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Un pincel irreverente

Jordi Botella

Creo que de todos los lenguajes artísticos, la pintura es el más real. Abstracto o figurativo, paisajístico o cinético, un lienzo siempre refleja algo “real” (para una multitud o para el individuo, lo mismo es). La música o la literatura, pongamos por caso, no disfrutarán de esta ventaja naturalista. La interpretación o la comprensión, pues, serán más dificultosas. En el puente que va de la realidad al arte, el espectador de un cuadro se mueve sin miedo porque al final siempre tiene el recurso fácil de acogerse al inconsciente, el instinto o cualquier zarandaja similar para dar su explicación particular. En un poema o una pieza musical más le valdrá que se atenga al silencio si no quiere ser catalogado como un bobo digno de una antología del disparate.

¿Qué sucede, de lo contrario, cuando un pintor, en lugar de pintar «realidad», pinta pintura? Sencillamente, aspira a crear un universo en el que las referencias pictóricas posean una autonomía propia. Alguien pensará que Duchamp y los expresionistas abstractos de principios de siglo ya habían dicho eso. Otros tal vez argumentan que la reflexión de la pintura sobre ella misma viene desde que el hombre embadurna paredes explicando su mundo. Sin embargo, no es ese el caso de Antoni Miró. Toda su serie Pinteu pintura consigue fugarse de estas reiteraciones un poco gratuitas a estas alturas. Porque no pretende tirar pompas al aire pensando que trastoca todos los fundamentos de la historia del arte, ni siquiera mirarse el ombligo pictórico. La introducción de un elemento irónico, la ampliación de los motivos de una tela famosa, el maridaje de diversos tópicos y, en definitiva, la manipulación irrespetuosa de la pintura (que, como cualquier arte, a base de sustituir la religión, por lo de la transmisión de los mensajes divinos, demoníacos, etc., está más cerca de la sacristía que de la vida) aportarán otra visión del hecho artístico.

Pinteu pintura es la historia de una revisión. Antoni Miró, desde una óptica crítica, se servirá de la historia de la pintura para transmitir consignas. La usurpación del destino del País Valenciano será una. O el escalofrío que nos recorre el espinazo cada vez que un elemento cotidiano descubre el cadáver que se cobija detrás de cada obra de arte. O la desazón que nos sobrecoge cuando repetimos una misma palabra, o la visión de una tela «magistral», hasta el absurdo. Parece como si la revisión de Antoni Miró respondiera a un deseo higiénico que late en todo el arte del siglo XX: de un lado, desembarazarse de su tufo sacralizado, y, de otro, insistir sobre la no incompatibilidad de una alta exigencia estética y el necesario carácter social de ésta.

Antoni Miró, consciente de que no hay lenguajes crípticos sino ignorancia, y también, sin embargo, consciente de la inexistencia de un arte divino, ya que toda obra es, cuanto menos, una vaga tentativa de contar una vieja historia, ha optado por un camino difícil. Porque ha añadido a la belleza arbitraria de la obra artística un grano de ironía, lo suficiente como para ver más allá de la perfección de una rosa o de los sueños de Jeronimus Bosch. Así, del juego de espejos que hubiera podido ser Pinteu pintura, él ha creado una herramienta útil para su carga escéptica y distanciada de las “grandes” obras, tan necesarias para la sociedad como lo son una cuchara o una silla.