Antoni Miró o la crítica de la mirada serena
Rosalia Torrent
Las razones se defienden mejor con la serenidad. Por eso lo que encontramos en esta serie de obras de Antoni Miró tiene la mirada profunda de la convicción. Observando esas bicicletas halladas en la niebla, en los bosques de idilio somnoliento, frente a mares de colores profundos o metamorfoseadas por la mezcla del imaginario surreal, a lo que en realidad atendemos es al compromiso con la naturaleza, a la sabia lección del decirlo todo acerca de ella sin describirla miméticamente. Hay mucho de inquietante en las lúcidas propuestas de Miró, tanto que los paisajes nos duelen ante el temor latente de su desaparición, quizá, como aquí se transcribe, ante el avance imparable del asfalto, peligrosa metáfora de una civilización sin cultura.
En efecto, quizá algún día bajo el asfalto esté la playa, quizá la arena complaciente con el estío y la dulce somnolencia quede sepultada por el inevitable gris de los caminos industriales (tan distintos de esos caminos de tierra, dibujados “golpe a golpe, verso a verso”). Y ese quizá es el que remueve la conciencia del pintor, el que le impele a luchar contra la probabilidad, el que le mueve a exponer sus obras para que actúen contra los desiertos grises, en deliciosa metáfora -esta vez- de una civilización que cree en la ecuación cultura-naturaleza.
Fue esa fuerte carga metafórica de la obra de Antoni Miró la que un día nos llevó a solicitarle que una de sus pinturas figurase como referente para un curso de verano sobre viajes que estábamos organizando en la universidad de Castellón. Representaba ¡cómo no! una bicicleta. Deliciosamente detenida en el paisaje para que nos detuviéramos en él, misteriosa y cálida, poseía la huella de la persona que recientemente había pedaleado y que, finalmente, pleno de “Empordà y de boira” (los dos referentes que nos prestaba el título) la había dejado viva junto al bosque -misteriosamente enhiesta y contemplativa- para que ella también tuviera su momento de éxtasis.
Si he recordado esta historia es porque creo que resume con claridad algunas de las sensaciones que un espectador pueda tener frente a determinadas obras del artista al que nos estamos refiriendo. En aquel momento las personas que mirábamos sus pinturas, buscando la imagen definitiva que representara nuestro curso, vimos un perfecto símbolo del viajero, cuyo fin último sería detenerse para mirar. Y lo que quiere encontrar es, sin ninguna duda, las cosas en su sitio; en el bosque árboles, en el cielo colores, en la playa arena. Cierto que hay ciudades asfaltadas, pero a la ciudad quizá le convenga el asfalto, no así a lugares que meditan paisajes, no así a espacios que gritan naturaleza. En este sentido, la imagen de Miró, como tantas otras de sus imágenes, reivindican la pausa necesaria, el descanso de la mirada en una belleza no exenta de misterio.
Misterio que debe de la inquietud serena -lo habíamos dicho antes-, que no nos devuelve el placer de lo simplemente conocido; y aquí encontramos al pintor con recursos, que tiene cosas que decir y las sabe decir de un modo inequívocamente personal. Más que con el discurso pop, sin duda presente, cabría relacionar estas obras con las propuestas surrealistas y metafísicas, tanto por su gran carga crítica como por su poder de sugerencia; no en vano Miró reconoce a Magritte, no en vano se descubren en él latidos de Giorgio de Chirico. Junto a ellos la ironía dadaísta, la misma que le hizo componer otra de las piezas que nos atrajo a la hora de buscar una obra que cubriera el amplio espectro del mundo de los viajes; esa maleta por él mismo bautizada dadá, cuya etiqueta de “urgente” adherida a uno de sus costados contrastaba con el lugar donde el espaciador la podía hallar, en las cercanías de una colina de rasgos castellanos. Sola, como abandonada, y sin embargo diciéndonos que hasta ahí llega el ser humano, y que quizá, y de nuevo, éste ha decidido detenerse para mirar. Cualquier equipaje cabe en las maletas mironianas, pero el más inmediato es el de las preguntas que generan; todo viajero puede pedalear sus a veces extraños vehículos, pero para cada cual el destino o el tiempo será diferente, porque sus imágenes parecen quedar suspendidas en el aire, detenidas en el espacio existencial y procurando al espectador tiempo de ver, tiempo de pensar, tiempo de saberse y sentirse diferente.
Antoni Miró -de todos es sabido- ha cubierto un amplio espectro de temáticas y modos a lo largo de las últimas décadas. Nos atrajo en su día su compromiso social, su clara mirada ética. Ahora, afortunadamente lejos tiempos de trágico desasosiego, conserva sin embargo intacto su compromiso, volcado, entre otras obras de temas diversos, en esta especie de serie de viajes sin viajeros aparentes, tan sólo apuntados a través del objeto que les hace avanzar. Personalmente es en esas bicicletas, en esos bultos andarines, en alguno de esos barcos que nos regala y que nos espera en cualquier parte, donde yo encuentro hoy al Miró que más me dice. Quizá el afán de huida nos acompañe a todos, quizá quisiéramos tener, en ella, fieles compañeros de ruedas, remos, cueros o vapores, y quizá queramos, también, saber detenernos en el lugar donde el paisaje perviva, sin la mano perversa que quiera teñirlo de gris industrial.