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Los ojos de los puentes de Alcoi... nos miran siempre

Romà de la Calle

En el considerable repertorio iconográfico –que sistematiza el conjunto de las numerosas imágenes que habitan selectivamente las pinturas del alcoyano Antoni Miró–, los temas relativos a las arquitecturas y los puentes constituyen un caracterizado subconjunto, que sólo recientemente ha merecido, de forma intensa y monográfica, el particularizado interés de su autor.

De hecho, teniendo en cuenta sus trabajos, abordados cronológicamente en series, no es nuevo que Antoni Miró se sienta atraído por los edificios emblemáticos, que definen la fisonomía de las ciudades; seducido por las fábricas y sus chimeneas, que subrayan las actividades industriales de sus habitantes; por los monumentos más destacados, que reescriben las pautas y los ritmos de nuestra historia; y también por la trama diferenciada de los numerosos puentes, que, con su eficaz entramado, aseguran la comunicación y los intercambios urbanos, fundamentales en el desarrollo y la consolidación de la supervivencia y del progreso colectivo.

A decir verdad, la referencia apelativa en Alcoy como “la ciudad de los puentes” nunca ha sido efectivamente gratuita. Instalada, desde la opción histórica inicial, de siglos, en una difícil y escarpada orografía, ha tenido que salvaguardar y adecuar estos obstáculos y convertirlos en rasgos propios, a base de imaginación, de esfuerzo y de cálculo.

Aún recuerdo, en mi infancia, cuando hablábamos –con total normalidad y frecuencia, programando actividades, entre los amigos– de “dar la vuelta a los puentes”. Lo hacíamos, sin duda, con la intención explícita de asegurarnos –en este considerable paseo– la superación del efectivo recorrido intraurbano, convertido en compartido y saludable costumbre. Aquel circuito de conversaciones, bromas y recesiones articulaba aprovechando la existencia del complejo y zigzagueante transcurso de las aguas fluviales, por los profundos desniveles orográficos existentes, definiendo con ello el perfil complejo de la ciudad, instalada entre barrancos, pendientes, contrafuertes, colinas y, sobre todo, una serie de puentes. Rodeados de montañas.

Tampoco puedo olvidar el prurito personal que me llevaba, en paralelo, con otros amigos y colegas, a mostrar que conocía y diferenciaba –como nota de perfecta integración en el medio sociocultural del entorno– el trazado y la localización respectiva de los tres afluentes del río Serpis: el Riquer, el Benissaidó y el Molinar. Solía hacerlo, sobre todo, cuando paseábamos, manteníamos caminatas de ejercicio o inventábamos excursiones, a modo de aventuras calculadas, a caballo siempre entre el conocimiento del medio, el recreo primaveral y las experiencias de resistencia, compartidas en explícita solidaridad.

Por cierto, en estas rutas y planificaciones de mayor alcance, nunca estaban tampoco ausentes los puentes, con su omnipresencia, pregnancia, identidad y poder visual respectivos, sobre el característico paisaje del entorno. También nos atraían sus particulares leyendas, que siempre alguien repetía, como en secreto, en cruzarlos, bien fuera por encima, para disfrutar del marco circundante, o por debajo, para explorar otros riesgos. Dos mundos, por tanto, abiertos los dos a los respectivos entornos, pero sumamente diferentes.

Sin duda, el mismo Antoni Miró, al abordar la ejecución de esta jugosa serie pictórica, debe haber activado –volens nolens– su memoria emotiva personal de aquellos tiempos lejanos de posguerra, cuando los puentes, con su potencia y rotundidad visual, eran fácilmente protagonistas, casi obligados, de nuestra existencia cotidiana y también de nuestros descubrimientos viajeros colectivos.

De hecho, se podría vincular este amplio conjunto de trabajos recientes –“De Ponts & Arquitectures”, De puentes & Arquitecturas– con otra serie su bien sugerente, anterior, de obras pictóricas, titulada estrictamente “Ciutats” (Ciudades), en la medida que, sin duda, puede generarse un sólido diálogo integrador, entre ambas propuestas tipológicas. Comoquiera que, a nuestro juicio, no sería nada difícil, de manera estratégica, confrontar, alternativamente, esas respectivas exposiciones, con las posibles interpretaciones y relecturas cruzadas, que de estas se derivan. Un ejercicio crítico-hermenéutico.

Al fin y al cabo, los posibles estudios de las diferentes trayectorias de nuestros artistas contemporáneos, siempre acaban exigiendo que, de manera arborescente, introduzca algún orden sutilmente didáctico en la génesis gradual de sus producciones. Y, por cierto, la metodología “en series” suele ser francamente eficaz y elocuente, como recurso analítico, descriptivo y de contextualización explicativa. En eso estamos ahora.

La ciudad de Alcoy, por tanto, es asumida, en esta ocasión, como horizonte de unificación referencial y como dominio selectivo de elementos arquitectónicos y/o de alta ingeniería, de cara a una muestra artística dual, planteada entre Miquel Navarro (Mislata, 1945) & Antoni Miró (Alcoi, 1944). Cada uno de ellos participa con sus obsesiones y preferencias temáticas respectivas, con sus lenguajes artísticos bastante consolidados y con sus itinerarios vitales de respectiva madurez. Quizás, una oportunidad especial para los visitantes de esta exposición.

Entre chimeneas y puentes transcurrirá, prioritariamente, el encuentro coyuntural y la oferta plástica propiciada, en este caso, desde sus diacronías artísticas correspondientes. Eso sí, siempre con Alcoy al fondo, asumido como árbitro de inolvidables sugerencias industriales y como horizonte silencioso de posibilidades estéticas de relecturas múltiples.

He vuelto a ver las propuestas de Antonio Miró, con quien viaje, entrelazado, en esta experiencia amistosa, al igual que Miquel Navarro hace lo mismo, acompañado por el profesor Fernando Castro a su lado. Dos artistas y dos profesores de filosofía aplicada al hecho artístico contemporáneo, mano a mano. Amicis denique hora, decían acertadamente nuestros antepasados, los latinos. En efecto, “para atender a los amigos cualquier momento es bueno”.

Constate que son prioritariamente los puentes, como ya habrá podido inferirse, los elementos fetiche que, convertidos en documentados recuerdos, predominan en la muestra, por nuestra parte, y, como la magdalena de Proust, me atraen arrastrándome hacia la memoria del tiempo pasado. Por otra parte, conociendo “las ciudades” del escultor Miquel Navarro y sus persistentes raíces fabriles, apueste por el hecho de que las emblemáticas e inolvidables chimeneas, los conjuntos industriales, destacarán fuerza en sus trabajos.

Curiosamente, las estrategias compositivas, ejercidas por Antoni Miró, en estas pinturas, se concentran, generalmente, en dos de los extremos, perceptivamente más eficaces. Unas veces, los puentes son contemplados, desde abajo, a vista de hormiga, propiciando a uno de los enfoques más extrañamente impactantes, en reforzarse, incluso, las expectativas del contemplador de las obras, que no siempre debe haber experimentado, precisamente, con anterioridad, este marcado enfoque en la realidad misma, desde los barrancos.

De hecho, como usuario efectivo de estos puentes, durante años, de mi vida alcoyana, su visión estandarizada –mantenida en mi recuerdo– no era precisamente esa, sino justamente la inversa, que me esforzaba en alcanzar, quizás seducido secretamente por la presencia del abismo, bajo mis pies. Aquella visión inversa, desde el puente, en atravesarlo, se asociaba al vértigo, que el cine se encargó, además, de transformar en inolvidable experiencia de cultura. Pero no he encontrado esta versión soñada, de la conciencia inducida del poder del vacío, en los cuadros pertenecientes a la muestra.

Otras veces, los puentes de Alcoy, hechos ahora mirada pictórica, se nos presentan en la imperante y generalizada composición de la perspectiva frontal, que tantas veces hemos contemplado, al abrir las ventanas y registrar el paisaje, desde casa. Bien estén resueltas, estas panorámicas, en una impactante totalidad de la posible observación unitaria o bien en una fragmentación geométrica, estudiadamente seccionada, por partes, en cada pilastra, cada arcada, cada contrafuerte o cada luna aislada, convertidas, todas ellas, en leitmotiv de la cuidada propuesta pictórica respectiva.

En realidad, esta última opción –más allá de su obligada rotundidad geométrica– ha sido muy asumida también, y se ha conectado al hilo de la experimentalidad buscada, en cada caso, por Antoni Miró. Ha sabido, estratégicamente, potenciar juegos cromáticos alternativos, recogidos incluso en los títulos de las obras, o introducir, como procedimiento emergente, collages concretos, formados por palabras o por trazos superpuestos. Contrapuntos significativos, todos estos, de variación estética rastreada, que destacan sutilmente en esta serie de proyectos enlazados siempre, en la memoria urbana de la ciudad vivida.

En reiterar mis visitas a estos cuadros –como hago siempre que escribo, postulando, primeramente, posibles experiencias estéticas personales y, después, los fundamentos adecuados para dar solidez a mis textos posteriores–, hay constate el homenaje, calculado silenciosamente, en favor de la arquitectura, de la ingeniería y de la ciudad, que ha acogido históricamente estas construcciones, como medio resolutivo y determinante. Un reconocimiento efectuado con cuidada agudeza, por el artista alcoyano, que se materializa abiertamente en esta concreta ocasión.

Homenaje, por tanto, a la urbe testimonial, mostrada arquitectónicamente y constructivamente, en radical e inquietante soledad. De hecho, en las imágenes están radicalmente ausentes los ciudadanos que, de manera cotidiana, cruzan el conjunto de puentes. Los ciudadanos anónimos que los ven, veneran y admiran, que viven anónimamente a su lado, debajo de su definitiva colaboración funcional y, sin olvidar, el siempre potente simbolismo de su historia.

La civitas duerme. Pero sabemos que está también aquí, detrás de la escena ahora representada, con sus ambiciones de supervivencia, con sus indignaciones compartidas y con las secretas esperanzas compensatorias. Justamente es ese homenaje monográfico, que de forma específica protagoniza la muestra, lo que nos hace pensar en todo lo que se encuentra testimonialmente al acecho, fuera de campo.

Pero esa es una de las experimentadas estrategias de concienciación que, en paralelo, comportan los recursos comprometidos por Antoni Miró, en sus acciones pictóricas: concentrarse selectivamente en una opción determinada y restringir las otras cosas como resto eliminable. Sirva de ejemplo –justamente al revés de lo que argumentamos en esta ocasión– la serie “Mani-Festa” (Mani-Fiesta), con sus intensas lecturas cruzadas, donde es precisamente la Civitas la que, en un radical juego retórico de eliminación visual, se desprende de la presencia espacial de la Urbe, para reforzar semánticamente sus objetivos explícitos de directa protesta ciudadana.

Nunca la sintaxis de los cuadros nos es ajena a los objetivos determinantes de la significación, emergente, pari passu, en las lecturas calculadas de las obras. Y, en esta ocasión, las obsesiones conocidas –que Antoni Miró mantiene en sus “poéticas” constructivas, gestadas y sujetos entre las paredes del Sopalmo– por la explicitación de los detalles y contrastes, por la limpia simplificación de sus recursos geométricos, por la solidez de sus formas, por las tensiones cromáticas imperantes y por la rotundidad de sus estructuras, han concitado, globalmente, para convertirse en claves directas y eficientes del homenaje afectivo –que se ha comentado en “ la ciudad de los puentes”.

No se trata tampoco de que en esta muestra faltan, asimismo, por parte de las obras aportadas por Miró, otras arquitecturas y otros edificios de la ciudad, respecto de los cuales ya ha demostrado, otras veces y en diferentes series de trabajos anteriores, las sus predilecciones escenográficas, que complementan, un poco, esa opción profunda y sinceramente memorialística, mostrada por los edificios y las construcciones más característicos de Alcoy.

Aquí están también –lo reitere– secretamente referenciados, metonímicamente, entre bambalinas y detrás del escenario de las representaciones futuras, la ciudad y sus calles, las personas y sus aspiraciones, la historia y sus consecuencias, porque la parte explicitada, concretamente, en las obras pictóricas actuales –Puentes y arquitecturas– apuntan también, aunque sea secretamente, hacia la existencia de ese todo unitario, que pragmáticamente siempre conlleva la vida ciudadana. Se trata de una señal retórico además, que la muestra propicia, mientras permanecen entre paréntesis, estas imágenes de la memoria, en espera de la actividad pertinente, propia de la mirada imaginativa del visitante.

De hecho –insistimos–, ésta ha sido siempre una de las claves definitorias del lenguaje plástico de Antoni Miró. Se trata de ir analizando/referenciando la realidad circundante, por fragmentos detalladamente estudiados y sopesados, extraídos siempre de la vida misma, ordenados, intensificados y deconstruidos en la muestra artística, para potenciar, aún más, su posible eficacia comunicativa.

¿No es ésta, en igualdad de estrategias, la fórmula aplicable, incluso paralelamente, a su entorno vital propio? La ordenación sistematizada de toda complejidad –hasta programarla en sus mínimos elementos seriales, definidos singularmente– domina por completo y se hace más que evidente, incluso, en su taller y en su estudio, en las series de sus obras y en sus proyectos, en su mirada interrogativa y solicitando... y, tal vez, también, en sus sueños y recuerdos.

Felix aestheticus... Se dice de aquel que sabe operativamente integrar la actividad de la razón y el alcance de la responsabilidad, con la sutileza de la sensibilidad.