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La memoria visual de una tradición cultural viva: el Tribunal de las Aguas

Romà de la Calle

Hay temas, eventos y tradiciones tan enraizados en la vida cotidiana que pueden, de pleno, llegar a identificarse y a formar parte sustancial de ella y de su contextualidad imaginaria.

En tal situación –como determinante prueba de constatación– el intervencionismo selectivo de la interdisciplinaridad/intertextualidad artística, múltiple y poliforme, pronto acude a completar, con su revulsivo quehacer, la consagrada ratificación estética y simbólica, entrando así a incrementar su documentado estatus representativo, deviniendo parte imprescindible de su incrementada memoria visual y literaria.

Tal ha sucedido, en su diacronía, con el valenciano Tribunal de las Aguas, institución de dilatado recorrido histórico, asumida testimonial y metonímicamente como memorable imagen de una tradición cultural, viva y consuetudinaria. Entidad vinculada, concretamente, como es bien sabido, a la administración de justicia y a las ejemplarizantes funciones de un gobierno autogestionario, referente no solo al uso y aprovechamiento de las aguas de riego, sino también a la red de acequias y turnos de repartición, con el plexo de los posibles conflictos, diatribas y enfrentamientos derivados de la compleja interacción social y material que todo ese engranaje socio-económico-cultural conlleva.

Las artes, fundadas, a menudo, en ese suelo nutricio de la historia y en el orgullo originario de la excepcionalidad identitaria, no han dejado, pues, de documentar –a través de su imaginación reproductiva, de sus singulares recursos plásticos, así como de los diversificados procedimientos figurativos empleados– toda una serie de composiciones escenográficas, de especial fuerza narrativa y sobrevenidas connotaciones en torno al paradigmático tema.

Recordemos, escalonadamente, a modo de estricto y oportuno ejemplo, algunos de tales aportes históricos en torno al Tribunal de las Aguas. Desde los grabados de Gustavo Doré (1832-1883) a las pinturas de Bernardo Ferrándiz (1835-1885), desde la novela La barraca de Blasco Ibáñez (1867-1928) a los grabados y acuarelas de Ernesto Furió (1902-1995).

Sin olvidar tampoco, en esta cadena de destacados efectos, la serie conformada por la numerosísima literatura de viajes que, al recalar sus autores en estas tierras –atraídos, siglo tras siglo, por la poderosa llamada de la voz del sur–, se convirtieron en caja de resonancia y testimonio directo de tan excepcional y originario evento, obligadamente rememorado en su correspondencia, apuntes, estudios y memorias.

Hay que aceptar que, desde el reciente reconocimiento de la prestigiosa institución por parte de la unesco –como muestra fehaciente de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, el 30 de septiembre del 2009–, no se había arbitrado una serie tan amplia y sistemática de pinturas y obra gráfica, planificada en torno a una cadena de acciones expositivas, como la que ahora ha generado la intensa y programada actividad artística de Antoni Miró (Alcoi, 1944), documentando, a través de su oportuna producción, el contexto físico, social y cultural de dicho Tribunal, que –cabe recordar– ya en el año 2006 había sido designado como Bien de Interés Cultural (BIC) por parte de la Generalitat Valenciana en su tarea de refuerzo axiológico respecto a nuestros fondos históricos, materiales e inmateriales.

¿Qué objetivos conllevaba, por parte de la unesco, dicho nombramiento? En realidad, la norma internacional y el programa propiciado se fundan, históricamente, en torno a cuatro ejes básicos que devienen, a su vez, objetivos de la estrategia nominativa: “a) salvaguardar el patrimonio cultural inmaterial; b) garantizar el respeto del patrimonio cultural inmaterial por parte de las comunidades, los grupos e individuos interesados; c) sensibilizar sobre la importancia del patrimonio cultural inmaterial tanto en el plano local como en el nacional e internacional y fomentar su conocimiento recíproco; y d) finalmente, establecer también una estrecha cooperación, proporcionando asistencia y respaldo, a nivel internacional”.

Este Patrimonio Cultural Inmaterial, que se transmite diacrónicamente de generación en generación, es recreado/mantenido constantemente por las comunidades y grupos, en función de su entorno y en estrecha interacción con la naturaleza y su historia. Sin duda, es un recurso básico para infundir en los ciudadanos un sentimiento de identidad personal y colectiva, así como para asegurar la persistencia de un testimonio de continuidad y de memoria compartida, contribuyendo, de esta forma, a promover el necesario respeto a la diversidad cultural y a la sostenida creatividad humana.

Justamente, la decisión artística de Antoni Miró se mantiene, en este sentido, en línea con su dilatada trayectoria, de evidente intervencionismo cultural, en pleno enlace habitual con sus numerosas propuestas documentalistas, estrechamente unidas a la contextualización/recuperación de los hechos históricos vividos.

Sin duda, se trata de una manera efectiva de volver la mirada hacia el territorio, de inculcar la sensibilidad ambiental y la responsabilidad colectiva, de facilitar el reencuentro del ciudadano con su propio paisaje y remover, si cabe, el trasfondo del imaginario colectivo, devolviendo/incrementando, en la medida posible, el afecto compartido por la tierra.

Persistente y obstinado reportero sociocultural de su entorno existencial y autoconsciente de la trascendencia que el compromiso intervencionista puede adquirir en la memoria colectiva, siempre Antoni Miró, en cada una de sus series artísticas, ha primado la responsabilidad convergente, que integra y estimula al receptor, más allá de la propia mirada, hasta trasladarle/atraerle hacia el núcleo narrativo de la planificación expositiva, motivando conjuntamente la actividad de su imaginación y de su consciencia.

Tal sucede en esta serie, bastante amplia, en su totalidad, centrada en la alargada sombra memorial del Tribunal de las Aguas, que, como es habitual, en sus poéticas figurativas arranca, metódicamente, de la selectiva y precisa mirada fotográfica, para –desde ella– saltar, como recurso estratégico, al desarrollo pictórico y la composición/impresión gráfica digital e incluso también serigráfica.

Siempre he pensado que las imágenes –al igual que sucede con los textos–, para su adecuada comprensión/generación de sentido, comportan una especie de –densa o ligera– penumbra semántica, diferenciada según los casos. Sería, de hecho, en esa singular y propia penumbra/resonancia donde, a sus anchas, se enraíza el contexto que da fuerza y solidez a la trama de sus posibles significaciones.

En realidad, en la obra de Antoni Miró, más allá de las estructuras, las formas, los cromatismos, los contrastes y los materiales empleados en la composición sintáctica de las imágenes, anida, asimismo, la prolija sombra de su carga semántica: es decir, el conjunto de sus particulares recursos ideológicos, de su garra documental, de su trasfondo connotativo y su depósito de memoria compartida.

Sin ese sustrato global –complementario y parejo, agarrado secreta pero eficazmente a la rotundidad de su sintaxis– los juegos constructivos de las imágenes se resolverían en puros formalismos que, siendo imprescindibles –dejémoslo estéticamente claro–, no son, a pesar de todo, suficientes en su, quizás, impactante funcionalidad plástica.

Tal penumbra semántica implica el aporte convergente de la carga autoral y del contexto, así como de la historia y del arropamiento educativo, pero también de la mirada del espectador y su propia mochila subjetiva, como invitado especial a la velada interpretativa de cada pieza, expuesta arriesgadamente a la batalla del desgaste hermenéutico.

Hábil en la planificación de sus series, Antoni Miró ha abordado la realización del conjunto de Tribunal de las Aguas planteándolo, en su lectura, como una serie procesual de instantáneas. Siempre ha habido y hay mucho de herencia cinematográfica en sus propuestas visuales, tanto en la composición individualizada de cada una de las obras como en la resolución conjunta del montaje de las series.

También, en este caso y en esta visita narrativa al Tribunal y sus territorios, es evidente la imposición determinante del recorrido de la mirada de una cámara invisible que va seleccionando planos y privilegiando encuadres, enfoques y fotofijas documentales. Ahí están, evidentemente, los recursos de frontalidad, de vista de pájaro, de perspectivas oblicuas y los primeros planos, junto a los detalles y simulados travellings, en su rotundo poder descriptivo, que serán fragmentados en relación a su eficiencia visual y su posible compromiso.

Sin duda, hay en la serie escenas paradigmáticamente emblemáticas, bien por el alcance representativo de sus personajes (Els síndics, L’alguatzil) o bien por sus característicos encuadres (Apòstols de pedra, Portal, El cercat, Expectació, El corralet o Rètol), pero tampoco faltan meditadas secuencias de complementación que ubican otras localizaciones, próximas o remotas (Casa Vestuari, Arc romà, Partidor, Assut, Molí d’Aroqui o Séquia de…), con el fin elocuente de presentar estructuras y paisajes, servicios de conducción y de repartición propios del histórico sistema del trazado de las aguas, abrazado tan significativamente al territorio valenciano, haciendo cuerpo común con él.

Clave de identidad y de identificación, el Tribunal se ha convertido de mil maneras en sinécdoque elocuente de nuestra tierra. Jugando, pues, a la parte por el todo, también la pintura de Antoni Miró ha sabido asumir, como lección estratégica –en sus representaciones sobradamente caracterizadas y cargadas de autoconsciencia–, tanto el lenguaje de la plasticidad como la alargada penumbra semántica, de la que hemos venido hablando en nuestras reflexiones precedentes y paralelas.

El agua, como metáfora de vida compartida y normalizada, ha generado, en su diacrónico discurrir territorial, no solo un trazado arquitectónico y un servicio autorregulado, sino que también ha sabido propiciar las instituciones paralelas exigidas para la gobernanza y el funcionamiento eficaz de su existencia agraria y de su consolidación urbana. Diálogos intensos entre el campo y la ciudad, entre la producción y el mercado. Enlaces entre la historia y el presente, entre la fuerza simbólica y la efectividad jurídica, entre la identidad de un pueblo y la consistencia pragmática de un territorio.

El viejo adagio –sólidamente instaurado en la herencia de nuestra tradición clásica– que rezaba “Natura artis magistra” ha ido declinándose, en su insistente uso, hasta transformarse, de tanto estudiar su propia trayectoria, en “Historia artis magistra”, más allá o más acá del consabido “Historia magistra vitae”. Es decir, que nos reencontramos con un arte asumido como fruto de las historias vividas, como resultado de la relectura persistente de las imágenes contempladas, al fin y al cabo, como una definitiva iconografía aplicada.

Tribunal de las Aguas se convierte aquí, por tanto, en mucho más que un motivo, en una aconsejable ocasión/espejo para rememorar toda una lección de convivencia y civismo que la temporalidad compartida nos ha legado, con su capacidad ejemplar, extrapolable quizás también, mutatis mutandis, a otros segmentos de nuestra existencia.

En este reto sostenido, de siglos, la acción pictórica intermitentemente se ha sentido invitada/obligada a asomarse a la resonancia vivencial de tal lección y documento común, haciéndolo suyo, cada vez a su manera.

Quizás por ello, Antoni Miró no ha querido faltar a esta cita hasta el extremo de forzar a sus imágenes a ser auténticos paisajes-conceptuales engarzados en el devenir cotidiano; a convertirse en reflexiones visuales revisitadas donde la naturaleza, la historia y la cultura se dan la mano plenamente. Por eso ha querido hacernos volver de la ciudad conocida (un rincón concreto saturado de historia) al campo recuperado, al territorio de la identidad, a la memoria de los lugares, a la vida del agua, testimoniada ejemplarmente en su perpetua capacidad de transformación.