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El viaje a Grecia de Antoni Miró

Jordi Botella

Cuando partas hacia Grecia has de saber que el viaje será largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. Vendrá a ser como el retorno del héroe a casa después de haber combatido a las puertas de ciudades remotas a la búsqueda del único botín que justifica la proeza: el honor de defender Grecia.

En más de un momento creerás haber errado el camino.

Naufragarás en mares procelosos, de rocas ariscas y selvas húmedas, añorando el rumor de los palacios o las intrigas de la corte. En más de un momento desearás abandonarte entre las dunas y esperar la suerte de los insectos, pero si es así siempre te sorprenderá el instante de lucidez para rascar una brizna de verdad entre la arena: Grecia. Y entonces te levantarás entre el polvo.

Nadie te impuso ninguna misión.

Entre todos los oficios escogiste uno que te exigiría sacrificio y dedicación en cuerpo y alma. Podrías haber sido el mejor herrero, capaz de calzar al galope caballos árabes. Posees la paciencia de un artesano y la disciplina de un soldado: eres el mejor anfitrión y te honras de sentar en tu mesa peones y banqueros, bailarinas y filósofos. De todos ellos has aprendido -y eso te hace un hombre tan sabio como aquellos hombres que pasean por las plazas de Grecia y discuten sobre el origen del hombre- el sentido de las cosas y la justa organización de la sociedad.

Eres un hombre libre, por eso amas Grecia y vuelves a ella.

Vuelves siempre aunque atravieses penínsulas volcánicas y desiertos. Vuelves algunas veces cabizbajo. No por la derrota, sino por la ingratitud: te ahorras, eso sí, el reproche. La fama de sus gestas no la proclama ningún panegírico. La gloria no está grabada nunca en el mármol de los templos. El héroe vive en la memoria de los hombres y en el ejemplo de su virtud por convertir en cosa de todos aquello que es oficio de pocos: el arte de ser digno.

Lejos de los ídolos no eres el héroe a quien consagran los altares de los fariseos.

Tampoco los mercaderes no levantarán tu estatua sobre un zócalo de oro. No has sido nunca complaciente con las castas ni has acatado la voz oscura de los oráculos. Has preferido lanzarte al mar, al frente de las naves cóncavas, siempre dispuesto a comprometerte en todo combate que tenga como único reclamo la defensa de Grecia.

Grecia es la libertad frente a los caprichos de los mandarines.

Grecia es la plaza pública donde la libertad de ser hombre está por encima de la zozobra del súbdito. La plaza pública donde la voz del individuo no calla delante los alaridos del poder. Grecia es la mujer que desafía las leyes arbitrarias del déspota y entierra su hermano.

Frente a los guerreros persas o los feroces anibios aceptas un destino que no está escrito en las tripas de las bestias sacrificadas.

Tu destino está cifrado en el humo de las hogueras que se levantan en los campos de batalla. En la primera línea de fuego la vanguardia no descansa. Sabe que detrás, bajo la tiendas de color púrpura, duerme la infantería que tendrá que plantar la bandera sobre la tierra conquistada. Tu destino obtiene el valor del riesgo, el instante del cuerpo a cuerpo, cuchillo, lanza y escudo. Tu riesgo obtiene el valor del presente.

Los dioses están bien lejos, viajero.

El paraíso está poblado por hombres y mujeres, músculo y sudor: la eternidad en el latido de los corazones. El paraíso se levanta sobre la arcilla y nosotros somos la arcilla: la felicidad bajo las venas y la tragedia en la mirada. Nosotros somos los dioses de un templo que se alza sobres los pies y corona nuestra cabeza. Porque hemos aprendido de Grecia que la voluntad estimula la conducta, el error y el acierto mientras los dioses se resguardan juguetones entre capiteles corintios sin osar intervenir en nuestros actos. Este es el precio de la libertad. Y tú eres un hombre libre.

Tu vida cifra la épica en el viaje, la lírica en el pincel y el drama en cada hombre y cada mujer con quienes te has encontrado.

Épica, lírica y drama, los tres dibujan el archipiélago moral donde cada uno de nosotros desearía existir. Cerca de un puerto, sin saber si partimos o volvemos de un largo viaje. Poseedores de un arte válido tanto para el dominio de las velas como para encontrar el alma de la piedra. Épica, lírica y drama: vivir con el fuego de sentirnos mortales.

El futuro bulle en nuestra sangre, no en el brillo de las estrellas.

El horizonte no impone límites: a tu espalda la áspera tierra macedonia, al frente el agua azul de Asia Menor, de Alejandría de Etruria. El hombre es la medida de todas las cosas: la altura incandescente del olivo, el ladrillo de una columna y el vuelo de la Victoria de Samotracia. El horizonte se encuentra en el infinito siberiano y en la copa de vino tinto con que celebras el nacimiento de cada día. El horizonte es tu mano alzada antes de rascar la piedra, antes de sujetar el timón, antes de dibujar los cuerpos, antes de blandir la espada para defender Grecia cerca del paso de las Termópilas. El futuro es tu mano.

Los bárbaros.

Los bárbaros no visten jubones de harpillera ni hablan idiomas extraños. Viven en tu casa y se te parecen a ti: endulzan con veneno el mensaje de los oligarcas. Bajo el pretexto del enemigo exterior esposan la ciudadanía. Los tienes bien cerca de ti ofreciendo sacrificios a cambio de espías. Delatan poetas y marineros. Por eso esperan tu vuelta entonando salmos escritos por la envidia y la mediocridad. No te espera Grecia, amigo, te esperan las boñigas a la puerta del matadero.

Vivir es una práctica atlética.

Pero nunca un ejercicio gratuito. El lanzador de disco, obligado a quemar todos los esfuerzos de muchos años en un solo gesto, no duda en su decisión. La suma del músculo y la inteligencia es el prodigio de los hombres, no por el dominio de la naturaleza, sino por el reto a los dioses que someten con mandamientos y privilegios. Tú eres un atleta. Para ti la naturaleza no es un adversario: la observas y aprendes a ser como ella –dúctil y feroz, ecuánime y efímera. Tus manos son como sarmientos en el otoño y racimos en verano. Es probable que los dioses vigilen detrás de la colina cubiertos con pámpanos. Tú, sin embargo, te quedas cerca de los vendimiadores, arrodillado bajo las parras de sol a sol. Como un atleta.

¿Dónde está Grecia?

Tu viaje no exige más bitácora que la voluntad por llegar. Llevas su mapa trazado en tu cerebro. Por eso en la arena de todas las playas donde naufragas siempre perfilas con los dedos las formas de su geografía. Los puntos cardinales son la democracia hacia levante, el coraje en el norte, el cuerpo hacia poniente y el deseo en el sur. Los cuatro conforman la Grecia que se extiende por los atlas como el imperio del sentido común.

Grecia somos tú, yo y todos nosotros.

La suma de arcilla y sangre, el reto a la providencia y al sátrapa. Grecia es la conquista de un territorio sometido por pantanos lóbregos donde la humanidad se hunde a cada paso. La patria donde la voluntad siempre gana a la resignación y el orgullo ondea por encima de los buitres.