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Mani-Festa y Personajes s/t

Josep Sou

(Acciones en la pintura de Antoni Miró)

“O todos o ninguno. O todo o nada. Uno solo no puede salvarse.
O los fusiles o las cadenas. O todos o ninguno. O todo o nada.”
Bertolt Brecht (El Esclavo)

El mundo se abrasa. Vivimos un instante cargado de urgencias que circulan, sin parar, por las riberas del tiempo. Todo permanece, eso creemos, bajo control, pero todo fluye sin descanso posible, y las fronteras ya no son los mismos obstáculos de otro tiempo vecino al nuestro. Y las hogueras, ahora sí, lanzan el humo, como el pánico indisimulado de los más valientes hostiga las llamas fuera de control. Sí, el mundo se abrasa. Y lo sabemos. Lo vemos cada día, nada más levantarnos por la mañana, cuando el sueño todavía obtura los ojos, hartos de tiniebla lasciva y de pereza. Y a veces no nos lo queremos creer, pero es que sí. La cosa no pinta demasiado bien, o pinta bastante mal, según se mire. Y del silencio no vamos a detraer demasiadas cosas, como no se puede recolectar del árbol ya fuera de temporada.

Y dicen, aquellos que construyen las noticias, que les va a caer, encima, todo el peso de la ley, porque así lo han pedido los que gobiernan. Los de siempre. Sea cuando sea. La estirpe nunca se esconde a la hora de comunicarlo, porque el dedo cesáreo dictará sentencia cuando lo juzgue conveniente. Cuestión de riqueza y de franca osadía. Cuestión de legitimidad, dicen. Las herramientas para conseguir el éxito en las operaciones, sencillamente, serán las apropiadas en casos parecidos: gases lacrimógenos, pelotas de goma, mazas forradas de cuero, tanques con cañones de agua y pintura para la delación de los aventurados excluidos, marginados, o tal vez, enfurecidos. Todos son, no obstante, los perseguidos. Hombres y mujeres que ocupan las calles o las avenidas, como inundan la vida las imágenes que se atiborran de expresiones dolorosas que viajan de acá para allá, tan rápidamente, a través de las constantes inimaginables de una historia que es preciso contar. Por la mañana, o bien a la noche, pero es necesario realizar el esfuerzo inequívoco de la solidaridad obligada para que precipite el miedo por el abismo de la miseria. Las ondas de la radio, y las canciones que insinúan el trasfondo colorido de la televisión, podrán herir de muerte las garantías en el hecho de humanidad, nunca serán, sin embargo, suficiente veneno para conquistar la verdad que subyace en el seno de la existencia. Eso se refiere a otra cosa acerca del consumo, seguramente, doméstico, perpetrado entre colegas que pisotean, todos los días, el solar de la vida.

¿Y qué significa cambiar el mundo? Tal vez demasiadas cosas, o tal vez muy poco. ¿Una cuestión de esperanza para gozar el futuro? A veces lo pensamos como una necesidad de inmersión en los códigos de la búsqueda individual, seguramente para no tropezar con severidad. Otras, no obstante, nos reafirmamos en la grandeza de las ideas que, emergidas de la provocación cotidiana sin excesivas retóricas veniales, nos preparan el ánimo para enfrentarnos a la violencia que vive, tan adiestrada, en los comportamientos sociales, y tan acordados con cualquier razón equívoca o peligrosa. Ahora bien: “el deber es un dios que no consiente ateos”, como diría Víctor Hugo. Porque lo que hay que hacer, todo aquello que indefectiblemente ya forma parte del cuaderno de notas, no se puede retrasar indefinidamente. Y todo se transforma, ya, en compromiso. Acción tozuda. Incluso, civismo. Un pálpito, tan posible como cordial, que ultrapasa las esferas del café diario, para anidar en las migajas primitivas de la responsabilidad.

La revuelta; la necesidad de un clamor que se levanta; los ríos de fuego en tirabuzones de la constancia; el ruido en cada esquina de la ciudad; el olvido circunstancial del miedo; la seguridad de no encontrar respuesta justa a tanta inseguridad; los salmos constantes del coro de la tragedia colectiva… “la única fuerza que nos favorece es nuestra fuerza”, nos confía, sin reproches, Hugo Betti. Y lo podemos asegurar. La fuerza que nos empuja, nacida de un cielo invisible, es el argumento fundamental para el combate. Ahora sí, la realidad se cobija cerca de un fuego creciente que acaba conformando la carne principal de los días de trabajo esforzado y duro. Cada paso significa una caída, pero el saltamontes no permanece en el suelo por siempre: vencido, abatido y derrotado…

Así pues, será necesario aprovechar las lecciones de la historia. A veces la raíz amarguea, y vive sin sol y bajo tierra, pero el esqueje resulta dulce si lo mece el aire y lo baña el rocío. Todos los días se escriben canciones, cada día brotan millones de palabras de química confusa, pero el resultado se nos presenta evidente, y el espectáculo rueda fácilmente: los límites para aprovechar las posibilidades de realizar ganancias abundantes nunca nos son marcados. Nada más será necesaria la magia de la voluntad. El aguijonazo de la audacia para levantar los palos de las banderas que nos pertenecen. Las que nos visitan en sueños victoriosos. Como una constante, donde la levadura ya no es la fantasía, sino la realidad que golpea las espaldas de los menestrales que han gustado demasiado tiempo de la sombra vaga de un árbol sin hojas. Son los demonios de la noche que nos visitan para franquear el destino, y rentabilizar la suerte que nos persigue, ahora y desde siempre. La pensábamos, pero muy lejana: “¡Ay de aquellos que luchan toda la vida! Estos son los imprescindibles”, manifiesta Bertolt Brecht, mientras escudriña, desde un ángulo, ciertamente impreciso, la máquina que incorpora sobre la voluntad del hombre el rigor ético de su trabajo constante. Sin desfallecimientos. A pesar de los obstáculos. Y decidido a surcar los caminos de la victoria, cueste lo que cueste.

Como el artista Antoni Miró, que con una firmeza decidida, pone su acción, tanto personal como creativa, al servicio de aquello que considera justo, y digno por tanto de ser defendido, dando forma al compromiso que significa la obra de arte. Compromiso, con la sutil sensibilidad que caracteriza su lenguaje pictórico, y con la libertad que marcan los extremos del discurso poético subyacente. No se trata, no obstante, de un discurso narcisista, donde el signo poético transita los territorios de una inspiración sometida al reclamo de la propia envergadura, sino que se trata de una paradójica manifestación de la presencia de la voluntad colectiva en el mismo centro de la obra que agita los demonios de la necesidad comunicativa. Por tanto se erige, ahora i aquí, en Mani-Festa, un compromiso con la gente y con el tiempo. Un presente que revive, con enorme belleza, pero con eficacia constante, todas las heridas que la vida otorga a los que no se arrodillan ante la fiereza que supura la injusticia. Y las calles se llenan de metáforas, porque la lectura excéntrica de las pancartas propicia la retórica sin admiraciones, y allí está presente el hombre, el poeta, el pintor, para hacer frente a la magnitud del combate que se libra sobre el asfalto, pero en el seno del desgaste y de la hiel que mana sin continencia posible. Allá se mantiene a la búsqueda de la imagen, a la captura del hilo finísimo que conduzca hacia el coraje cuando se levanta la mano contra el viento “Si añades un poco a lo poco y lo haces, así, con frecuencia, pronto llegará a ser mucho”, insinúa Hesíodo, y ejecuta Antoni Miró, desde el claustro diligente de su estancia; lugar para la química de los pinceles y para la causa de los más débiles o desfavorecidos. Restaurador de la conciencia, desde posiciones de vanguardia, cada una de las acciones singulares de la pintura, manifiesta el tránsito hacia el acuerdo generoso de la lucha, donde las ideas descansen, pero no se debiliten como el cáñamo lo hace después de un día de lluvia. “El tiempo, en su acción, destruye y derriba toda potencia”, afirma Plutarco, y se realizan ganancias evidentes cuando la esperanza libera la fuerza de los oprimidos, todos juntos, tal vez. Antoni Miró muestra un arte inmensamente generoso, porque va más allá de las marcas contributivas de la pintura, y evidencia en las imágenes alguna cosa más que armonía y belleza, y también genera, por convicción y talento, las emociones, y las sensaciones que se infieren de todas y cada una de sus propuestas. Una hermenéutica que regula el capital de la información y que genera una adecuada contemplación. Un ensayo minucioso que procura el volumen imprescindible para permanecer informados en el seno de la vida diaria. Una crónica abierta que satisface la necesidad de seguir la estela del solidario compromiso con la realidad que se juega en la calle, allá donde se encuentran los seres humanos. Porque “Un pueblo vivo, por dañado que se encuentre, coge de la realidad médula y fuerzas”, resume Ibsen. Y efectivamente, Antoni Miró recibe el encargo interior de transmitir un mundo cotidiano, desajustado por la incuria de los poderosos, pero reafirmado en la grandeza y la voluntad del coraje existencial de los combatientes.

Y las geografías de la desgracia están demasiado abiertas, y con dificultad reconocemos los yermos en donde se substancia la revuelta, aunque la contemplación de la obra del artista Antoni Miró nos aproxima la evidencia de una densidad feroz, por abundante y mezquina. Las voces de hierro ya no juegan a la proeza de hacer y deshacer sin obstáculos, ahora sí contribuyen a la espiral de la violencia que no resiste un día más de dolor y vómito. La potencia de la autoridad cruje sin término, y los sintagmas del dolor nunca destruyen la iniquidad. Con cada golpe un sarcasmo, si miramos quien paga las cuentas. En la jadeante mirada de los gendarmes del miedo, se posa sangre cuajada de desgracia y de miseria. La locura hueca de los acomodados es el abono que germina las sendas del mal. Un golpe más y la suerte se desliza por debajo de la puerta, como el aire frío cuando se arrastra por los rincones calientes de la historia “y la desgracia acaba por disminuir. El viento nunca sopla desde el mismo cuadrante ni con la misma fuerza”, presume Eurípides que habrá de pasar, seguro. Y lo creemos, porque también lo pensamos. Como garantiza Antoni Miró, porque su obra de arte aparece como una entidad restauradora de la esencia de la creatividad cuando construye las imágenes, tan poderosas, con la voluntad de levantar caminos entre los individuos y la propia sociedad. Una pintura, la del artista Antoni Miró, que valora la profundidad del mensaje, e irradia toda la carga simbólica que la ocasión precisa. Cuando los mass media se muestran tan reticentes a la crítica de los nuevos valores de la economía, que todo lo sumergen y confunden, el tratamiento amplio de la realidad, desde los cánones de la belleza pictórica, salmodian la verdad que vive entre las cuatro esquinas de un mundo que gotea improperios y negra podredumbre. “No te inclines ante la adversidad: por el contrario hazle frente audazmente, tanto como te lo permita tu suerte”, aconseja Virgilio. Y de un sabio al otro, porque Antoni Miró, que con los pigmentos transforma la realidad para aproximarla en beneficio de las palabras que no necesitan ser pronunciadas, pone en marcha la potencia de los motores que habrán de construir la tragicomedia de la agitación, que se resuelve física en los destinos de las consignas que han volado por el cielo abierto de las ruinas de la vida. Son muchas las imágenes que no renuncian a poner el matiz de la verdad, de la realidad que se acredita después de un golpe de guardián, con porra y visera.

Pero si “la justicia es la verdad en acción”, categoriza J. Joubert, Antoni Miró multiplica sus acciones, como diversos son los órdenes de atención que marcan la evidencia creativa de esta muestra de arte intenso que significa Mani-Festa. Las proximidades expresivas de su comunicación son el resultado de la complicidad que se resuelve en el verso interior de cada una de las imágenes que se nos presentan. Las huellas individuales del ingenio creativo viajan hacia la esencia colectiva, propiciando desde su calidez las preguntas que son necesario responder con la fidelidad de la exigencia estricta. Se trata, por si no nos habíamos dado cuenta, de la vida. Y nada más que la vida. Malversar segundos de emotividad tal vez sea un fracaso imperdonable, o la debilidad que nos sobrecoge el entusiasmo de seguir la ruta de la disciplina, o de la lucha. A pesar de todo. A pesar de todos. Como un solo hombre, y con un norte colegiado, porque “el hombre libre es aquel que no teme dirigirse hasta el final de su pensamiento”, consiente Léon Blum.

Mani-Festa exhibe, en casi todas las propuestas, una mirada enormemente inquietante. Y es inquietante porque registra, a manera de panóptico, una realidad, donde la vulnerabilidad de los concurrentes, transmite la insidia de la sociedad que marchita el tallo de la esperanza. Una sociedad donde los comediantes acechan los disloques del clamor compulsivo. Y los desahuciados son el último veredicto de la causa del dinero, malograda instancia del capital injusto que se sacia de cadáveres, cada día, cada momento que pasa. Y Antoni Miró, con las lentejuelas del circo y con las corbatas de seda, se satisface con suficiencia enhebrando pintura, desde la noche y hasta la madrugada. Sin ánimo de perder la paciencia. Pero con la firmeza del acero helado de la oscuridad. Y de trasfondo una música que nunca satura los sentidos, tampoco los sentimientos, que son de nobleza ampliamente contrastada por tantos años de labor silenciosa, callada. “La sociedad no son los hombres sino la unión de los hombres”, comenta con voz casi inaudible, Montesquieu. Y Antoni Miró, que lo sabe muy bien, no dificulta la restauración de la evidencia en el seno de su magnífica obra. Un mural, tal vez cósmico, es el relato de un tiempo verdaderamente universal. De norte a sur, y de levante a poniente, la tierra es una misma cosa: la plena pulsión para conseguir el cielo de la victoria, o los rincones de la intimidad, que siempre nos guarecen del frío intenso de la intemperie, o de la violencia gratuita. Los salvajes, los hipócritas, los del sombrero calado de moscas insoportables, los del cigarro puro insultante con anillos de rico pancista, buscan hospedarse junto a las puertas de una nueva clandestinidad: el menosprecio de aquellos que comulgan, aunque el horror, padre de la crueldad, estimula los apetitos de los perdedores. Y eso, seguro, siempre será un peligro inmenso, puesto que, como diría, ahora, Balzac: “no hay cosa peor que un hombre anulado”.

Y con esta crónica de la realidad, con esta reflexión permanente de estrategias para comprender el mundo que nos rodea y, tal vez, abate, Antoni Miró da voz a quienes no la poseen. Inicia el pintor un camino plural que se aproxima desde los confines de las cartas de navegación de la existencia. Y se torna en isla la verdad: “uno a uno, todos somos mortales, juntos somos eternos”, verifica Apuleyo. Porque las ideas, compartidas, y depositadas en el lebrillo de la acción potente, amasan un discurso alejado de preocupantes posiciones. Serán, seremos, en el centro de la conciencia de los convocados, y la luz en las pinturas de Antoni Miró verifica la causa de la libertad. Para decir, y para hacer, de la vida una causa, y de la fidelidad a los principios, una lógica, que retuerza el brazo que coloca las cadenas. Verdaderamente, el arte nos cambia la manera que tenemos de mirarnos el mundo, y también las cosas. Los paradigmas que hasta el momento nos han servido a los hombres, pueden permanecer al otro lado de nuestras necesidades, o deseos. Por tanto, la contemplación, la lectura y posterior aprendizaje que llegamos a realizar de una propuesta artística, como la que nos ofrece en este momento Antoni Miró en su muestra Mani-Festa, nos dirige hacia los comportamientos sociales que son necesarios reafirmar sin claudicaciones. La tierra, bajo los pies de un gigante, cuando se convierte en arenas movedizas, posibilita la derrota del infame. Por el contrario, en el riesgo de la acción peligrosa existe la esperanza. Tal vez nada más un momento de gozo para regraciar, con dulces, tanto coraje avinagrado. Pero las banderas enfrentan un cielo renovado, transformado por el dorado universo de un día de gloria. Y el gigante, que ya no camina con soltura, hunde las rodillas en las aguas turbias de su miseria inefable. Y Antoni Miró, con la línea segura de su verso exquisito, pero útil, colmado de color, o de niebla espesa, revive el instante que, tal vez, ha llegado a ser símbolo, y también clamor de victoria. Y argumentamos que el arte, o bien la pintura, de Antoni Miró, es una representación, y siempre lo será, pues el tiempo vivido nos aporta, incluso, los aromas del suceso. Un olor que interviene otros sentidos para contribuir a otros variados sentimientos. Un todo armónico que presenta la realidad de otro tiempo como constante de vida, donde la liturgia significa, ilustra e incorpora un discurso potente en el tejido de nuestro conocimiento. La pintura acontece como conocimiento, y causa que sustancia la frecuencia en la necesidad de estar presente.

Y la crónica de Antoni Miró, como en este momento casi todos los estudios que delimitan las estrategias en defensa de los pueblos, asegura, porque así lo entendemos, que los hombres se organizan muy bien contra el dolor, incluso para combatir el dolor, ante la realidad hedonista de la asunción del placer. Tal vez sea una virtud, tal vez sea un desastre por la conmoción que significa negar la realidad, también, del bienestar. Pero el mercado no permite registrar los regalos de la satisfacción, puesto que en el interior de la carne siempre reside el esqueleto. Y la fuerza resulta quimera si no se detiene la máquina de derribar la querencia elemental de la tierra. Un hombre, los hombres, nutren de piedras los edificios de la historia, también las tapias de los cementerios, las plazas y las calles: “tan sólo la violencia ayuda donde reina la violencia”, canta Bertolt Brecht.

Por último, en la propuesta que hoy nos convoca a la pintura del artista Antoni Miró, hay hombres y mujeres que son, ya, personajes de una historia reconocida. Seres humanos en quienes la pasión por la vida ha inspirado cantos, también un universo lleno de palabras. Compromiso constante en el alba de los primeros días; satisfacción tras el deber cumplido. Personas que son testimonio y no lo piensan, porque la vida, en buena medida, los ha convocado para elevar la voz plural, la voz de la revuelta. Y el espejo de las carencias afecta las horas de vida regalada, pero la sangre fulge, e inunda absolutamente todo con su martilleo permanente, atravesando las grietas de las persianas de media caña. Así de domésticos. Así de grandes: “ay de ti si tienes miedo”, sentencia Nietzsche. Y la nómina de reconocimientos que libra Antoni Miró expresa tanto como ilustra: poetas, narradores, gramáticos, cantautores, artistas plásticos, políticos, unidos todos por el mismo compromiso, la construcción de una historia común donde la humanidad nos encomienda el deber inexcusable de la libertad. Y de los versos de Salvador Espriu, o de Alberti, de Fuster o de Estellés, cosechamos el regalo de la esperanza, pero de la lírica redonda, construida con grandes mayúsculas y verdad, de Valls, o de Jordi Valor, ganamos un espacio abierto al mar infinito de la vocación de pertenencia. Cuando canta Ovidi Montllor, siempre constante en el universo mironiano, las emociones se instalan, tan vehementes, contra los muros invisibles de la injusticia. Isabel-Clara, arropada por el misterio y repleta de caricias y de exigencias, habita el balcón florido de una primavera que nunca ha de acabar. Bailan Gades y Sol Picó, no importa el nombre del escenario, porque la vida les ha ofrecido la posibilidad de conmover incluso hasta las entrañas del tiempo: se liberan formas en la captura de los días de alegría y de pasión. Retruena, en cada paso que ejecutamos, en cada una de las miradas que liberamos desde este horizonte próximo que tocamos con la punta de los dedos, el discurso transitado por la ética de una vida plena en donde reside, y cobra razón de ser, el combate: Allende, Ché Guevara, Marcos, Puig Antich, Companys, Jara, son, ya, desde el lienzo de Antoni Miró, pura vida. La que imaginamos en los trajines mundanos, a parte hermenéuticas que inhiben la naturalidad en los comportamientos cabales. La vida que entendemos, cuando nos internamos a través de la voz reconstruida, a partir de nuevas presencias que ayudan a la existencia de tantos y tantos. Una gran galería de retratos, la que erige Antoni Miró desde su interior, porque los ha sentido y los ha vivido de manera cómplice, ha ejecutado la trashumancia desde la noche profunda del Mas Sopalmo, cobijado bajo la luz metálica de su estudio de trabajo. Imágenes, todas ellas, que no son propiamente imágenes, porque el perfume de la voluntad del pintor, y la serena virtud que los acompaña, alimentan la intimidad que se nos ofrece como regalo. Conocemos, claro está, la sustancia clásica de todos los componentes de la galería, pero disfrutamos el vértigo que significa ir más allá del tiempo; cruzar las fronteras invisibles de los afectos para ganar la caricia de un atardecer donde el sol se abandona fantástico. Temperado.