La ciudad y el museo
Ricard Huerta
Olor a ciudad
Podemos detectar la presencia de la ciudad desde una cierta distancia. La percepción no es únicamente visual. Nos llega también el sonido y el aire contaminado. Tenemos la sensación de que estamos siendo absorbidos por una maraña densa de reverberaciones. Sabemos que allá hay vida, que las contradicciones hierven en un éxtasis de conflictos. Y esta misma percepción del conflicto resulta atractiva por su impacto. Nos vamos acercando a los espacios ramificados de la concentración urbana y empezamos a transitar por una serie de zonas híbridas y, en última instancia, sórdidas. No obstante, instalados ya en los márgenes, comprobamos que allí también hay movimiento. Suburbios, polígonos, descampados, ruinas, escombros, vertederos, gasolineras... Una barrera que no es nada psicológica nos advierte de la llegada a los límites: los grandes carteles publicitarios que empiezan a inundar el paisaje. Retroceden los árboles y se desvanecen los colores de la vegetación, se inicia el dominio fecundo de los grises, obstruidos por los fuegos de artificio de las vivas tonalidades del reclamo anunciador.
La ciudad tiene sus propias leyes. Las aglomeraciones caracterizan y definen su aspecto. Todo se acumula en el ámbito de la ciudad. Los ritmos son allí por acumulación. La gente, los edificios, los vehículos, los ruidos, las dinámicas, la riqueza, la pobreza, la miseria, la ostentación, las luces en la noche, las sombras durante el día, la injusticia. Todo gira y todo se mueve en el espectáculo que genera la aglomeración urbana. Aunque Antoni Miró ha preferido, por decisión personal y como opción de vida, distanciarse de este espectáculo urbano, construyendo su hábitat cotidiano en un paraje alejado de la ciudad, lo cierto es que se siente urbanita en su condición de artista. Aunque se admite ajeno al perfil histriónico del habitante urbano, tampoco desea perder por completo el contacto con esta realidad que le atrae sobremanera, por sus conflictos y particularidades propias. Hace años él mismo decidió instalarse fuera de la ciudad, ausentarse del ruido para habitar una masía enraizada en un paraje natural. Una tensa carretera (ahora se las llama autovías por su peculiar distribución de carriles) ha venido a cruzar tangencialmente aquel hábitat del Mas Sopalmo, espacio casi venerable. Resulta evidente que, muy a pesar de la decisión que tomó el pintor de vivir alejado de las aglomeraciones, Antoni Miró siente una gran atracción por la ciudad, especialmente por sus problemáticas, pero también por los museos y las gentes. En algunas de sus series, entre ellas las últimas, se detecta este interés de forma acentuada. Vemos en sus cuadros la mirada del observador, del turista, del inquilino. Para Antoni Miró la realidad que delatan las ciudades es un pozo generoso de imágenes y de ideas, de semblanzas que merecen reconstruirse. Las desigualdades y la beligerancia de los sectores más desfavorecidos ocuparán también los espacios de sus cuadros, verdaderos recortes de la imaginería urbana.
Un contenedor de cultura y desajustes
La ciudad ha sido constantemente motivo de interés por parte de los artistas. Una de las referencias clásicas sería “La città ideale” (“La ciudad ideal”), la pintura que se consideró durante siglos una obra Piero della Francesca, que se conserva en el Palazzo Ducale de Urbino, una pieza que se ha atribuido recientemente al arquitecto Luciano Laurana, quien trabajó para el Duca Federico Montefeltro. Ha sido el historiador del arte Walter Hanak quien más ha insistido en la teoría a favor de Luciano Laurana, ya que en aquel momento histórico del Renacimiento Laurana estuvo trabajando en la construcción del magnífico Palazzo Ducale de Urbino, un espacio diseñado en el cuadro que guarda, además, ciertas semejanzas de proporción con los espacios públicos del propio Urbino. Como proyección de deseos, o bien como documentación histórica, la representación del medio urbano es una constante de los intereses de visualización llevados a cabo durante siglos por parte de artistas, arquitectos e ingenieros. Y no solamente como recurso gráfico. Desde la literatura o la música también la ciudad ha sido fuente fecundísima de argumentos, transformando así el interés por las aglomeraciones en un elemento clave de la creación artística. Idealizadas, veneradas o replanteadas, las ciudades que han sido motivo de atención por parte de los artistas nos enseñan una realidad que se ha forjado en relación con el aumento progresivo de la población. Dicho aumento eclosionó en el siglo XIX con la industrialización, y desde entonces hasta ahora nunca ha cesado en su empeño por insistir en un crecimiento que no parece tener límites. Precisamente en el momento actual, algunos artistas han centrado su atención en las zonas limítrofes, como es el caso de Juan Ugalde. También en los trabajos de Edward Ruscha podemos observar esta pasión por las zonas limítrofes: aparcamientos, gasolineras, calles y autopistas, montañas cercanas, son algunos de los focos de atención de este artista norteamericano que tan sobriamente relata los elementos de su ciudad fetiche: Los Angeles. En el caso de Antoni Miró, el límite está en el desalojo, en la desigualdad o en la incertidumbre.
Recopilando entre los movimientos de la modernidad, tan afectos al tratamiento de los espacios urbanos, conviene recordar también el interés que los artistas de grupos de las vanguardias históricas como Die Brücke o Der Blaue Reiter, y desde luego todo el movimiento expresionista afincado en el Berlín de entreguerras, como uno de los focos de atención más característicos del tratamiento de la ciudad. Las escenas callejeras berlinesas del pintor Ernst Ludwig Kirschner, así como la obra de sus compañeros de grupo y tendencia Karl Schmidt-Rottluff, Erick Heckel o Emil Nolde nos acercan a una realidad ambiental que continúa retratando muy acertadamente algunos de los elementos distintivos del desasosiego urbano. París, Londres, Tokyo o Nueva York han sido durante siglos atractivos puntos de encuentro de artistas que han plasmado en sus obras la fascinación por el espectáculo urbano. La pintura, el grabado, el cine, y los medios de comunicación, incluyendo las tecnologías más recientes, delatan el entusiasmo de los artistas por tomar como foco de atención creativa la imagen de la ciudad. En el decurso de esta vorágine interpretativa encontramos el pincel detallista de Antoni Miró capturando aquellos fragmentos elegidos de sus ciudades preferidas. Y a pesar de su condición de espectador, nuestro pintor no delimita sus percepciones al mero retrato, sino que rescata aquellos aspectos que considera censurables y nos los presenta, acercándonos a ellos de la forma más cruda y limpia. En la lectura que el artista ha realizado de la ciudad encontramos un momento decisivo que acentúa su relato urbano: el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Evidentemente, un hecho crucial como éste, con el que se inaugura un nuevo concepto del desequilibrio mundial, y también un nuevo siglo y milenio, no podía dejas insensible al pintor, quien desde entonces ha manejado con más énfasis sus descripciones urbanas, excavando así la materia asfáltica de sus motivos. Los trabajos de Antoni Miró nos aparecen aquí como una generosa fuente de datos visuales de lo que podríamos llamar una sociología histórica del cuadro ciudadano. Vendrían a ser como una especie de relato en imágenes de acontecimientos muy próximos al público (y al relatador) debido a su transmisión por los medios de comunicación, una especie de rugir mediático que el pintor desmenuza en sus explícitas composiciones. Gracias a los vivos colores de la paleta del pintor de Alcoi nos adentramos en aquellos fragmentos de la realidad que ya habíamos devorado en los medios, pero que ahora nos aparecen resueltos en forma de imagen congelada, de punctum (tal y como lo describía Barthes) que retrata la imponente realidad de la muerte desde la afanosa experiencia vivida. Es la lucha por erradicar tantos desajustes la que ayuda a Antoni Miró a continuar motivándonos con sus composiciones.
Sabemos que la ciudad recoge todos los elementos del poder que desde el estado se establecieron durante los siglos de la modernidad: el poder militar basado en el ímpetu de la coacción, el poder económico basado en la fuerza del capital, el poder político organizado desde la autoridad, y el poder ideológico auspiciado por la influencia cultural. De hecho siempre se habla de ciertas ciudades como "centros de poder". Es por ello que, como ciudadanos responsables y críticos, aceptamos el reto de participar con nuestras ideas y con nuestro esfuerzo en el intento de mejorar las relaciones de poder imperantes en la ciudad. Las reflexiones pictóricas de Antoni Miró no pueden ser recibidas como meros panfletos de elementos puntuales, sino como verdaderos ensayos donde se cuestionan las actitudes prepotentes y exageradas de los poderosos, frente a la situación injusta que padecen aquellos a quienes la sociedad de consumo no ha favorecido. No podemos entender el poder como una parcela incuestionable. Al contrario, debemos elaborar un discurso atractivo y propio que desencaje muchos de los actuales mitos en los cuales se basa el abuso de poder.
La ciudad y el museo como espacios identitarios
Algunas ciudades han optado por reunir en sus museos espacios dedicados a la vida urbana, dentro de un juego de espejos en el cual el lenguaje resulta proyectivo. Como muestra cercana, en el Centro Cultural del Conde Duque nos encontramos con una colección de arte peculiar, ubicada en el llamado Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid, y que destaca por tener como materia de intercambio entre las piezas allí expuestas el escenario de la ciudad a través del cual podemos obtener un marco de reflexión artística. La colección que se ha reunido contempla algunos de los nombres de los artistas más destacados del panorama español de los últimos años, pero su auténtico valor reside en la temática elegida como eje nuclear del conjunto: la ciudad. En las salas de este museo encontraremos piezas importantes de artistas como Andreu Alfaro, Carmen Calvo, Úrculo, Arroyo, etcétera, pero lo cierto es que sus nombres y sus particulares obras acaban formando parte de un entramado bastante más complejo gracias al cual nos adentramos en algunos de los detonadores sociales y culturales que revisten la ciudad de dos identidades contrastadas: la ostentación frente a la miseria. Polos opuestos de un mismo diagrama que acaba por contener matices siempre atractivos para el visitante. Más allá de las políticas urbanísticas que acentúan las diferencias entre estamentos sociales, más allá de las destrucciones arbitrarias y del negocio de la especulación, la ciudad mantiene su pulso vivo. Sus gentes palpitan en este nudo de intereses del cual en parte son víctimas, pero también se convierten en actores de un guión que acaba siendo mucho más pregnante de lo que se pueda suponer inicialmente. La inquietud de la población en la cotidianeidad de los usos urbanos deviene un combate constante con las contradicciones del propio escenario de la ciudad. Las calles de la ciudad se convierten en cuadriláteros pensados para la lucha, donde cada contrincante se enfrenta al resto de sus vecinos en una encrucijada de intereses que acaba forjando un mar de nuevas transferencias, el fruto de las cuales no deja indiferente al artista, quien intentará plasmar estos complejos intercambios de energía a través de sus recursos estilísticos y de su implicación en los procesos cívicos, sociales y solidarios. Todo esto llevará al creador hacia mayores retos en su Intención de plasmar aquello de lo cual es partícipe.
Como síntoma de complejidad, la ciudad acoge los dos bastiones de la oferta social: los espacios públicos y los espacios privados. A medida que irrumpen en nuestras ciudades las nuevas tipologías de culturas, observamos cómo se nutren de ambivalentes contrastes los indicadores antes conocidos e Incluso aceptados. El conjunto de la población tradicionalmente autóctona abandona los espacios públicos para ocupar la actualizada presencia privada. Mientras los oriundos optan por ocupar las zonas de ocio, los hipermercados, los multicines y los grandes espacios comerciales, los recién llegados se ubican en los parques públicos, las calles y las plazas próximas a sus viviendas. Esta sintomática ubicación estratificada también se percibe en la demarcación zonal de la ciudad. Un barrio de València como Russafa se convierte en legado étnico por muchos motivos, entre los cuales conviene no olvidar los Intereses especulativos que acompañan al futuro proyecto, durante años prometido, del llamado Parque Central. Mientras los oriundos abandonan los parques y espacios públicos, los que llegaron hace poco utilizan este recurso del entorno geográfico para labrar mayores lazos de contacto social. Esta cuestión, llevada al extremo de patrimonio, seduce al estudioso por su especificidad. Pero lo cierto es que el contraste entre público y privado sigue siendo un ejercicio de capacidad entre los diferentes estratos y estamentos sociales.
La ciudad ruge y urge. Arquitecturas del hambre
"Sólo en apariencia es uniforme la ciudad. Incluso su nombre suena de distinta forma en sus distintos sectores. En ningún sitio, a no ser en los sueños, se experimenta todavía del modo más primigenio el fenómeno del límite como en las ciudades. Conocerlas supone saber de esas líneas que, a lo largo del tendido ferroviario, a través de las casas, dentro de los parques, o siguiendo la orilla del río, corren como líneas divisorias; supone conocer tanto esos límites como también los enclaves de los distintos sectores. Como umbral discurre el límite por las calles; una nueva sección comienza como un paso en falso, como si nos encontráramos en un escalón más bajo que antes nos pasó desapercibido".
(Benjamín, 2005:115)
Uno de los atractivos más poderosos de la ciudad es su propensión al cambio, su entidad como zona de frontera. La ciudad nunca es definitiva, es un constante devenir de transformaciones. La ciudad está, realmente, siempre en construcción. En la pintura de Antoni Miró opera esta mirada hacia el paisaje inconcluso, aunque el propio pintor en sus cuadros la amara de concreción. La pincelada segura del artista de Alcoi nos transmite una ciudad de instantánea, casi fotográfica, de colores encendidos, de reproducción digital, de contrastes cromáticos ambientados en la fuerza que ejercen los extremos, de rotura de márgenes por la descripción acentuada de los bordes. La ciudad construye desequilibrios y desigualdades, y en las obras de Antoni Miró nos asalta el gozo de definir el espectáculo del contraste, en una reflexión de tono social que infunde valor a sus objetivos y perspectivas, a sus expectativas de cambios. El pintor capta aquellos detalles desafinados que germinan por todas partes en el suelo urbano. Su capacidad para armonizar en composiciones gráficas decididamente construidas nos traslada a un retrato de la ciudad donde se ha escogido como punta de lanza una posible y desatendida revolución de exigencias.
Una de las reflexiones más fascinantes que se han escrito sobre la ciudad se la debemos a Walter Benjamín. Se trata de un ensayo inconcluso en el que se recogen los trabajos recopilatorios de datos e ideas que a lo largo de trece años fue acumulando el escritor para la construcción de su libro sobre el París del siglo XIX, probablemente el emblema de la ciudad por antonomasia. Meticuloso e incisivo, Benjamín recoge los argumentos más llamativos de lo que significó la eclosión del París de los pasajes. Es precisamente en esta metáfora del pasaje donde incide el autor: el pasaje es lugar de tránsito, es calle, pero protege con sus cubiertas de cristal que permiten la entrada de la luz; el pasaje se basa en el factor comercial, fuente ideológica del nuevo sistema político; la arquitectura del hierro revoluciona la posibilidad de crear calles peatonales que antes habían sido transitadas por coches de caballos; el pasaje introduce el factor moda como moneda de cambio, al tiempo que elimina a las prostitutas de su interior.
La moda es el distintivo no solamente del vestido, siempre más enraizado en la mujer como figura que traslada y transmite sus mensajes, sino como factor determinante de los sistemas culturales y económicos de la modernidad. La mujer es parte de este sistema de la moda, aprovechándose del auge de las insignias. Mientras tanto, la moda expresa una creciente restricción de la esfera privada. Desde la moda se nos impone un ritmo de cambio s que delata nuestra propensión a la modificación urgente. En las mujeres retratadas por Antoni Miró, los usos arrastran códigos. Permutaciones de papeles sociales, o al menos de sus apariencias. Los creadores de moda se mueven por la sociedad adquiriendo de ella una imagen, participando de la vida artística. Los escaparates y las revistas ofrecen arquetipos y modelos imitables. La búsqueda de armonía pasa por celebrar los colores y las formas que están "de moda". Se engendran guerras publicitarias entre los creadores de moda, las casas comerciales, y los magnates de la prensa. Como espectadores, asistimos a un duelo que en el fondo es una pugna por el dominio económico y por la creación de estándares culturales, mitologías del gusto. Los medios de comunicación se ponen al servicio de la mercadotecnia. Las marcas multinacionales del negocio de la moda recrean en sus colecciones los descubrimientos de los grupos marginales. Las tendencias en moda son canalizadas, en última instancia, por el orden establecido desde los despachos, que tienen en los medios de comunicación su aliado natural. En la reflexión de Benjamín (2005: 98): "La moda se hace únicamente de extremos. Dado que busca por naturaleza los extremos, cuando prescinde de una determinada forma no le queda más remedio que entregarse a la contraria (...). Sus extremos más radicales: la frivolidad y la muerte". En palabras de Naomi Klein, la autora del libro No Logo -considerado un auténtico manual del activista antiglobalizador-, ella nunca entendió por qué sus padres (que escaparon de la Norteamérica de finales de los sesenta para afincarse en Canadá, debido a su compromiso antimilitarista) nunca le compraron una muñeca Barbie, objeto pregnante que acabó finalmente convirtiéndose en un fetiche en su mitología personal.
Ciudadanos de ciudad. Transeúntes de silencios
El papel del visitante en la ciudad forma parte del entramado de sus calles, comercios y museos. La ciudad acoge al turista y al trabajador eventual, pero también a los desheredados. El umbral de la pobreza es el margen delirante de la condición social. El mapa urbano no está tejido únicamente de calles, plazas y edificios, sino que se nutre de desigualdades e intransigencias. La luz de los esplendores frente al silencio de la marginación. Son las maneras de la especulación. Cualquier Intento de establecer prioridades de atención social será rápidamente atajado por el ansia de beneficios rápidos.
La solemnidad de ciertas celebraciones arquitectónicas contrasta desmesuradamente con el atropello que sufren los barrios con estructuras generadas durante siglos por entidades o grupos que han ido adecuando sus necesidades a los resquicios de quienes maniobraban desde el poder. Pero la especulación y los atropellos urbanísticos se cruzan habitualmente en su camino con personas y grupos que intentan resistir, o al menos resguardar sus propios intereses colectivos. En una ciudad como València, en un momento como el actual, el panorama identitario se nutre de procesos saludables y sensibilizadores. Como semillas esparcidas por el territorio urbano, nacen entidades dispuestas a conservar su patrimonio heredado, reivindicado su idiosincrasia. Intentando poner a salvo peculiaridades y mitologías particulares, los colectivos activan su capacidad de convocatoria: Salvem el Cabanyal, Salvem la Punta, Per l’Horta, Salvem el Botànic... La voz de los artistas pasa a ser un elemento más, incluso pieza clave (Cabanyal Portes Obertes) en la telaraña de las nuevas interpretaciones y defensas. Frente a las denominadas zonas de sombra, espacios que suelen quedar desprotegidos tras el asalto urbanizador descontrolado, las organizaciones sociales exigen un mayor interés por generar espacios de intercambio habitables, pensados para la ciudadanía.
Según Benjamín, cuando se refiere a las grandes transformaciones llevadas a cabo por Haussmann en París, afirma que su ideal urbanístico fueron las perspectivas abiertas a través de largas calles rectas. Dicha tendencia establecida por Haussmann correspondía al deseo de ennoblecer las necesidades técnicas mediante una planificación artística. De hecho, "los centros del dominio mundano y espiritual de la burguesía encontrarían su apoteosis en el marco de las grandes vías públicas, que se cubrían con una gran lona antes de ser terminadas, para luego descubrirlas como si se tratara de un monumento" (Benjamín, 2005: 47). París en el siglo XIX vivía el florecimiento de la especulación. Las expropiaciones de Haussmann avivaron la especulación más fraudulenta. Un discurso del propio Haussmann en 1864 expresaba su odio hacia la población desarraigada de la gran ciudad. Dicha población crecía continuamente a causa del establecimiento de empresas. El aumento del precio de los alquileres arrastraba al proletariado hacia los suburbios. Haussmann llegó a autoproclamarse "artista demoledor". En medio de este panorama de desalojos forzados, los propios parisinos empezaron a extrañar su propia ciudad, y comenzaron a ser conscientes del carácter inhumano de la gran ciudad. Para Benjamín, el verdadero objetivo de los trabajos de Haussmann era proteger la ciudad de una guerra civil. Quería acabar para siempre con la posibilidad de levantar barricadas en París. Sin embargo, las barricadas tuvieron su papel en la revolución de febrero (Benjamín, 2005: 47). La barricada surgió de nuevo con la Comuna, y nosotros, en la actualidad, somos testigos de que un siglo después de la haussmannización de París, los estudiantes universitarios, junto con los grupos más reivindicativos del panorama intelectual, obrero y sindical, levantaron una gran barricada beligerantemente ideológica que conocemos como Mayo del 68.
En los detalles de la ciudad apuntados por las series de Antoni Miró recogemos las piezas de un entramado en el que flota la llama de la reflexión crítica. Mujeres, manifestantes, mendigos, turistas, edificios, museos, anuncios publicitarios, escaparates... Líquidos permeables que transitan como flujos de transformación constante. Se trata de cambios, de ejercicios vitales que transmiten una red de intereses y que solamente el artista está capacitado para ordenar a partir de un engranaje creativo. Destellos de lo que Walter Benjamín había desenmascarado con ochenta años de antelación: "El inicio lo marca la arquitectura como una labor de ingeniería. Le sigue la reproducción de la naturaleza como fotografía. La imaginación creativa se prepara a ser práctica como dibujo publicitario. La creación literaria se somete, con el folletín, al montaje. Todos estos productos están a punto de entregarse al mercado como mercancías. Pero vacilan aún en el umbral. De esta época provienen los pasajes y los interiores, los pabellones de las exposiciones y los panoramas. Son posos de un mundo onírico. El aprovechamiento de los elementos oníricos en el despertar es el ejemplo clásico del pensamiento dialéctico. De ahí que el pensamiento dialéctico sea el órgano del despertar histórico. Cada época no sólo sueña la siguiente, sino que se encamina soñando hacia el despertar" (Benjamín, 2005: 49). Entendemos que el discurso gráfico del pintor Antoni Miró, así como su marcado posicionamiento ideológico, asumen el engranaje dialéctico del mismo modo que son fruto de una serie de coincidencias geográficas e históricas, con lo cual establecemos paralelismos que nos ayudan a entender un mensaje que se revela transversal en todos los sentidos.
No podemos evitar la comparación de las ciudades y de los momentos históricos. El París del que nos habla Benjamín, fruto de la eclosión económica propiciada inicialmente por la industria textil, coincide en un momento fructífero (en todos los sentidos) con la ciudad de Alcoi, ciudad natal del pintor Antoni Miró. Tampoco es casualidad que Alcoi fuese en el siglo XIX, y durante décadas, enclave de referencia de las reuniones internacionales de movimientos obreros, muy especialmente de los de signo anarquista. La tradición obrera de Alcoi es uno de los argumentos sociopolíticos más importantes de los países mediterráneos. En momentos puntuales, como foco de tensión, las miradas de toda Europa estuvieron pendientes de los acontecimientos que se generaron en Alcoi. Mientras tanto, la industria textil daba paso a otros rendimientos empresariales, entre los que conviene destacar la metalurgia y la industria papelera. La apertura internacional de la industria de Alcoi llevaba implícita una explosión de ideas y reivindicaciones obreras de gran alcance. En el ámbito de la producción artística, la vitalidad de las iniciativas que se han llevado a cabo en esta ciudad de las comarcas centrales del País Valenciano da como resultado un elemento particular: la pintura comercial. En Alcoi hay censados centenares de pintores comerciales. Se trata de una industria cultural que basa su economía en la exportación. Como fenómeno artístico, es un tema que no se ha estudiado todavía, pero que enlaza clarísimamente con el factor humano (carácter emprendedor), con las relaciones comerciales internacionales, y desde luego con la capacidad creativa y con la disciplina propia de un legado obrero. La posibilidad o condición aurática de dichas producciones es, como advertíamos, un elemento pendiente de análisis. Anotamos, como indicador valorativo, que en la pintura comercial no se da ningún componente reivindicativo.
Aunque inicialmente vemos a Antoni Miró como un observador privilegiado de la ciudad, como un intérprete de sus entresijos, lo cierto es que en los trabajos del pintor de Alcoi encontramos suficientes detalles como para tejer un entramado significativo de su condición de luchador. Se nos transmite a sí no solamente una postal pictóricamente atractiva de sus viajes y pasiones, sino ante todo un posicionamiento enérgico contra el silencio cómplice. La voz del pintor es la queja del poeta. La acción sobre el lienzo supone un reto, una implicación clara, una declaración de principios.
El artista retrata el museo
Antoni Miró nos ofrece su particular visión de los museos visitados. El artista se acerca de este modo a la institución museística como espectador, pero al mismo tiempo transfiere a sus pinturas la experiencia vivida, relatando su propia experiencia. Nos encontramos así con un nuevo modelo de juego de espejos, de mirada revertida, de confluencia de intereses y de interpretaciones combinadas entre quien mira y quien es observado. La operación tiene repercusiones constantes. Nosotros, como espectadores de las piezas de Miró, nos instalamos en un entorno reconducido, ya que cabe la posibilidad de ver las obras del pintor, de nuevo, en un museo.
Los museos y centros de arte se han convertido en instituciones de índole propagandística. Desde las instancias políticas más diversas, se ve el museo como la imagen más atractiva que poseen ayuntamientos, gobiernos e incluso empresas multinacionales. Además, el museo genera numerosas expectativas mediáticas, ya que los actos que allí se celebran (exposiciones, conferencias, proyecciones, reuniones, congresos, presentaciones) se convierten en material de primera entidad para los medios de comunicación. Esto acaba repercutiendo, evidentemente, en la capacidad comunicativa del museo, que se convierte de este modo en plataforma informativa y cultural venerada por todos. En los últimos años hemos asistido a una vertiginosa proliferación de museos, muchos de ellos de arte contemporáneo. La optimización del museo como forma de espectáculo se ha visto acrecentada, más allá de las colecciones exhibidas, por parte del factor arquitectónico. El espectáculo de la arquitectura del museo ya se engendró en la propia utilización del palacio del Louvre, a partir de la Revolución Francesa, en museo de acceso libre para todos los ciudadanos. También la National Gallery de Londres fue concebida como foco de atracción al visitante y como demostración de poder por parte del imperio británico. Las sugestivas formas que Frank Lloyd Wright generó para el Guggenheim Museum de Nueva York hace cinco décadas se han visto reforzadas con el impecable espectáculo arquitectónico articulado por Frank O. Gehry para el Guggenheim Bilbao Museoa. Y en esta línea de referencias, podríamos ocupar un anecdotario importante refiriéndonos a casos singulares como los auspiciados por Tate Modern de Londres, Macba de Barcelona, Gulbenkian de Lisboa, Moma de Nueva York, Pompidou de París, etc. Se trata de un itinerario geográfico-arquitectónico en el que los espacios y volúmenes del edificio construido compiten en interés con la obra artística en ellos expuesta. Este curioso comportamiento de las actuales costumbres funciona como catalizador entre los visitantes de la ciudad. Antoni Miró nos acerca a este escenario cautivado por su imaginería, y nos relata su vivencia mediante composiciones pictóricas en las cuales o bien la arquitectura, o bien el propio artista auto representado, o ambos a la vez, nos transmiten el placer actual del comportamiento del visitante, quien, a su vez, se convierte en intérprete de la narración.
Sobre este tipo de cuestionamientos, sobre el papel que ejercen los museos en el panorama actual, Mercè Ibarz opina que uno de los nuevos caminos elegidos por dicho proceso es el de la repolitización del museo, "la renovación de la mirada política desde el museo de arte contemporáneo" (Ibarz, 2003: p. 59). Comenta Ibarz la estrecha relación que mantienen los museos y los poderes mediáticos, refiriéndose a un proyecto expositivo orientado por el director del Macba, Manuel Borja-Villel, titulado La ciutat de la gent, en el que se intercalaban historias de vida con imágenes propias del panorama artístico. Es a partir de este modelo de iniciativas que podemos llegar a convencernos de que aquel trabajo que nunca realizarán los medios de comunicación, es posible articularlo a través del museo y del arte. En algunas de sus imágenes, Antoni Miró aparece utilizando la cámara de fotos y orientando el objetivo hacia el espectador. Es en este flujo de miradas donde recala nuestro mayor interés.
El museo de la gente
El museo ha sido durante siglos esquema de solidificación. Por suerte, desde hace unos años, esta realidad ha cambiado, de manera que la institución museística ha debilitado dicho concepto de conservación y mantenimiento de colecciones, para pasar a convertirse en espacio de comunicación, con una vitalidad y una serie de atractivos muy acordes con el nuevo escenario mediático, cultural y político. El museo busca nuevos públicos, pero sobretodo intenta conectar con sus visitantes. La preocupación ha pasado de las colecciones y piezas hacia el visitante. Los usos y costumbres que se habían apoderado de los museos han dejado paso a un nuevo uso de la institución mucho más permeable a la realidad en la que vivimos. De hecho, el interés por la opinión del público se basa en la reflexión acerca de las opiniones de los visitantes, a quienes va dirigido realmente el esfuerzo expositivo. Antoni Miró convierte esta nueva tendencia en fuente de inspiración, y pasa a participar de forma decidida, en su condición de visitante, de la peripecia esplendorosa del museo-espectáculo. Todos nos sentimos atraídos por las nuevas políticas museísticas. Antoni Miró, además, participa con su pincel, y a través de sus creaciones, del papel de generador de instantáneas pictóricas. Miró visita el museo y lo recrea en su pintura. Sus pinturas pasan, después, a las salas de exposición. Este trabajo tiene, en el fondo, una vertiente pedagógica en el conjunto de las series de Miró, ya que su reflexión es plástica, pictórica, visual, pero ante todo participativa respecto a un nuevo momento cultural.
El museo es una de las instituciones más importantes de la ciudad. De hecho, la ciudad y el museo se convierten en elementos educativos de primer orden. La educación artística no está en las aulas, ya que no existen especialistas que la impartan en la enseñanza obligatoria. Es por ellos que el museo -la ciudad-, adquieren entidad pedagógica, ya que se convierten en los escenarios adecuados para el aprendizaje del arte por parte de la ciudadanía (Huerta, 2004, 2005; Martínez, 2002). El papel del museo y la ciudad en la formación ciudadana adquiere una relevancia propia, ya que articula, desde fuera del entorno curricular, un verdadero espacio educativo.
La calidad de vida de las personas pasará también por su capacidad y control en el momento de administrar su propio tiempo de ocio y educación. A lo largo de toda la vida (no pensemos que se trata exclusivamente de una obligación para público menor de edad, o en situación escolar), la persona se encontrará con una serie de ofertas artísticas y educativas que podrá utilizar como resortes propicios al goce y la reflexión crítica, o bien dejará perder una serie de oportunidades al respecto, en función de su interés y capacitación. Si entendemos que una forma positiva de crecer pasa por aumentar nuestro bagaje, por incardinar nuevos argumentos, entonces deberemos abrir las oportunidades al arte, tanto desde los medios como desde la institución museística. Los equipamientos culturales se convertirían así en escenarios útiles para el ciudadano, y los museos se rían, sin duda, el elemento privilegiado de este nuevo planteamiento educador y formativo. El museo puede ser, incluso, el punto de encuentro con aquello que puede llegar en el futuro, las nuevas ideas, los nuevos enfoques, las posibles perspectivas de cambios. El ciudadano, tanto el que habita la ciudad como el que la visita en cualquier momento, utiliza el museo para gozarlo y para detectar nuevas orientaciones, en el más amplio sentido del término. Esto supone, además, dotar de una entidad más democrática a la institución, apostando por una nueva definición del ciudadano.
En una sugerente clasificación aportada por Trilla (1999: 24), encontramos un análisis de los significados y de las dimensiones que podría tener una supuesta ciudad educadora. Trilla se refiere a tres dimensiones, que podríamos definir del siguiente modo: a) la ciudad como un contenedor de educación (aprender en la ciudad); b) la ciudad como un agente educativo (aprender de la ciudad); y c) la ciudad misma como contenido educativo (aprender la ciudad). Estas tres dimensiones nos servirían para enmarcar el concepto de museo y también el de ciudad museo. Es decir, no solamente el museo formaría parte de una ciudad educativa más amplia, sino que el museo pasaría a convertirse en piedra de toque paralela de dicha realidad, espacio imprescindible para llegar a un verdadero conocimiento de la ciudad. Antoni Miró, en sus cuadros, pinta de hecho este modelo de referencias, ya que arbitra un seguimiento concienzudo de los papeles educativos señalados. El pintor bebe de la ciudad para generar su obra. Y el pintor, cuando exhibe dicha obra, forma parte del entramado cultural que oferta la propia ciudad como escenario de intercambios culturales. Todo un reto, de nuevo asumido por nuestro artista de Alcoi.
Apunta Olga Martínez (2003: 283) en su ensayo sobre la alquimia pedagógica que se establece entre el museo y la ciudad, que en lo relativo a la vertiente crítica y de participación, desde la pedagogía se ha demostrado que cuando se enseña a los otros es cuando más se aprende, es decir, que el saber se aprende comunicando. Vemos que la lección magistral de Antoni Miró pasa por asumir dicha responsabilidad: aprender y transmitir aprendizajes en un esfuerzo solidario por comunicar sus ideas e impresiones de artista. El mestizaje en Miró pasa por atravesar constantemente estas barreras entre lo aprendido y lo ofrecido, con lo cual nos da de nuevo una lección de humildad en su cometido artístico.
Los mordiscos de la urbe
La ciudad se afana por enseñarnos sus mejores galas. La maraña de elementos visuales que nos ataca desde el espacio urbano delata en realidad su interés por recopilar los cambios sociales, económicos y culturales que se suceden sin descanso en su seno. Los movimientos humanos expresan sus particularidades. Pero la ciudad también nos agrede con el ruido, la polución ambiental, y nos deleita con sus campanilleantes advertencias publicitarias que configuran, en última instancia, el propio paisaje urbano. Como si de un juego de niños se tratase, la ciudad nos regala sus mejores estridencias con sirenas de policía, ambulancias y bomberos, con semáforos y señales que inundan las referencias visuales del entorno, con elementos de mobiliario urbano y anuncios impresos que exageran y extreman nuestra capacidad de recepción, con edificios de alturas desconsideradas que exaltan la soberbia en función de la verticalidad y el vértigo consecuentes. Las viviendas se entrelazan con los usos extralimitados que de ellas se hace. Sabemos que las comunidades de inmigrantes acaban por utilizar cualquier rincón de una vivienda como habitación, ya que viven en unas condiciones muchas veces inaceptables. Y también sabemos que serán precisamente estos grupos de inmigrantes con pocos recursos económicos quienes padecerán los ataques racistas de los grupos violentos organizados. Todo esto es "la película" de la ciudad, y si bien un clásico como "West Side Story" nos contaba a través de canciones algunos de estos síntomas, algunas propuestas recientes como las de los directores Ken Loach en sus relatos de ambiente social al estilo de "Lloviendo piedras", o la contundente "En construcción" de José Luís Guerín, nos animan a pensar que los lenguajes del arte sirven también para provocar análisis valientes de las situaciones más diversas.
En esta línea de observación y posterior denuncia se sitúan las obras de Antoni Miró. En sus series nos habla de gentes que pululan por la ciudad arañando unas migas de existencia frente a la desproporcionada riqueza de los poderosos, de grupos de trabajadores que luchan pacíficamente en las calles manifestándose para reivindicar unas condiciones laborales más justas, de mujeres que sufren el acoso desde su situación de desamparo, de niños que padecen abusos la mayoría de los cuales son ejercidos por sus familiares más próximos. De gente que sufre en la ciudad. Pero también de gente que ejerce su vida desde la ciudad, y que transmite su imagen como parte implicada en los procesos del espacio urbano. Antoni Miró recoge los detalles más desgarrados de esta latencia y los desparrama por sus lienzos con una capacidad minuciosa para encajar cada mínimo recelo en su justo contenedor. Es el esfuerzo del artista por relatarnos su visión, y su desasosiego. Nos desplaza así hacia la esfera del desplome, situación incómoda donde las haya, y de este modo nos instala en un necesario malestar que nos conduce hacia posiciones reivindicativas y esperanzadoras. Sin desmayo, sin desalientos, los cuadros de Antoni Miró nos inyectan la suficiente carga de rabia como para experimentar una saludable descarga emotiva, en la cual nos apoyamos para acceder a un más que aconsejable estado de reflexión.
En una ciudad como València las exageraciones nos ocultan en demasiadas ocasiones la certeza de numerosos desequilibrios. El uso de las calles en determinados momentos del año para espectáculos tan aireados como las fallas o las cabalgatas en sus más diversas manifestaciones, junto con el impacto lumínico que invade las calles en las horas nocturnas, no son sino síntomas de excesivas vanidades, detalles que decoran con sus esplendores los parcos resultados en materia de equidad social. Detrás de estas llamaradas impactantes, efecto de su mediterraneidad enquistada, la ciudad vive los mismos atuendos internos que cualquiera de las ciudades del sur de Europa, un entorno aquejado por viejos males en los que el destello de ciertos brillos oculta con su impactante luz la trastienda de un conjunto de zonas mucho más sombrías.
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