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Antoni Miró 1973

Rafael Canogar

El verano de 1973 ha sido para mí el encuentro con Antoni Miró. Cierto que lo conocía desde antes como artista, también como difusor de auténtico arte desde esa bonita ciudad de Altea, donde Toni Miró ha sabido modelar el marco de su vida y obra.

Mi exposición en su Galería me dio el motivo para hacerle diversas visitas y dialogar de la forma fácil y cómoda de dos personas que se entienden, que piensan igual.

Miró pertenece a esa raza de hombres atentos a su entorno, a la contaminación y banalidad de la vida, a la manipulación y abuso de los predadores, vigilante en suma de los pujantes signos del caos y deterioro de las relaciones humanas.

Sus imágenes son de violencia y protesta, pero no se trata sólo de una «poética plástica del rechazo», está presente el juicio moral, que con su acción y la de otros tantos como él hará posible el despertar de una conciencia del mal, que pueda traer el análisis y búsqueda de una nueva filosofía. Sus «bandas perforadas» y tramos confundido con las desoladoras imágenes de sus cuadros, no hace sino poner en entredicho, lúcidamente, las teorías imperantes de la superioridad tecnológica y racionalista.

Toni sabe que puede haber otros medios, quizá más eficaces de reformar los hechos que denuncia, lo sabe y los pinta, «pero no basta el gesto, es necesario constituirse en hecho artístico, en lenguaje» –como ha dicho Ernesto Contreras en un juicio artístico sobre el pintor–. Miró ha eliminado toda rémora estética, sin renunciar a ningún valor plástico expresivo, para una inmediata comunicación del tema y creación.