Antoni Miró
Josep Corredor Matheos
La obra de Antoni Miró nos es bien conocida, tanto a través de sus numerosas exposiciones como por su ya abundante bibliografía. Y hay algo en ésta que conviene destacar: no se limita a reproducir las pinturas, grabados y esculturas del momento sino que, en las diferentes monografías, se incluyen también, en gran proporción, realizaciones de etapas anteriores. De este modo, con cierta insistencia, que considero hemos de agradecer, nos permite tener siempre a la vista el conjunto de su producción.
El arte de nuestra época ha estado, y lo sigue estando, a pesar de que algunos consideren que la historia haya llegado a su fin —justamente cuando ésta parece acelerarse—, sometido a toda clase de cambios, debidos unos a la dinámica interna de la creación plástica y otros a la rápida transformación de la sociedad. A esta presión, cada uno ha respondido según sus intereses profundos, incluidos aquellos que poco o nada tienen que ver con el arte. En el caso de Antoni Miró vemos que todas las cartas están sobre la mesa, permitiéndonos apreciar la coherencia de su evolución y su autenticidad.
El personaje que aparece absorbido por la jugada en la pintura Kasparov, escacs i personatge, de 1988, es el mismo de El bevedor de 1960. Es decir, revela el principio o arranque de la actitud del artista ante el espectáculo del mundo, contemplado como algo distinto y hasta ajeno, pero que nos implica irremisiblemente. Y esa actitud es de rechazo. El mundo, para el artista —Antoni Miró en este caso— está mal hecho. De ahí, precisamente, su feroz crítica. Las Caretes del cuadro de 1960 con este título ya hacen suponer ese juego de velar y desvelar la propia personalidad implícita en el arte y en el desarrollo de este artista. Mediados los años sesenta la crítica se hará más violenta: el ensañamiento en la figura humana de Crit, dejuni forçós, de 1966, supone la denuncia de la propia condición humana. La raíz del horror —debido, en lo profundo, al error— está en el propio hombre: es a él mismo a quien inflige ese dolor, y una de las imágenes que, tempranamente, nos lo muestra es la pintura titulada Esquizofrènia, de 1967. Aquí el rostro del hombre se desintegra, como lo harán más tarde, de otro modo: en los primeros setenta, en el desdoblamiento de las figuras y las vibraciones que las envuelven.
A veces se diría que el artista se complace en el horror. O tras, que hace de su obra un cartel, agresivo, que nos sale al paso. Los aspectos negativos se potencian y extreman, en efecto, hasta hacerlos reventar. Se nos agarra con fuerza para llevarnos ante una realidad que con frecuencia preferimos ignorar y no se nos ahorra ni un ápice de ese horror. Pero advirtamos que en la actitud del artista hay un acento irónico y a veces sarcástico. Nada hace más daño a nuestro adversario que la burla, y Antoni Miró no quiere tampoco ahorrarle nada de aquello que haga más eficaz su acción. La careta que le permitía en sus inicios enfrentarse simbólicamente al mundo real —el verdadero adversario— se volverá con el tiempo más compleja. No consistirá sólo en los aparatosos y divertidos disfraces de Els titellaires, de 1987, sino en toda la acumulación de elementos que, básicamente, llenan el espacio de sus cuadros y figuras volumétricas.
Como ocurre en el mejor arte nos sigue diciendo lo mismo: ahora ya no ingenuamente, pero de manera más directa. La acusación, el reconocimiento —la confesión, diría, en nombre de todos—, le induce unas veces a la reflexión y tristeza del retrato —autorretrato de un modo u otro, sin duda— de la pintura de 1960 que abre la magnífica antología de Joan Guill de 1988 y, en otras ocasiones, cada vez con mayor intensidad, a pasar al ataque, cogiendo el proteico toro por los cuernos, con el peligro que ello siempre entraña.
Todo este dolor y crueldad, la injusticia fundamental que se denuncia, tiene su otra cara en el amor. Este, quizá también por pudor, no asoma con la inocencia primordial de la pintura con la mujer Nua —tal es su título — de 1964 o, retrocediendo un poco más, con el amoroso deleite con que se gusta del mundo en el Bodegó amb meló de 1960. El amor lo reconocemos en negativo. Pero es felizmente inevitable que el artista deje ver, como por descuido, sus inclinaciones más profundas. Y, con frecuencia, sus escenas más cruentas, sus sátiras más duras, están pobladas de signos, aparentemente accesorios, que revelan el objetivo último. El color, entonces, en contraposición con aquello que se denuncia, tiene notas alegres. Porque la obra es imagen de una fiesta en que todas las potencias, y todas las impotencias del hombre, tienen su papel. Y el artista es, de todo ello, testigo, parte y, en definitiva, creador.