Rosa de pedregar
Pau Grau
Hace años que el País Valenciano sufre fenómenos urbanísticos sorprendentes. Los pueblos y las ciudades alcanzan dimensiones desconcertantes, esparciéndose anárquicamente el terreno urbanizado para barrancos, cerros, quebradas, orillas de los ríos e, incluso, ramblas. Desde el aire el cuadro es demoledor: da la impresión de que el gigante Roldán, quien pasó por aquí para descabezar el Puigcampana, haya decidido esparcir el cubo de la basura por el territorio valenciano. No queda un agujero libre de los brazos de las excavadoras y los vómitos de las hormigoneras.
Como media Europa ha descubierto que mejor que aquí no se vive en ningún sitio, pueblos y ciudades se han de roer la boina para tratar de recomponer el rompecabezas; y claro, hay quien hace caber las piezas a martillazos. No hay que buscar mucho para encontrar un montón de ejemplos de ciudades donde la planificación urbanística se ha hecho pensando en criterios poco claros. Por regla general, los accesos a las urbes valencianas siguen la máxima del bon pilot, bon farinot, con acumulaciones irracionales de ladrillos donde, lo que menos cuenta, es quien deberá vivir. Tampoco son poco frecuentes las soluciones adaptadas a negocios privados: desde curvas que habilitan el camino para acceder a grandes hipermercados hasta viales que franquean el paso a centros comerciales o establecimientos de restauración. Y en medio de tanto despropósito viario, florecen aquí y allá veleidades pseudoartísticas que engalanan glorietas y parterres; quizá la voluntad de los responsables de estas pasteladas sólo persigue llenar el vacío que dejan zonas donde nadie accederá nunca, salvo algún vehículo sin control.
Pero, por fortuna, aún hay quien cree que las cosas se pueden hacer de otra manera. Hay quien se encara a la innegociable expansión con cordura, y donde en muchos lugares hacen crecer rascacielos y negocios a cambio de nada, son capaces de ordenar el territorio y hacer barrios agradablemente habitables para todos los bolsillos. No sólo eso. También hay quien es capaz de preocuparse por el embellecimiento de estos ensanches urbanos y culminar un diseño vial funcional y afable con una obra de arte y encargar a uno de los más notables artistas valencianos un monumento exquisito que invita a la reflexión colectiva y a la delectación plástica.
Como usuario, me reconforta llegar a un lugar en el que alguien se haya preocupado de algo más que el hormigón. Como ciudadano, me alegra saber que, sin embargo, todavía hay gente que toma decisiones obedeciendo a criterios artísticos y humanísticos. Como alcoyano, me enorgullece estar entre los paisanos de un artista de la fortaleza y contundencia creativa de Antoni Miró. Y, como valenciano, me estimula contar con un rincón del territorio donde, todavía, no toda la tierra es yerma.