A Antoni Miró
Ernest Contreras
Una visión, digamos, cronológica, de los trabajos artísticos de Antoni Miró, puede conducir, me parece, a una interpretación errónea de su “sentido” artístico, de su significación estética y ética ante las contradicciones, las luchas y las búsquedas del arte de nuestros días. En primer lugar, existe el peligro de confundir la libertad reflexiva de sus experiencias –pinturas y esculturas– con la inseguridad o quizá el mimetismo que tan a menudo encontramos en el trabajo de los jóvenes. O, por el otro lado, el talante inconformista con el que Antoni Miró renuncia a la consagrada ley comercial del “made of” que llaman “personalidad”, con –y ya es irónico– una supuesta falta de unidad ideológica en sus productos artísticos.
El peligro –o los peligros– se alejan pronto, tan solo con que el contemplador de las obras de Antoni Miró se adentre, concluyendo la primera parte del espectáculo estético –la puramente visual, la que se quema entre los ojos que miran y las materias estructuradas en la obra–, en las motivaciones y las intenciones del artista. Verá, entonces, un puñado muy concreto de hechos que se mantienen, firmemente, a todo lo largo del camino pisado, hasta hora, por Antoni Miró: fidelidades –una muestra no tan marginal como puede parecer, es la dedicación de la exposición a Salvador Espriu– y repulsas, dudad y afirmaciones son, siempre, los mismos, la misma, siempre, su finalidad: el hombre y todo lo que es del hombre –a veces, y muchas, para mal– se nos ofrece, con fuerza solidaria, más allá de los papeles, los lienzos, los hierros, los colores…