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Realidades y contrastes

Pau Grau

El papel del museo ha cambiado en las últimas décadas. De almacenar cultura ha pasado a irradiarla. De la rigidez al dinamismo. Antes se limitaba a presentar obras ante el espectador y ahora museo y visitante entablan un diálogo. Antaño el museo vivía encerrado en sí mismo; hoy en día se abre a los ciudadanos y actúa como polo de atracción.

Hace apenas unos años pocos ciudadanos eran capaces siquiera de nombrar cinco museos de todo el mundo. Hoy cualquiera puede identificar las grandes capitales con sus centros de arte. El rol del museo ha pasado en apenas unos años de ser un agente pasivo a erigirse en símbolo del dinamismo de la cultura. De la cultura occidental, en la que la ostentosidad sobreviene virtud. Una cultura en la cual el continente prima sobre el contenido. En la que todo es espectáculo.

Fiel a su espíritu saludablemente crítico, Antoni Miró no ha querido (no ha podido) dejar pasar por alto esta vertiginosa evolución de los centros artísticos. Un buen día agarró sus pinceles y decidió clavar sus iconoclastas aguijones sobre los que se han erigido como los más sagrados símbolos culturales de la sociedad occidental. Y el pintor retrata en esta serie la grandeza y la estulticia del museo; la brillantez de las obras expuestas en contraste con el paisaje humano que en ocasiones ocupa las salas destinadas a la exhibición. Miró apunta al museo para describirnos las contradicciones propias de la sociedad: las más importantes obras de arte de la humanidad sometidas al arbitrio del negocio turístico.

Nadie como Miró para descomponer estos contrasentidos. A lo largo de su prolífica carrera, el artista valenciano ha sabido evidenciar bajo su prisma irónico la hipocresía moral sobre la que se sustentan los denominados “países desarrollados”. Y si en la serie dedicada a los museos Antoni Miró desnuda la realidad de una política cultural multimillonaria y baladí, es en la serie dedicada a los mendigos donde el artista descarga todo el poder de su pintura sobre las vergonzosas miserias de las sociedades ricas y prósperas.

Si el museo se ha convertido en todo un símbolo de poder, de ostentación y de opulencia, ¿qué simboliza el pordiosero que pide unas monedas en su puerta? Occidente rebosa riqueza, sus ciudades brillan como centros financieros y económicos en los que la abundancia se desparrama por comercios y negocios. La sociedad consumista no puede dejar de consumir, pero, ¿qué ocurre con aquellos que han sido expulsados de la gran orgía del capital? Son las fisuras del sistema, las manchas en el flamante expediente neoliberal. Los que no han sido invitados a la fiesta. Los que nunca aparecen en las postales ni en los folletos turísticos.

Pero la mirada artística de Antoni Miró se detiene en ellos. Y además les invita a formar parte de la realidad al mismo tiempo que nos invita a los espectadores a un recorrido turístico alejado de las rutas ortodoxas: nos lleva a transitar las imperfecciones de un sistema que se nos presenta perfecto.

Antoni Miró sigue en forma. Sigue afilando sus pinceles para diseccionar la realidad y mostrar en su pintura un profundo y preciso análisis de aquello que le rodea. Sigue siendo Antoni Miró. ¿Qué más se le puede pedir?

TRANSEÚNTES DE SILENCIOS

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