Un fantasma recorre Europa
Jordi Botella
...Y las viejas familias cierran las ventanas,
afianzan las puertas,
y el padre corre a oscuras a los bancos
y el pulso se le para en la bolsa
y sueña por las noches con hogueras,
con ganados ardiendo,
que en vez de trigos tiene llamas,
en vez de granos, chispas,
cajas,
cajas de hierro llenas de pavesas.¿Dónde estás,
dónde estás?
Así comienza el poema Un fantasma recorre Europa de Rafael Alberti de 1933, muy poco antes de que estalle la Guerra de España y poco después de que el huevo de la serpiente fascista vaya hinchándose como una sanguijuela mientras parte de la población alemana, italiana o española pita en los casinos, toma la comunión o simplemente se emboba en un tributo a la bestia que los condena al vasallaje a cambio de inhibirse la noche de los cuchillos largos.
Cien años antes, Karl Marx y Friedrich Engels encabezan su Manifiesto Comunista con el famoso principio “Un fantasma recorre Europa... El fantasma del comunismo”. El año que ambos editan esta proclama es 1848, una fecha que simboliza el movimiento que se puso en marcha por todo nuestro continente con el propósito de hundir definitivamente el Antiguo Régimen que llevaba bailando un puñado de siglos en los salones del viejo continente con su peluca polvorienta mientras la población se moría de hambre e ignorancia.
De la proclama comunista al poema de Alberti, nacido en la cuna de una joven Segunda República española dispuesta a regenerar el cuerpo de una piel de toro enferma, habían transcurrido cien años, pero la presencia de la bestia continuaba presente exigiendo el sacrificio los primogénitos.
Ahora, en 2013, en los inicios de un nuevo milenio, cuando después de haber conocido holocaustos y dictaduras ya creíamos que los tiempos del oscurantismo y la barbarie dormían bajo los pliegues de las enciclopedias, nos encontramos con que el viejo fantasma ha vuelto de nuevo con la misma vitalidad que el conde Drácula tras nutrirse con la sangre de sus víctimas.
El viejo fantasma, a diferencia de lo que recorría Europa en 1848, hoy no viene a redimirnos de los regímenes absolutistas ni tampoco asiste a la autodestrucción de la pompa capitalista con el crack de 1929 que denuncia Rafael Alberti en sus versos.
El viejo fantasma hoy no se inmolará como los jugadores de bolsa después de una sesión de charlestón, ni arrastrará cadenas por los palacios las noches de lluvia, porque ahora somos nosotros, los ciudadanos, fantasmas cubiertos de pedazos y búas, los que vamos de un lugar a otro como almas en pena, sin un propósito que no sea la más estricta supervivencia.
Antoni Miró pinta estas almas en pena a las que la bestia condena con una perversión meticulosa a rodar por doquier, sometidas a un castigo, a una culpa de la que ellas no son responsables. Sin domicilio, oficio ni beneficio; sin futuro y con un pasado, sin embargo, que cae sobre sus hombros como una letra escarlata que advierte de su desgracia, como la campanilla con la que en la edad media los leprosos avisaban de su presencia en el borde de los arrabales.
Antoni Miró pinta transeúntes, no fantasmas, personas de carne y hueso, vivencias que laten detrás de sus ojos amarillos, nómadas que atraviesan el desierto cotidiano faltos de trabajo y ayuda, aventureros que se arrodillan a las puertas de las iglesias, jubilados que hurgan en los contenedores, mujeres a las que sólo las niñas de sus ojos delatan el dolor resguardado detrás de unos mantos negros.
Este es el paisaje que se extiende sobre las telas de Antoni Miró, tan transparente como el de los maestros impresionistas, más cruel aún que el del Brueghel el Viejo, con la simplicidad de los pintores de Altamira y el lirismo de Paul Klee. Un paisaje de asfalto y rascacielos, adoquines y harapos, lamentos y dignidad: todo un escenario por donde nos desplazamos nosotros, los transeúntes, habitantes de un país llamado Zozobra que acota, por un lado, con el Abismo y, por el otro, con los Mercados.
Antoni Miró pinta el perfil del fantasma que recorre Europa, un perfil sin rostro porque su rostro es la suma de todos nosotros, un palimpsesto de experiencias que viene a proclamar un único mensaje que define la Humanidad desde el callejón de los siglos: justicia. Este mensaje viene cifrado en los cartones que sirven de manta a aquellos que se refugian bajo el techo de un banco, el mismo que los ha expulsado de su casa. Este mensaje ignora los abecedarios porque viene tatuado en la piel de los recién nacidos sometidos a una ley de castas que sólo aporta privilegios para unos y mala suerte para la gran mayoría: los ciudadanos nacidos a partir de la Revolución francesa hoy ya no somos ni siquiera súbditos, porque hemos recuperado el estadio de los siervos, vientres agradecidos sometidos al derecho de pernada que ofrecen la fuerza de su cuerpo y el ingenio de su cerebro desnutrido a cambio de nada.
Transeúntes: esta es nuestra identidad, privatizada por el capital hasta apropiarse desde la médula del hueso hasta el alma. Transeúntes: este viene a ser nuestro pasaporte en las fronteras de la servidumbre. Privada de derechos, nuestra existencia ha tomado la forma de una patera lanzada a un océano de piratas y sátrapas, y tiene en la solidaridad su única forma de combate. Con un desierto por país y la rabia como himno sólo nos queda acogernos a la consigna con que 1848 se cerraba el Manifiesto de Marx y Engels, y que inspiraría los versos de Rafael Alberti en 1933: “Transeúntes del mundo, uníos”.
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