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Por un realismo necesario

Ernest Contreras

No deja de ser curioso que, en el conjunto de los comportamientos artísticos que han ido escoltando la historia de los hombres, sea precisamente el "realismo" lo que nos parece dotado de mayor resistencia al desgaste del tiempo. Ninguna otra denominación -salvo, en algunos casos, de la abstracción geométrica- no ha servido, como el realismo, tanto para subrayar determinados aspectos culturales de nuestros antecesores cavernarios, como para avalar las más espectaculares operaciones comerciales de nuestros días, la lo que, además de curiosidad, produce una cierta sospecha, la sospecha -que las conocidas manipulaciones a las que ha sido sometido el término hacen muy sugestiva, aun divertida- que este tipo de inmortalidad sea sinónima de inanición, que "realismo "sea un signo lingüístico vacío, en estado permanente de disponibilidad semántica.

Es evidente que una tal sospecha no puede prosperar fuera del juego de las ironías. Esto que llaman el testimonio de los tiempos nos demuestra que el realismo ha sido desde sus inicios, el resultado plástico de una constante y única prurito del hombre para aprehender la realidad, para conocerla y dominarla; su tenaz presencia -como protagonista admirado en ocasiones, como antagonista execrado las más- en la ya larga historia de las cuestiones artísticas, su vigencia a través de épocas y gustos, parece confirmar que por medio del realismo se manifiesta algún tipo de necesidad consustancial con la devenir del ser humano, con el desarrollo de sus otras necesidades, más allá de cualquier función lúdica y marginal.

Que el realismo manifieste una necesidad humana, histórica, viene a contradecir la definición académica que ya denominación hemos heredado, aceptar que el realismo sea un sistema estético cuyo objetivo es la imitación de la naturaleza, nos resulta ya imposible. El espejo que recorre el camino ha mostrado ya sus imperfecciones funcionales, su incapacidad para la imitación, simplemente trasladarlo al baño, candorosamente, siguiendo la indicación de Gombrich, para constatarlo. Ni el ojo humano mismo ha podido rehuir la acusación de parcialidad, y ya se sabe que el juicio de la ciencia, las investigaciones de la psicología, han demostrado su culpabilidad y desenmascarado sus cómplices: la experiencia y las creencias, los condicionamientos sociales, las necesidades de la historia. La imitación es un engaño, y además, el modelo propuesto por la preceptiva tradicional ha perdido sus atractivos. Aparte que, puestos a imitar, "el arte ha preferido siempre imitar a sí mismo.

Y es a partir de ahí, precisamente, que comienza por el realismo su terreno adecuado, su nueva patria. Aunque no me atrevo decir, y menos en estos momentos que sea un terreno propicio, de fácil andadura, la imposibilidad de la imitación, la constatada infidelidad de los instrumentos de la percepción. Plantea en nuevos términos el viejo desafío de la realidad: ya no se trata de asumir, objetivándose los, el combate diario para la supervivencia y el incomprensible espectáculo de la vida, de recrear el espacio para aprehenderlo en la conciencia, sino de clarificar las causas reales de nuestras propias limitaciones, de nuestros propios condicionamientos. Bien que podría ser el mismo, al igual que siempre -desde las grutas prehistóricas hasta ayer- salvo la presencia de la libertad. En efecto, el realismo ha venido a significar, para la particular historia del arte, el nexo permanente entre la actividad artística y la sociedad, una constante voluntad participadora, tanto si se trataba de obtener el alimento como de configurar un nuevo orden social. Que esta voluntad se haya manifestado con mayor firmeza precisamente en las épocas históricamente críticas, resulta, más que una coincidencia, una confirmación cualitativa de la naturaleza necesaria del realismo. La novedad, ahora, se basa en que esta "naturaleza necesaria" ha atravesado los puros límites de la intuición -por la que el arte es el instrumento o método cognoscitivo, quizás diferentes al científico, aun pre-lógico- y se ha asentado en el dominio de la conciencia. Se ha convertido en libertad, en el sentido más riguroso del término, lo que implica el riesgo de perder de alguna manera las que el término amparo con mayor rigor ideológico. Pero no es este el único riesgo presumible.

La naturaleza misma del realismo implica otros riesgos, ya que el realismo es, más que una formulación estética -aunque lo eluda y esta es otra cuestión- un comportamiento social, y también artístico asumido por unos hombres cuya actividad, dentro de la división social del trabajo, es el arte, o lo que llamamos arte. Y ya que esta actividad ética conlleva el proyecto de asumir la realidad activamente, es decir, como materia en transformación, con su necesidad de cambio, el realismo no puede eludir en sí mismo las contradicciones de la realidad, aun su propia y dialéctica negación. Riesgo y mérito del realismo, porque es consecuencia de su propia voluntad de cambio. Como sucede con otras muchas actividades sociales o, para ser más exactos, con la gran mayoría de las actividades sociales. Estamos ante un realismo necesario. Despojada la denominación de sus gangas y disfraces, siempre convincentemente gratas, el realismo que nos interesa no puede plantearse como una alternativa amable a la realidad, sino como la imagen veraz, por parcial, de esa realidad: negación y estímulo, acusación y proyecto, aunque para conseguirlo, este realismo necesario deba salir al campo de la batalla, a la sociedad mostrando distintos apellidos y apodos. Términos como "social", "realidad", "Crónica", etc., podrán ser, aplicando el máximo rigor lingüístico, innecesarios. Pero vivimos en una sociedad conflictiva como pocas y bueno es, aunque aplicando redundancias, evitar los equívocos.