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La abarcadora y penetrante mirada de Antoni Miró

Wences Rambla

I

A estas alturas de su trayectoria artística, hablar de Antoni Miró resulta fácil, pero también difícil. Difícil porque ¿qué hay que no se haya dicho sobre su obra, sus motivaciones, lo que le ha impulsado desde muy joven a pintar, esculpir, grabar…desarrollar acciones de índole cultural, etc.? Y fácil porque hablar de su arte y de su vida viene a ser prácticamente lo mismo, y encima Miró, siempre ha estado erre que erre en pos de lo mismo y a través de un mismo camino.

Ha estado en pos de escrutar la realidad humana y viva, lanzando su mirada para efectuar un análisis del estado de la cuestión, y cuestionar las estupideces, las incongruencias y las injusticias que el ser humano es capaz de hacer y llevar a cabo sobre el propio ser humano. Y toda esa indagación la cuestiona y nos la cuenta a través de sus imágenes a lo largo de cuarenta años o más.

Y ese camino que ha emprendido y en el que continúa es el mismo. A saber, el de la coherencia, el de la franqueza expositiva −narrativa, descriptiva, discursiva−, y de la persistencia en unas técnicas y medios que, aun con la evolución que el tiempo impone, ha sabido mantener a su manera contra viento y marea, sin escuchar el canto de sirena que las modas continuamente dejan oír. Fiel a su trayectoria ha sabido no obstante emplear el instrumento −la herramienta plástica y conceptual− para llevar a feliz término la manifestación de su pensamiento, la claridad de su actitud, y la rotunda brillantez de sus formas pintadas, coloreadas, incisas, hechas alto o bajo relieve, de bulto exento, etcétera.

Y en ese discurrir vital y artístico, por el que ha ido diversificando sus formas pero en pos de un mismo objetivo −donde lo vital, lo social y lo ético van siempre entrelazados− ha llegado a un estadio, que parece que le falta por tocar, que es el de fijarse (abordar con más insistencia) en todos esos aspectos de los que digo son su sino, su meta… observándolos, escudriñándolos a la luz de una nueva situación −la que le es consustancial−, de un nuevo topos −el que les es propio−, de un nuevo lugar −donde se imbrican de un modo especial−: la ciudad.

Miró es un personaje −todo quisque lo sabe− que ama la naturaleza, que vive en ella, que se cabrea ante las continuas afrentas que se le hacen. No es baladí que el Mas Sopalmo sea eso, una reivindicación de su inserción en la misma y en un paisaje a la hora de vivir la cotidianidad de su vida y de los suyos. Y es eso lo que le ha llevado en los últimos años a trabajar, extensa e intensamente en una serie, Vivace, donde todo cuanto gira en torno a aquello −la naturaleza, el paisaje y la filosofía de la sostenibilidad− lo ha expuesto magníficamente mediante sus creaciones plásticas.

Pero Miró, aunque hasta este momento no lo hubiese explicitado, no por ello no reparaba en ese amplio espacio, rugiente y en continuo cambio, que supone la ciudad; faltaría más. Pero sí ha ocurrido algo innegable: su abordaje específicamente plástico de lo que ese lugar, como base de convivencia, de desarrollo y de injusticias significa desde que el hombre las levantó, se asentó en ellas y se refugió tras sus murallas físicas y/o mentales; hace de eso muchísimo tiempo. Y ya no quiero retrotraerme a la Antigüedad, ni siquiera al arranque de las ciudades medievales de cuyos orígenes tanto debe el extremo al que ésta, la ciudad, ha llegado hoy. No, no quiero ir tan lejos, simplemente situarme en el momento actual, el de la ciudad contemporánea. Esa ciudad que modernamente despierta cada día, se levanta imparable, como vino a decir el futurista Umberto Boccioni al titular su memorable cuadro, una pintura de 1911, La città che sale. Más aún, posiblemente haya sido un suceso ocurrido en la Ciudad de las ciudades, en la Babilonia de la modernidad, sin duda alimentado –que no justificado– por la mecha del incendio escampado lejos de esta, tan nuestra, civilización en continuo progreso (es un decir). Civilización blanca, etnocéntrica, prepotente, creída y estúpida que es, a fin de cuentas, la que nuestra sociedad capitalista ha sido capaz de crear.

En fin, no le demos más vueltas, es a partir de los sucesos del 11-S de 2001, que como sorpresivo aldabonazo que recorrió todo el orbe, cuando Miró se fija de un modo especial y empieza a preguntarse qué está ocurriendo en la ciudad, a reparar que la sociedad y sus más variopintas formas de vivirla tiene mucho que ver con la ciudad − esa organización sistémica de salud, cultura, higiene, escolarización, bienestar…−, tiene mucho que ver con las ciudades −como mapa o ámbito de convivencia, sociabilidad, intercambio de pareceres más o menos democrático−, pero también con los desarrapados del campo, los emigrantes, los refugiados que desde lugares inhóspitos por guerras y hambrunas acuden a la ciudad moderna, contemporánea, cual esperanzada tierra de promisión, deslumbrados por los neones de las luminarias y de los lujos consumistas. Pero ese refugio no acaba de ser venturoso para todos ellos, sino que también tiene sus contradicciones que se resuelven del modo más dispar.

II

La ciudad como conglomerado de gentes, generadora de ocupaciones, acontecimientos y sucesos, viene a ser, en términos dramatúrgicos, un gran teatro: un macroespacio donde cada día desde el amanecer hasta el anochecer y la madrugada suceden un sinfín de cosas, en medio del griterío y del bullicio más ensordecedor, en medio del silencio más espeso. En definitiva cada día la ciudad se levanta −que decía Boccioni− y comienza el espectáculo: gentes apresuradas que van a sus trabajos, mendigos y lastimosos por las esquinas, remedos de cantautores por los pasillos del metro dando la tabarra. Escultores de su propio cuerpo que, mediante el mimo más quietista y ensimismado, deleitan a unos viandantes y son despreciados por otros. No faltan dibujantes callejeros, echadoras de cartas y de la buena ventura. Ni vendedores de papelinas, medioescondidos en una calleja o al amparo de la arboleda de un parque. Tampoco, por supuesto, rapaces haciendo el despistado a ver qué bolso de qué despistada señora arrebatan de un tirón…, y todas estas actividades en medio del tráfico más ensordecerdor que pueda pensarse.

Pero la ciudad también es un conglomerado de intereses. No olvidemos que las ciudades han devenido desde las ciudades-estado griegas hasta los modernos estados en centros de poder. Qué mejor ejemplo que recordar el eje Roma-Berlín-Tokio, de infausta memoria; que para hablar de un país se haga mencionando su capital oficial: Según París, tal y tal cosa…; el gobierno de Londres está dispuesto a no sé qué; disminuye la tensión entre Moscú y Washington tras poner fin al enfrentamiento que hasta hace poco tenían sobre…. En definitiva, la ciudad centro de poder, solar de tejemanejes del signo más variado, pero también campo de acción de muchas cosas interesantes. Y entre ellas, y hablando de un artista no podemos −aparte de por su función social− dejar de fijarnos, como así hace Miró, en esos contenedores de arte (a pesar de que algunos o en algunas partes de ellos podríamos dudar de si es arte o banalidades lo que encierran) que son los Museos. Y así, nuestro artista, viajero impenitente por lo demás, no deja de ofrecernos su particular visión de estos centros −también de poder, aunque bajo otra especificidad−. Y así, son paradigmáticos sus bloques de pinturas-objetos, alargados como alargada es la factura de las imágenes de los rascacielos que construye Miró. El retazo interior, por otra parte, que del MACBA nos ofrece, o el exterior del Museo Serralves, sin olvidar la sala de Turbinas de la Tate Modern o el pozo de escaleras del valenciano IVAM. Todo ello presentándolo mediante imágenes nítidas, concisas, esenciales de configuración y representadas en una cortante y asimismo nítida geometría. En otros cuadros notamos un cierto aire deconstructivo: de formas más explosionadas, como ocurre con la imagen del Guggenheim bilbaíno, o más calidoscópicamente fragmentadas como en el del Guggenheim neoyorkino.

Parece por tanto que Miró cuestiona, con sus enfoques y retazos iconográficos, es decir, mediante la construcción y la forma de lo estructural (tectónica y apariencia) las estructuras mismas institucionales que forman parte del hecho expositivo. Suerte de metonimia y metáfora conceptuales que teje plásticamente, no obstante, con una gran finura; como quien no quiere la cosa, como quien no desea forzar la máquina…, lo que posiblemente sea la manera más inteligente de realizar una crítica más eficaz.

Lo mismo sucede con las imágenes de todos esos seres que por la ciudad pululan. Personajes que siendo sin embargo lastimosos unos, penosos otros, problemáticos los más, sin que falten los de faz, cimbreo o atractiva apostura, los pinta, compone, perfila, ubica, contextualiza según un modo −el que caracteriza a Miró qué caray!− que, sin cebarse en lo truculento ni en el feísmo desgarrador, sirven para activar en el espectador, a través de su contemplación, la fealdad que entrañan las situaciones negativas a que han dado lugar, la ignominia de las almas de no pocos desalmados que van sueltos por ahí, justificando sus acciones en favor del bien común, de lo mejor para la sociedad, de lo mejor para la paz… pero que, de quitarse las caretas, nos quedaríamos sorprendidos de ver quiénes realmente son, quiénes se ocultan cínicamente tras ellas.