Antoni Miró y nuestra América negra
Ernest Contreras
Los lenguajes -cualesquiera sean los materiales de que están hechos- son instrumentos de construcción trabajosa, penosamente rebeldes cuando, en los límites de sus fronteras, se intenta extender e intensificar su eficacia y al mismo tiempo, resultan ser instrumentos de muy fácil manipulación, dóciles hasta el escándalo, cuando se usan para ocultar, para disimular, para falsear ante el hombre mismo su realidad. No por otra razón me parece, vienen a proliferar más, entre nosotros, los charlatanes que los poetas, los agentes de venta que los proyectistas industriales, los pintores que los artistas, los gobernantes que los revolucionarios. La paradoja está en que la manipulación interesada de los lenguajes, que en modo alguno se ejerce con voluntad de transformación semántica, conduce con frecuencia a una metamorfosis práctica de los significados. No es un misterio que los instrumentos adquieren su propia naturaleza a través de su función y que ésta se define por el uso. Y tampoco es un misterio que la charlatanería, en sus diversas formas, hace uso de cada uno de los lenguajes con una abrumadora superioridad estadística sobre quienes los instrumentalizan creadoramente.
Tal ha ocurrido, en arte, con el realismo. Tal ha ocurrido, en la sociedad humana, con la dimensión internacional de las clases. Cuando, en el pasado siglo, un minero de Gales o un tejedor de Alcoy, un comunero de París o un matarife de Chicago, proclamaban la liberación de los oprimidos, sabían que hablaban a todos los hombres de la Tierra: lo nacional era solo un aspecto de lo internacional. Pero tales palabras han sido manipuladas, como se manipularon el claroscuro y la perspectiva, la metáfora o el soneto, hasta enfrentar a sus significados.
Es el trabajo -eficaz, quién lo duda- de los charlatanes, el resultado de la insistente acentuación de los rasgos diferenciadores nacionales, de la división del mundo en compartimentos estancos. En este punto, como en otros, el uso reiterado y parcial ha impuesto en gran medida una diferente conformación del lenguaje. El corazón del hombre, solidario y mundial, tiende a encerrarse, arropado por el hábito verbal de las solemnes declaraciones gubernamentales, en su soledad, aunque sea la ancha soledad geográfica que los mapas escolares diferencian por el color.
Ocurre, sin embargo, que los lenguajes siguen construyéndose, que sus artífices prosiguen la penosa tarea de construir instrumentos capaces de conjugar el pensamiento y la acción. No importa las materias que usen, ya sea la palabra poética o la imagen pictórica o el grito revolucionario. Lo cierto es que, frente al incesante y envilecedor parloteo de los charlatanes, los poetas, los artistas, los revolucionarios están edificando los puentes de la solidaridad internacional, puentes que a veces empiezan a alzarse en Alcoy, sobre la necesidad de sus tejedores y sus metalúrgicos, y concluyen sobre la orilla negra de América. Las pinturas de Antoni Miró tienen, no hay que dudarlo y ante todo, el carácter primario de instrumentos de la solidaridad entre los pueblos. Son una afirmación de principio: nada humano es ajeno al hombre.
Pero habrá que puntualizar, aunque sea sumariamente. La solidaridad no puede limitarse, para un artista y en función de tal a una declaración de principios. Estos hay que objetivarlos, que es una de las tareas del Arte. Antoni Miró lo sabe, y sabe que su declaración solo es válida si, al tiempo de efectuarse, es capaz de estructurarse en lenguaje. Una pintura no es una metralleta, salvando la metáfora. Y si incluimos la metáfora, habrá que reconocer que el arma funcionará solo en la medida en que se constituya en hecho artístico, en lenguaje. No basta el gesto, por muy enternecedor que resulte. De ahí que la América Negra que recoge Antoni Miró, la imagen que nos comunica, participe a un tiempo de un manifiesto impulso ético, en e! que la solidaridad adquiere naturaleza por su apoyo en situaciones paralelas —aquí y allá, la violencia solapada, la opresión, el miedo y el odio–, y de una formulación estética que se nos muestra como específica de la concreta sociedad a la que alude, condicionada por una formación visual eminentemente dinámica, y al mismo tiempo, explícita hasta la simplicidad, más allá de las connotaciones -q u e ya constituyen un más elaborado nivel del significado—referidas a aspectos parciales de esa misma sociedad: la técnica, los estímulos al consumo, la masificación, etc. Y lo curioso, lo esperanzador del caso, es que toda la trayectoria artística de Antoni Miró conducía a este resultado, a esta comunión de significante y significado realizada con expresión urgente y explícita mayoritaria. Lo que va a imposibilitar, a dificultar por lo menos, la equívoca tarea de los charlatanes.