Antoni Miró, la fascinación de lo cotidiano
Ricard Pérez Casado
“Pintemos la pintura”. He aquí un programa para toda una década, a la manera clásica, que olvidamos con harta frecuencia. Y, ante todo, disciplina, oficio; unas veces menestral, artesano. O industrial, como el paisaje de Miró. Esto es, aprender, y sobre todo captar lo que envuelve a quien mira de forma limpia, sin anteojeras. Miradas con sentimientos: de pertenencia, de identidad. Un día un paisaje, otro una historia minúscula, cotidiana. Un objeto, una herramienta, un instrumento de transporte ínfimo, ahora deportivo. La bicicleta, por ejemplo; o la azada, o el uso del telar.
Ante todo, el oficio. Dibujar, recortar el espacio con las líneas, anegarlo en la reflexión de los colores, próximo a la realidad del ojo, pero también a aquello que el ojo proporciona al cerebro, al conocimiento. Mucho oficio, muchas pasiones contenidas. La sobria contención forma parte del modo de ser del artista, a medio camino entre el demiurgo y el intérprete siempre, al cabo actor. Eso sí, disciplina y rigor. Aprendizaje del oficio, y versatilidad en el uso de las técnicas, en definitiva el buen uso de los instrumentos a su alcance. ¿Para una finalidad?. El compromiso lo es, sobre todo, con el oficio, con el lenguaje del oficio de pintor, de escultor, de creador de espacios de reto para la retina y la imaginación, para los sentidos. Lo demás, incluidos los resultados para el espectador, ¿son accesorios?
No tanto. No hay inocencia en ninguna creación. Tampoco la hay en Sopalmo, en la casa de Antonio Miró. Todo el esfuerzo del aprendizaje del oficio, todos los tanteos, no esconden sino que muestran un deseo de compromiso, beligerante, atrevido, con el país y con sus gentes. Con unas gentes y un país conocidos, constatables. Palpables, en el sentido más carnal de la expresión.
Que los bárbaros estaban en la plaza ya nos lo recordó Kavafis. Denunciarlos, expusarlos ya es ocupación nuestra. El deber cívico de la denuncia y sobre todo un acto de higiene al que contribuyen, con eficacia, la creación, la ironía, y la fuerza de la razón. Cuestión aparte, es preciso subrayarlo, es ganarles la partida. Sería suficiente con saber que solo somos vencidos provisionales de un destino injusto, como proclamó Marc Bloch poco antes de ser fusilado por los nazis. La provisionalidad del destino injusto duró en nuestros lares demasiado tiempo, y aun hay quien quisiera devolvemos a tan siniestro período.
Miró dijo “basta” con las armas que tenía a su alcance. Cáñamo, pincel, papel, botes de pintura. Y manos, ojos, cabeza. Desde el rigor de la razón a limpieza de la mirada, combinados con el oficio. Confieso estar conmovido con la síntesis. Desde otro oficio, que incluye “juntar palabras”, escritas o de viva voz, que todo resulta difícil. O al menos se me antoja arduo. Que áspero también debe ser resolver en un espacio de dos, o tres, dimensiones emociones, mensajes decodificables, denuncia, ironía. Todo a la vez. Y que, además, resulte placentero, incluso en la violencia de la denuncia o en la incitación mórbida del cuerpo humano.
“Basta” con un entorno incivil, áspero, inhóspito con el que teníamos que convivir y vivir. “Basta” con la comunión con “piedras de molino”. “Basta” con la destrucción salvaje e inmisericorde del paisaje y las ciudades. “Basta” con la connivencia con aquellos que, como Lampedusa, sólo querían que alguna cosa cambiara para que todo continuara como “antes”, un “antes” que jamás fue feliz.
Compromiso. Una palabra maldita. Como intelectual. Como tantas otras estropeada por el sobeo indecente. Y sin embargo necesarias. No se acabó la historia como querían los falsos profetas de la postmodernidad, de la postdemocracia, los liquidadores de las vanguardias. Se desploman los muros de la ignominia, pero como quería Octavio Paz, las preguntas les sobreviven. Y las causas de las preguntas; la injusticia, la insolidaridad, la ausencia de libertad, o lo que es peor todavía, los ataques contra la razón en nombre de la libertad.
El oficio, la tenacidad, la pulcritud de Miró, con más de cuarenta años a las espaldas, responden a las preguntas de Paz. Hay que levantar un muro de razón, recuperar los valores permanentes del compromiso, sin renunciar por ello a la mirada lúcida, a la denuncia de los propios pecados, desvelando con oficio las contradicciones, los éxitos, las amenazas.
Y si es menester echaremos mano de otros recursos, de todos, incluido una vez más de los del oficio. No es necesario encerrarse en el marco del cuadro, podemos “desbordarlo”, en una suerte de permanente excitación al spillover que la misma desmesura de las agresiones propicia, incita. La difícil combinación entre la desmesura y la contención es, precisamente, la medida del oficio quieto, inquietante, de Antoni Miró.
En parte mi texto responde a la inquietud que me causó ser “retratado”. Víctima y actor a la vez. El desasosiego que provoca el ojo inquisitorial, limpio, con frecuencia frío, con el regusto amargo del recuerdo de lo que era necesario, ¿o no?, “reflejar”. Y a la vez, también, la entrañable complicidad de los compromisos comunes, la memoria vinculada a las personas, al país. Sesiones de lenta escrutación, con el ojo interpuesto de la cámara fotográfica, bajo la luz cruda de un espacio en el que sólo los referentes de color imprescindibles acompañaban la charla.
Inquietante. Como entiendo debe ser todo estímulo intelectual. De búsqueda de una verdad esquiva, la realidad cotidiana. Nos tenemos miedo. El miedo forma parte de nuestro imaginario, de la propia conciencia de ser. Quienes están “seguros” me provocan terror, les temo. El objeto cotidiano, la bicicleta, la azada, son, porque no decirlo, inquietantes. Transportan ilusiones o desgracias, y tanto sirven para recorrer la felicidad como para sembrar la cosecha, pero también pueden ocasionar desgracias y olvidos. Nada es inocente, y todo incita a la inquietud en la formal consecución de la belleza.
Digámoslo todo. Miró se sumerge con alegría en la promiscuidad. Como no podía ser de otro modo. Promiscuidad de las “técnicas”, finalmente reducidas a su papel instrumental. Como debe ser. Ponerlas en su sitio, y ojalá fuera así en todos los oficios, de la academia a la política por ejemplo. Con los materiales al alcance de la mano, del papel a la cámara digital, de la arcilla al bronce, nada puede resistir a la fascinación de convertirse en una pieza de reflexión, de incitación a la reflexión. ¿Es esto mágico? La expresión no me agrada, la magia queda fuera de la razón, de las exigencias del oficio. Tampoco comparto el realismo mágico, tan contradictorio. Acaso se trata del descubrimiento de otros espacios, que sólo el oficio de Miró permite rehacer, en nuestra imaginación y a partir de nuestra capacidad de ser cómplices de su investigación permanente.
Nos viene a decir, “he aquí una muestra; haced lo que os venga en gana. Mi opinión es que es necesario ser beligerantes. Pero si sólo os quedáis con el goce, bien, tampoco pasa nada”. Todo un código que tendríamos que agradecerle. En la medida que corresponde a unos viejos valores y principios que la vieja cultura europea de los presocráticos a Kant ha defendido: el derecho a expresarse, a la denuncia, y a la propuesta sin limitación alguna en ninguno de los casos.
Por supuesto que la referencia a lo inmediato, la cotidianeidad hará que Miró nos proponga iconografías devastadoras, de la guerra al ocio, de la desgracia a la voracidad sobre el entorno. Bienvenido a la realidad, de la que nunca huyó, ni lo quiso. Los referentes cotidianos son el mejor antídoto contra el olvido, el escapismo, la deserción. Ciertamente el resultado, como muy bien subraya Román de la Calle, pueden ser “imágenes de las imágenes”, de las que disponemos a través de los media. Justamente en la distancia brechtiana, y la limpia mirada de Miró, las podemos reconstruir mucho mejor, interiorizando los valores o las valoraciones despectivas.
Hay más todavía. Tal vez el autor, Miró, quiere “predicar”, lanzar “mensajes”, “movilizar a las masas”. Supongo que se le ocurrió en algún momento. A su obra no le hace falta tal aditamento. El, como ciudadano puede hacer lo que le venga en gana, que vistas las restricciones tampoco será tanto,... Su obra se le “emancipa”, si puede decirse así. Y ni al autor, ni a la obra, le hacen falta la prédica, el mensaje o las movilizaciones. Pintar la pintura ya fue todo un programa. Una década más tarde el oficio, la capacidad, están demostradas. La denuncia, como la propuesta se encuentra en la obra, la más antigua o la más inmediata. También exigió, con razón, “pedir lo imposible”, para al menos llegar a lo alcanzable.
Como el placer de vivir, la única brecha que no podrán colmar jamás los intransigentes, las bestias y los bárbaros que ya se instalaron entre nosotros. Al cabo un arròs negre y una copa de herbero, aparte de saludables pueden resultar tan subversivos como una fotografía “interpretada” por Miró en la frontera de Palestina e Israel, y acaso más ciertos que la imprecisa divisoria que denuncia Miró en el paisaje-trampa del mundo, allá en la tierra bíblica o en las Torres Gemelas.
Y todo es cotidiano. Envuelto en el encanto de lo que creemos ver, y que Miró ha visto por y para nosotros.
Tanto como la realidad, sin descrédito alguno. Que Fuster, en libro imprescindible ya advirtió sobre los fenómenos de la percepción de la realidad, de su distorsión, para acercamos a una percepción más precisa y a la vez distante. Con el crédito de la realidad, pues, y con la interpretación y manipulación oportunas de Antoni Miró.
Gracias, Toni Miró. Y que Sofía y Sopalmo nos permitan disfrutar de tu fascinación cotidiana.