcance del sabio, pues la patria de un espíritu elevado es el universo», manifiesta, el también sabio, Demócrito. Y de espíritus elevados, de generosidades creativas, y de manifiestas fidelidades a la cultura propia y pujante, la galería de los personajes que nos ilustran está llena. Y es Antoni Miró quien habla por ellos; quien mirando el espejo anticipa las imágenes que señorean su sensibilidad, porque: «el orgullo de los grandes consiste en no hablar nunca de sí mismo», como afirma Voltaire. Pues el pintor, el artista generoso, toma la palabra, alza la voz, y por medio de un espejo inagotable de miradas infinitas, emite el juicio del afecto y del reconocimiento. Así. Porque atrás de las palabras viven los sueños. Sueños que ahuyentan monstruos inverosímiles. Sueños que abrazan causas justas para mermar la tragedia de los hombres. Y porque el sueño particulariza la realidad del artista. El sueño es propio, es placentero y es deseable. Siempre. El sueño ayuda a conciliar los días pasados, presentes y los que habrán de venir. Una especie de salvoconducto para hacer transitable la experiencia de vivir, y facilitar el dulce porvenir: «el sueño es independencia», comenta y asegura Gérard-Henry Bauer. Eleva la condición humana, observando los horizontes creativos. Y porque soñar es alimento de sabios, que bien rápidamente, cogiendo los cuernos de las dificultades, aprovechan el espolón para levantar las velas de la curiosidad. La travesía sigue atenta cuando el barco avanza por el esfuerzo comunal y: “deje que cada uno se entregue a la práctica de aquel oficio que conozca bien”, insinúa el viejo sabio Cicerón.
¿Y, para qué todo? Pues para poblar los frágiles puentes que garanticen un paso seguro, o casi, y para conducir los pasos que inevitablemente tenemos que hacer. Y el artista lo sabe bien. Ocupar puentes es, también, escuchar las voces que hablan de lealtad a los principios, con firmeza y probidad. E integrar las voces es construir imágenes, retratos si queremos, que identifiquen el orgullo y la pertenencia. O simplemente un fragmento de vida: «vivir es nacer a cada instante», proclama Erich Fromm. Antoni Miró empuja la rueda de la admiración y nos traslada la voluntad de su corpus admirativo, para hacerla bien nuestra.