Vivace, de Antoni Miró. Saludo de una nueva serie
Jordi Botella
I
Es obvio que toda creación artística se mueve por un impulso, un empuje, un golpe de timón que actúa enérgicamente sobre nuestra existencia y nos obliga a ejecutar determinadas acciones. Otras veces este zarandeo que nos remueve de repente produce una reacción contraria: para el impulso y acto seguido lo adiestra. Como si nos diera miedo dar un paso adelante, preferimos reconcentrarnos.
En medio de este tira y afloja la obra de arte parece un juguete entre las manos de dos niños, uno de ellos nervioso por apropiársela, y el otro desasosegado a base de mirarla.
Estos dos tipos de artista se parecen a lo que decía Julio Cortázar respecto a las diferentes actitudes que adoptan los escritores frente a la novela y el cuento. Cortázar decía del primero, empleando un símil boxístico, que acababa ganando por puntos, y del segundo que vencía al contrario por KO.
El creador tornillo se espera a “verlas venir” y vence al monstruo, que en forma de obra de arte lo marea día y noche, dejando que él mismo se agote, abandone el combate o se rinda ante la constancia del artista para sacarle todo el jugo posible.
El creador serpiente, en cambio, y pese a ser tan catacaldos como el tornillo, acorta el combate y consecuentemente la agonía del contrario. Sin embargo, mientras el creador tornillo se ensaña con la obra de arte hasta llegar al tuétano, el creador serpiente, si bien hace diana antes, a veces se encuentra con fieras tan traicioneras como el zorro que, fingiéndose muerto, esparce el piojo en un descuido del creador.
Antoni Miró es uno de los pocos pintores capaces de alternar una creación reflexiva y contenida con una creación espoleada por el impacto inmediato. La tenacidad del tornillo y el efecto de la serpiente.
A lo largo de su trayectoria, Antoni Miró ha sabido compaginar ambas posibilidades. Gracias a una clara voluntad de “servicio público” en forma de denuncia, reflexión irónica sobre el arte o compromiso con la estrujada historia y la aguada lengua de nuestro país.
Junto con otros artistas, Antoni Miró ha sabido demostrar que la belleza no era irreconciliable con el despropósito oportuno, y que si la cultura debía llegar a grandes sectores de la población no era para hacer del arte unas mantillas sino un placer al que tienen derecho todas las personas.
II
Mi saludo a la serie emprendida por Antoni Miró bajo el lema Vivace va dirigido a todos los creadores que a finales del siglo apuestan por la vida. A pesar de todo, claro. A pesar de los cadáveres que arrastramos en los hombros y los títeres que nos consuelan con pilma de progreso, consumo y todas las maravillas de un estado de benditos. A pesar de todo esto, todavía sirve una carta en la manga. Quizás porque después de ver cómo desaparecen los dioses y los paraísos, nos ha llegado la hora de proclamar el estado de la inocencia.
Desprovistos de cualquier dogma, los artistas -y lo que es más importante, los ciudadanos- a estas alturas se cotejan en la creación, y en la vida, con un solo bagaje: ellos mismos y su propio lenguaje. En una circunstancia como la actual en la que ya no nos valen de nada las coartadas, los creadores ya no pueden confiar en que un guiño de ojo al espectador vaya a aclarar un mensaje que la propia obra no resuelve. La rosa no necesita de ningún soneto para ser más perfecta.
Con la serie Vivace de Antoni Miró tenemos una prueba de esta nueva actitud. Porque el pintor alcoyano, tras recorrer caminos que hacían prevalecer la reflexión sobre la pasión y el sarcasmo sobre la espontaneidad, vuelve a sus orígenes sin perder el oficio ganado lienzo а lienzo. Quema las naves y sale nadando, pero con más vigor que antes.
Habituados como estábamos a su voluntad cartesiana de agotar un tema hasta sus últimas posibilidades -sea contenido social, nacionalista o meta-artístico...- y a una expresividad cerrada en sus propias referencias, Vivace representa un fuerte soplo en la obra de Antoni Miró. Hay una “exteriorización” por la que toda la energía que antes permanecía encorsetada por unos motivos que se remitían ellos mismos, sale fuera del cuadro a fin de retornar a su punto de origen: la realidad y no la obra de arte.
Su obra anterior, como un pez que se muerde la cola, gira alrededor de unos círculos concéntricos sobre los que la mirada del espectador actuaba como el efecto de una piedra sobre el estanque. Como un preciso artefacto de relojería, con la mirada se movían toda una cadena de mecanismos que alcanzaban sentido para la asociación de ideas que despertaban. Así, de repente, Las lanzas de Velázquez eran la humillación de los catalanes ante el poder español, o encima de la cabeza de Espriu se amontonaban las dramáticas figuras del Guernica en un connubio de la guerra terrible y el pacífico deseo de vivir, como decía el poeta, “eternamente en el orden y en la paz, en el trabajo, en la difícil y merecida libertad”.
Todo este esfuerzo de síntesis y concentración respondía a una “interiorización” por la que la obra de arte restaba subordinada hacia una postura crítica respecto a nuestra historia, artística o política. Con la serie Vivace no desaparece este tono revulsivo que antes quedaba más explícito. Más bien ahora deja el campo libre a la mirada de los otros de manera que, sin renunciar a la voluntad crítica que siempre ha caracterizado la obra de Antoni Miró, el contenido de la obra no deberá remitirse a otros motivos -en un círculo peligroso que a la larga podría convertirse en un callejón sin salida para el pintor- producto de la cultura, sino de la imaginación o la experiencia de los ojos que la miran.
Así pues, observaremos que en ese “deseo total” de ahora, abierto y sin ningún tipo de prejuicio, ya no tendrán sólo cabida las reflexiones estrictamente artísticas o políticas. Restándole didactismo a su obra, Antoni Miró no da la espalda al compromiso que había empapado su trayectoria, por el contrario lo multiplica. Porque, por encima de la urgencia del periodo anterior, late ahora la necesidad de ir más allá, trascender la inmediatez y tocar fondo. Como si para beberse de verdad el mundo real se hubiera sumergido por completo y, tras conocer los límites, volviera a la superficie.
El compromiso, pues, ya no queda establecido “a priori”, ni incurso en lema. Con Vivace se adentra, con gran riesgo, en un territorio vago y a la vez más concreto que en todas las series anteriores, posiblemente más coherentes pero también más herméticas por su subordinación con un mensaje previo.
El compromiso ya no afectará sólo una parcela -artística, nacional o ideológica- sino una totalidad. Ya no quedará registrado en un marco de complicidades sino en un universo libre. No exigirá una reflexión sobre la historia, la cultura o la política para que estas tres armatostes -sólo válidas para taxidermistas- con su tiniebla de sacristía no dejen ver las cosas de la vida. Después de todo, el verdadero compromiso.
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