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“MANI-FESTA” La fiesta colectiva, por la reivindicación de los derechos, hecho imagen

Romà de la Calle

El arte puede, entre sus funciones, asumir como propio el papel de transformarse en documento y testimonio compartido, referente a un contexto histórico determinado, y ser, incluso, a menudo, su mejor tarjeta de visita. Y bien estará que recordamos, por nuestra parte, que –ya sea directa o indirectamente– en pocas coyunturas ha sido ajena esta misión referencial entre la lista de sus posibles objetivos, al margen incluso de las plurales tendencias religiosas, políticas, económicas, sociales o estéticas preferentemente sustentadas, entre sus metas estratégicas. Por ello, puede que nunca el arte no se ha distanciado, a radice, de su labor comunicativa, y se ha ubicado habitualmente en las estribaciones del poder de concienciación, que ha caracterizado la actividad humana, en sus recursos intencionales, sin olvidar tampoco su dimensión fruitiva, paralela formalmente a las otras.

En realidad, he seguido, desde hace décadas, las destacadas estrategias referenciales y conminatorias inherentes a las actividades artísticas de Antoni Miró (Alcoi, 1944), en sus frecuentes relecturas tanto de las imágenes históricas –actualizadas– como de las coetáneas interpretaciones de la realidad, convertidas siempre en imágenes resolutivas. Al fin y al cabo, está constatado que la creatividad contemporánea, en sus manifestaciones más frecuentes, no ha dejado de aproximarse, en sus recursos innovadores, a los homenajes, al d’après, al borrowing, a los préstamos, a las citaciones y, en general, a las “apropiaciones” más dispares.

En esta carrera de relecturas, las imágenes se han convertido en moneda de cambio virtual, y han potenciado la interdisciplinariedad de sus mutaciones, traslados y descubrimientos, siempre –además– a resguardo, proximidad e intervención de las nuevas tecnologías. Y, ciertamente, también, en ese encadenado rastreo de recursos, ha destacado la dedicación investigadora de la efectiva operatividad de Antoni Miró.

Es prácticamente inviable, a lo largo de su itinerario, desgajar los sutiles hilos que correlacionan, en sus obras respectivas, los valores semánticos con los formales, que a su vez enlazan su capacidad denotativa con los recursos poéticos y connotativos coexistentes. Y así ha sucedido, normalmente, en sus numerosas y comprometidas series y etapas precedentes y continúa ocurriendo indefectiblemente en sus miradas –congeladas en los lienzos–, que nos hablan de manera directa y sin rodeos de la más estricta actualidad circundante, deudoras esencialmente de las actitudes compartidas, los clamores ciudadanos emergentes y del eco vital de las masas, cuando claman unánimemente por sus derechos, frente a los silencios y olvidos intencionados del poder. Se entenderá, pues, que la última serie pictórica de Antoni Miró, titulada “MANI-FIESTA”, gestionada pautadamente entre la segunda mitad del 2012 y el fin del 2014, puntualmente inspirada en numerosas situaciones internacionales, no hace sino, una vez más, sacarle, de forma testimonial, nueva savia, sobre el fondo de un escenario prácticamente homologado por la globalización más salvaje e insensible, en una situación definida a partir de la crisis compartida, que se ha ido extendiendo vitalmente por rincones más dispares de nuestro mundo –en su proximidad o lejanía–, persistentemente deshumanizado en sus raíces, aspiraciones e intereses.

“MANI-FIESTA” apela evidentemente a un tan sugerente como equívoco juego de palabras, dado que manifestarse no conlleva, sin más, acudir a una fiesta, aunque en determinadas situaciones y momentos visuales lo pueda parecer y permita ser – así– entendida en ciertas coyunturas e intervenciones o experiencias expresivas compartidas. Manifestarse es básicamente, por el contrario, ocupar unos espacios comunes y públicos de la ciudad, para mostrar y comunicar abiertamente las diferencias axiológicas instauradas en la vida ordinaria. La libertad de expresión va pareja con los derechos de manifestación y es evidente que en las sociedades y sistemas democráticos representan el mejor medio de cultivo para canalizar las diferencias de opinión respecto al ejercicio del poder. Por ello puede asumirse como el mejor baremo y medio para detectar las posibles anomalías de la salud democrática de las sociedades, cuando se intenta amordazar, reducir o minimizar –mediante normas y leyes sobrevenidas– estos desarrollos reivindicativos de la vida cotidiana.

Dadas, pues, las coyunturas socioeconómicas actuales, a nadie deberá extrañar que las prácticas artísticas, en sus persistentes y reiteradas radiografías de la existencia humana, hayan fijado también su correspondiente atención en esas imágenes, que viajan por las redes sociales con fluida celeridad y constancia, y frente a las cuales, tan a menudo, incluso nos reconocemos como ciudadanos implicados. Imágenes que podemos clasificar en nuestros archivos y asumirlas como una especie de depósitos efectivos de nuestra memoria.

La actividad plástica de Antoni Miró –con esas estrategias de acciones comunicativas rescatadas y convertidas en el contenido referencial de la vida común, que su pintura nos ofrece testimonialmente– no podía permanecer insensible frente a ejes intensos escenarios iconográficos, capaces de correlacionar la particularidad de determinados sucesos del entorno cotidiano, junto con la tipicidad de sus estudiadas expresiones estéticas. Quizás, precisamente, será esta la fórmula que mejor nos reservan, encarnan y definen sus obras: el tráfico –insistimos– de lo particular a lo típico, a pesar de que los títulos, en su concreción, siempre pretendan no sólo caracterizar unívocamente cada propuesta artística concreta sino, además, en estos casos, ayudar a su interpretación histórica y contextual. Sin embargo, dicho sea escuetamente pero acertadamente: más allá de cada suceso singular, transformado en contenido y testimoniado en los lienzos, se encuentra, entre los determinantes resortes del dominio artístico, bien establecida, la palanca expresiva de la tipicidad estética que, axiológicamente, consolida siempre sus resultados.

La colección de imágenes –de la fotografía a la pintura– se transforma, pues, y salta del archivo a la galería, de la historia de los medios en la memoria museizable y del documento impreso, asumido como punto de partida, se apela recursivamente a la emergencia de los valores plásticos. Este es el juego de mutaciones encadenadas, que permite a Antoni Miró reivindicar su papel de intérprete del contexto social a través del arte de la pintura, levantando acta de su intensa concienciación, frente al entorno noticiable.

¿Hay, quizás, una “poética”, un programa regulador, una normativa apuntada, que estructure directamente la construcción de este tipo de planteamientos pictóricos, en los que la serie “MANI-FIESTA” se fije y se refleje? Sin duda, algunos de los parámetros destacados serían la pugna visual por la ocupación del espacio, la relevancia del encuadre y la tensa escisión entre los dominios interior y exterior de la propuesta. No en vano la clave compositiva siempre pasará, en estas estrategias, por la omnipresencia de los juegos que explicitan la relevancia y el poder de la metonimia que la retórica visual establece, concretamente de la sinécdoque, es decir “de la parte por el todo”. Justamente el diálogo nada fácil entre los rostros y el grupo, entre la individualidad y la masa se convierte en la palanca expresiva, determinante de la concepción de cada planteamiento que asegurará, a su vez, la caracterización alternativa de las diferentes obras.

Se trata, además, de ejercer una capacidad de acentuación de ciertas escenas significativas en la totalidad del conjunto, previamente encuadrado. Y, en este estado de cosas, un mayor enfoque o desenfoque, un procedimiento de intensificación aplicado a los recursos coordinados y/o contrastantes del color o, incluso, una acentuación potenciada de las formas expresivas de los rostros pueden ser –alternativamente o acumuladamente – básicos en la sintaxis y la semántica subsiguientes. Porque, sin duda, la percepción resultante, por parte del observador –en la fenomenología de su experiencia estética, conducida por la acción compositiva–, siempre es clave en los resultados interpretativos y preferenciales propios de las lecturas de las obras.

A menudo, incluso en la vida real y no sólo en su representación plástica, en esta dialéctica existente entre las totalidades y las individuaciones propias de las manifestaciones cívicas, pueden acabar destacando –espontáneamente o de forma inferida– ciertos elementos caracterizadores. Así, por ejemplo, unos libros, unos paraguas, un lugar, una estación del año, una fecha o unas circunstancias determinadas han terminado, de hecho, para dar nombre a una cita específica o a un evento históricamente recordados ya de manera genuina: la reciente “Manifestación de los paraguas en Hong Kong”, “la Primavera Valenciana”, “Las acampadas madrileñas del 15– M”, “los enfrentamientos de Gamonal” o “Las protestas de la Plaza de Tiananmen”, pueden ser referencias paradigmáticas de lo se ha indicado.

En este sentido, siempre me ha llamado la atención la rotunda determinación selectiva, puesta en práctica por Antoni Miró, a la hora de discriminar operativamente, entre las históricas funciones del arte, aquellas que precisamente se han ido identificando mejor con sus tareas comunicativas, a través de su versátil trayectoria. Me gustaría, en este sentido, recordar –aunque sólo sea a grandes rasgos– como la diacronía de opciones posibles –activa todas ellas desde el clasicismo hasta la modernidad– se había inspirado, en principio, a partir de aquella tabulación horaciana (a la Epístola ad Pisones), revisada después a caballo entre el siglo XVI (Ludovic Castelvetro) y el XVIII (Jean-Baptiste Dubos), que matiza funcionalmente sus aspiraciones. Puntualmente, tengamos muy en cuenta, en este contexto, que entre el prodesse, el delectare y el movere se fueron abriendo paso, además, el deprehendere y el laxare animum. Pues bien, en pocas palabras, el itinerario artístico de Antoni Miró siempre ha consolidado recorriendo gradualmente al desarrollo (a) de las funciones del prodesse (la utilidad informativa y el aprovechamiento educativo); (B) del movere (apelando a la conmoción y al impacto afectivo); y (c) del deprehendere animum (agudizando la sorpresa escenográfica). Mientras que, por el contrario, podemos aseverar que se ha distanciado habitualmente, más bien, (a1) del sugestivo delectare y/o (b1) del eficaz y pertinente laxare animum, entendido y abierto a la generalizada distracción y al tentador ocio estético, cada vez más incisivos y solicitados, de hecho, en las sociedades contemporáneas.

Más de una vez, en esta línea de cuestiones, han sido subrayados, por varios comentaristas, su ascetismo pictórico y sus prioridades referenciales, conminatorias y comunicativas. Y así continúan –también en esta serie “MANI-FIESTA”, que comentamos– activas, constructivamente y funcionalmente, estas estrategias y procedimientos, que quieren reflejar de forma abierta el pulso circundante de nuestras complejas existencias, justamente en estos contextos críticos, difíciles y comprometidos en los que afloran desafecciones y adoctrinamientos, disidencias y desahucios, impunidades y apatías, cinismos y hostigamientos, deslegitimación y miserias eso sí, entre reivindicaciones y nuevas exigencias sociales de mayor impacto, resonancia y participación ciudadana.

De estos horizontes vitales afloran precisamente nuevos panoramas artísticos y se derivan esas miradas tensas, airadas y doloridas que a menudo recurren los lienzos más recientes de Antoni Miró, como símbolos y metáforas de unas circunstancias y de unas situaciones límite, prácticamente globalizadas, en todas partes, en la actualidad. Imago animi vultus, apuntaban y decían expresivamente nuestros antepasados. Sin duda, “el rostro humano, en determinadas coyunturas, puede transformarse en el mejor espejo del alma”.