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Antoni Miró y el crédito de la realidad

Santiago Pastor Vila

“En el fondo del sostenido y proteico trabajo de Antoni Miró hay, desde el primer día, una decisión crítica proyectada sobre el hombre y sobre la sociedad que el hombre occidental ha creado. Unas veces es el grito de denuncia, otras es el sarcasmo revulsivo, de vez en cuando es la misma incongruencia de un arte acorralado por las propias hipótesis. De aquí la profunda sugestión que deriva. Y la lección”.
Fragment del text Jove com és encara, de Joan Fuster, 1977

“El problema siempre ha consistido en la dosis de realidad, en el contenido que orienta esa captación de la realidad, en la altura, idoneidad y comunicabilidad del idioma utilizado. Otra cosa es retórica. Sin olvidar que el arte solo es una vertiente del gran proceso humano que tiene que escoger entre la plenitud y la destrucción. Importa mucho, por consiguiente, el hecho de coger, aunque sea por la cola, el toro difícil y peligroso del verdadero realismo”.
Passatge del llibre Panorama del nuevo arte español, de Vicente Aguilera Cerni, 1966

He afirmado alguna vez que Antoni Miró es un artista fusteriano. También lo fueron determinados artistas involucrados directamente en el proceso conocido como la renovación del 64 del arte contemporáneo valenciano, o próximos a este. Todos ellos se vieron influenciados, aunque de distintas formas y con diferentes grados de intensidad, por las ideas de Joan Fuster. Estoy refiriéndome a algunos de los artistas que se adscriben al movimiento de la crónica de la realidad (Miró, por ejemplo), a otros, como Boix, Heras y Armengol, o al propio Alfaro. Por supuesto no estoy aludiendo a un grupo de artistas organizado formalmente en torno a Fuster; como tampoco es el caso que este pensador indicara explícitamente las claves de un nuevo modo de participación en el mundo de las artes plásticas. Lo que pretendo subrayar de nuevo es que, como es sabido, desde la temprana recepción de Nosaltres els valencians, publicado en 1962, la notoriedad de Joan Fuster aumentó enormemente dentro de los ámbitos político (impulsando la oposición al régimen franquista de cariz nacionalista) y cultural (de forma muy intensa entre los estudiantes universitarios). Y, huelga decirlo, en el sistema artístico, que se encuentra dentro de la segunda área señalada (y, para muchos, también de la primera).

Así, durante la segunda mitad de los sesenta, y también a lo largo de la década posterior, algunos artistas trataron de reafirmar explícitamente la vertiente identitaria valenciana con su trabajo. Otros consideraban al ensayista de Sueca como un intelectual de referencia. U otros, simplemente, lo tomaban como modelo de mordacidad y escepticismo. No hay duda de que Antoni Miró hizo las tres cosas, fruto de la enorme admiración que profesa por el personaje. También hizo otras muchas, claro; entonces, después y ahora. Pero no puede cuestionarse que el artista alcoyano está dentro de la órbita de influencia del fusterianismo y que este es un hecho esencial para él. Además, se da cierta reciprocidad, a pesar de la inevitable asimetría: Fuster apreciaba al pintor y su obra. De hecho, tenía colgada cerca del lugar donde escribía la versión mironiana de La Gioconda, ejemplar de los setenta y, al mismo tiempo, premonitoria de la transición hacia la serie que dominaría la década posterior: Pinteu pintura.

Más que reconstruir la evolución seguida por el artista o que identificar las claves de la relación con Fuster y los efectos en su trayectoria, como sugiere el título de este escrito, lo que quiero es incidir en un aspecto concreto y, a la vez, muy significativo en cuanto a la comprensión de la obra de Antoni Miró. Con este breve ensayo me propongo hacer mención de la inequívoca apuesta por el realismo que demuestra la obra de este artista. No seré exhaustivo, recorriendo con comentarios concretos sus prolíficas series. Intentaré, por el contrario, hacer ver la oportunidad de esta elección como una herramienta que contextualiza en el momento inicial del reconocimiento de su trabajo por parte de la crítica, hace cerca de cincuenta años. Y también como un medio que ha cohesionado, dentro de la diversidad estilística, el variado conjunto de sus obras.

La reivindicación de la realidad se hace patente en todas las series en las que se articula la obra de Miró, a pesar de ser distintos los grados en los que se manifiesta en cada una. Algunas, como El Dòlar y otras de los setenta, son realistas por el hecho de estar completamente determinadas por la tensa coyuntura económica y política del momento histórico en el que se desarrollaron. También por la elección de un lenguaje que roza en ocasiones el hiperrealismo. Pinteu pintura o Vivace, en cambio, lo son por motivos distintos. Hacen de la historia del arte y de la naturaleza, respectivamente, dos ámbitos a valorar y preservar de los continuos ataques que sufren, como síntoma de sendos compromisos que el artista quiere extender al resto de los ciudadanos. Por ejemplo, en la primera, que lo mantuvo enfrascado durando todos los años ochenta, recogía y actualizaba, alterándolos, símbolos y referentes de los sistemas de significación tanto de la alta cultura como de la popular, para reformular o al menos cuestionar, según una poética que mezclaba la táctica del collage y la estrategia de la ironía, el sentido de la historia. Tampoco puede negarse que algunas de sus obras están imbuidas, en cuanto a la combinación de elementos significantes, de un aura surrealista. Pero el aspecto que quiero destacar ahora se concentra fundamentalmente en el plano de las motivaciones, los condicionamientos y las finalidades, y no en el de la configuración concreta, formal; en definitiva, de los resultados.

Desde el comienzo de su carrera artística ya se puede identificar cierto afán realista que calificaré de avant la lettre. El cuadro titulado El bevedor es el más claro ejemplo. Con realista no estoy aludiendo precisamente solo a la fidelidad figurativa que se denota mediante el lenguaje expresivo empleado. Tampoco se trata solamente de evocar explícitamente algunos problemas sociales de forma premeditada mediante el ejercicio de la pintura. Por eso lo tildo de mera anticipación.

Llegará a un posicionamiento plenamente realista un poco más adelante, cuando asuma la connatural historicidad del arte. Como sabemos, esto conduce a asumir dos aspectos fundamentales: por un lado, se pasa a considerar como un producto que es consecuencia de las determinaciones políticas y económicas que afectan a la sociedad de la que forma parte el artista y, más allá de estas circunstancias presentes, por otro, se reconoce la continua tradición de lo nuevo, insertando el trabajo propio dentro del curso de los hechos, de la historia del arte, como una parte singular pero relacionada con el resto: heredera del pasado y responsable frente al futuro. Además, el compromiso con la sociedad, “el arte al servicio del hombre”, como recordaba Fuster, comporta que se busquen efectos de cambio en la sociedad derivados de la acción individual. Se pasa, en definitiva, del campo de la sola expresión al de la comunicación con voluntad transformadora.

El asunto en el fondo es, en cualquier caso, que un determinado realismo ha sido un factor de atención constante a lo largo de su dilatada trayectoria artística (no en vano son ya más de seis décadas dedicadas principalmente al cultivo de la pintura, y también al de otras disciplinas como la escultura o la obra gráfica). Contamos con una brillante y extensa construcción teórica que se adentra en esta problemática: el texto La realidad rebelada, elaborado por Fernando Castro, quien conjuga en él enormes dosis de erudición y perspicacia al situar conceptualmente la poética realista de Miró. Antes, Román de la Calle había hecho notar de forma preclara, como es habitual en él, que la suya no era solo “pintura de concienciación”, sino que había un destacable grado de “concienciación de la pintura”. Comprender la recurrencia intencionada que informa “las imágenes de las imágenes”, a la que se refería también Román de la Calle, exige, a mi parecer, esta mezcla de finalidad ideológica y proceso de interiorización que caracteriza la obra de Antoni Miró. Está claro que este no es un posicionamiento único y exclusivo de este artista; pero eso no evita que le sea propio, igual que lo es de otros. Siendo sobradamente conocida la genealogía del realismo social valenciano, muchos verán concomitancias con otros planteamientos igualmente valiosos. Pero, como he dicho al comienzo, quiero dirigirme al problema centrándome solo en la obra de Miró y de la mano de Joan Fuster, principalmente.

El ensayista reflejó en El descrèdit de la realitat, libro publicado en 1954, cuáles fueron las “relaciones pintor-realidad” canónicas en cada periodo o movimiento artístico desde el Renacimiento, hasta los movimientos de tendencia posteriores a las vanguardias históricas. Fuster esperó al prólogo de la segunda edición (1975) para indicar qué entendía conceptualmente por pintura. Dejó escrito al respecto: “no es sino invención de imágenes, y sea cual sea la imagen que «intente» el pintor, siempre responderá, según una dialéctica concreta, a la imagen que aquella «realidad» le impone”. Así pues, para él, la realidad determinaba el acercamiento hacia ella, y lo hacía de acuerdo con un posicionamiento propio y voluntarioso del artista. Como se ve, no es una definición exenta de vaguedad y puede conducir a malentendidos por su parcialidad. Aun así, cuando se refiere a Goya, el de Sueca hizo una aclaración esencial: “lo que verdaderamente el pintor pinta no es la cosa —Doña Cayetana, Don Carlos y su parentela, las alcahuetas o los «majos»— sino su relación con la cosa”. Eso implicaba, en cambio, que la reproducción no era en términos representativos, de transposición de lo que se ve, sino significativos, de explicitación de otros elementos en principio vetados a la vista. Por eso, como explica Fuster, los artistas figurativos no copian la realidad, sino que, pintándola, la rehacen. O, añadiría yo, hacen otra cosa de ella.

El núcleo del discurso que informa el ensayo radica en el hecho de que para el intelectual valenciano había habido, a principios del novecientos, un “avalancha no figurativista” que había conducido al dominio de la abstracción, en sus dos vertientes, analítica y expresionista, y que generó unas primeras reacciones contrarias después, durante la primera mitad del siglo. Fuster destacaba, a mediados de la década de 1950, tres vías de retorno a la realidad que se habían producido: la Neue Sachlichkeit, los principios del “realismo socialista” y el surrealismo. A su juicio, todas ellas estaban ya agotadas entonces, en 1954. No obstante, estaba próximo un nuevo influjo proclive al realismo que se hizo especialmente notorio en el País Valenciano durante la década siguiente, como sabemos. Así, Fuster explicaba en el año 1975, en el prólogo de la segunda edición de su obra, que, en mitad de la compleja encrucijada de los sesenta, los caminos que convergían eran “el pop y el op, el «realismo socialista» y el hiperrealismo inodoro, y más, muchas más fantasías toponímicas”, pero que, ante eso, hubo otros que “adoptaron, con admirable insolencia, la etiqueta de «crónica de la realidad»”. Es bien conocido que Antoni Miró fue uno de aquellos.

Su posicionamiento, como el de tantos otros, constituye, evidentemente, solo una versión particular de una tendencia de carácter general, como ya he advertido. Tampoco representa un posicionamiento nuevo, estando alineado en origen con los paradigmas realistas del ochocientos: con los de Zola o Courbet, por ejemplo, o también con la vertiente crítica del último Goya. Pero, más allá de los pioneros, y de toda la tradición de cariz figurativo que ha adoptado una perspectiva crítica que los ha seguido, sobre todo es propio de esta corriente más amplia que acabo de mencionar, el de la crónica de la realidad, que ha tenido un especial desarrollo en el País Valenciano desde los años sesenta. La poética de Antoni Miró tiene en la figuración el sostén metodológico y el vehículo expresivo, y en los problemas de los individuos y de la sociedad contemporánea su más frecuente trasfondo impulsor.

Atendiendo a la modulación seguida a lo largo de su trayectoria, nos encontramos con los problemas de la sociedad en que vive; o con aspectos y figuras clave de la historia o de la política, o de la historia del arte o de la literatura, con hechos y personajes, en definitiva, del pasado y del presente, próximos o lejanos; o con las manifestaciones civiles más recientes, en Cataluña o en Egipto, o en otros lugares; o con víctimas y escenarios de guerra; o con indigentes que malviven dentro de sociedades opulentas… Todos son episodios o personajes conformados como núcleos de interés para el artista, que lo conminan a crear por razón de la situación que representan o atraviesan. Lo que hace, en general, es, pues, seleccionar un fragmento de realidad, presente o pasada, y, al pintarlo, erigirlo en el fundamento de una denuncia o de un reconocimiento que se presenta ante los otros para concienciarlos, como ya se ha dicho. Está claro que este proceso de concienciación exige realizar una doble mirada, hacia atrás y hacia delante simultáneamente, como sugiere el busto bifronte de Jano. Toda denuncia, de hecho, incorpora evidentemente una prueba testimonial; pero lleva también implícita una decidida voluntad de transformación.

La crónica de la realidad era una de las alternativas postinformales que propugnaba Vicente Aguilera Cerni, a mediados de la década de los sesenta, como consta en su Panorama del nuevo arte español, y se había presentado en forma de exposición, comisariada por él mismo, en el Colegio de Arquitectos de Barcelona en 1965. Este crítico valenciano se refería a la fulgurante invasión de las imágenes que se estaba dando entonces, que proporcionaba a los artistas la posibilidad de realizar un tipo de reportajes sociales. Para él, el pop art había optado por utilizar los elementos idiomáticos de la civilización de consumo, tanto objetos como mitos, mientras que entonces se podía pasar a usar un idioma nutrido por la civilización de las imágenes. Es obvio que la delimitación entre ambos dominios es difusa en muchas partes e inexistente en otras. La publicidad, los mass media, especialmente los televisivos, y el cine eran entonces potentes medios difusores de recursos visivos cada vez más impactantes, gracias a una creciente tecnificación de los usos comunicativos. Eso tenía que aprovecharse por su demostrada eficacia comunicativa. Sin embargo, lo esencial es que, para Vicente Aguilera, la crónica de la realidad, a diferencia del pop art, disfrutaba de credibilidad por la clara intencionalidad crítica con la que podía construir sus propuestas. Era, subrayaba, un movimiento acumulativo y comunicativo, tipificador y significante. En definitiva, la crónica de la realidad era la suma de realismo social y de experiencias visivas contemporáneas, concluía. Cómo ha indicado Bozal y puede apreciarse, la propuesta teórica de Aguilera “se movía a mitad de camino entre los conceptos marxianos tradicionales y el análisis de algunos aspectos propios de la sociedad de consumo y los mass media”. Para Fuster, en cambio, la crónica de la realidad era un “nuevo realismo, complejo pero evidente”.

También justo en aquel momento, a mediados de los sesenta, Tomás Llorens había definido la semiología estética contemporánea con un alto grado de sofisticación y de una manera especialmente adecuada para posicionar correctamente la intención política o ideológica dentro del proceso de creación artística. Explicaba que se tiende al polo de conflicto en el marco de referencia social de sus interpretantes y al polo sociocéntrico en cuanto a sus objetivos. Es decir, a una sociedad conflictiva (como para un marxista es cualquier sociedad capitalista) le corresponde un campo artístico que ilustre las tensiones propias de la interacción social en continua lucha de clases. El artista no podía ser, pues, más que un agente crítico que reflejara esta problemática y que contribuyera al progreso social. Creo que en la obra de Antoni Miró se aprecia bien la circularidad que puede deducirse del esquema de Llorens, que se caracteriza porque tanto la activación como el destino del proceso de comunicación del significado artístico se sitúan en el corazón del devenir histórico en el que se encuentra, en cada época, la sociedad y, por lo tanto, el artista. Es así porque las obras de Miró salen de una reflexión sobre las tensiones del mundo en el que vivimos y aspiran a generar nuevas acciones críticas, más allá de la que propiamente constituye cada una en cuanto mensaje formulado y conformado como objeto. La materia que toma como referencia motivacional es, concretamente, un conjunto amplio de distintas circunstancias específicas, propias de momentos históricos muy diferentes, alternando el ámbito local con el global; una selección vastísima de aspectos parciales, que, en definitiva, caracterizan de alguna manera su visión de la contemporaneidad. Al mostrarla a los otros busca, en el fondo, cambiarla junto con ellos.

Con esto último no hubiera estado de acuerdo Fuster, que pensaba que “la evidencia más radical contradice aquellas teorías que quieren sumir la obra artística y literaria en una pura historicidad, «engagée» en una época e incapaz, o casi, de superarla”. Admitía que el artista tenía conciencia histórica, evidentemente; pero eso no implicaba, según él, que su obra se agotara con la atención a las circunstancias de opresión coyunturales y la proposición de una respuesta dedicada a la acción. Parece haber cierta rémora romántica que incita a la afirmación personal exacerbada y la negación de la preeminencia del compromiso con los otros. Fuster pensaba que al artista le interesa su “uniquismo”. Y de eso derivaría una legitimación de la simple difusión de sus filias y fobias personales sin ninguna vocación transformadora, que es lo mismo que negar la función ideológica del hecho artístico y aceptar que, finalizada la moda de la representación, nos quedaría la muerte vinculada a la mera expresión.

Cómo decía antes, el redescubrimiento del realismo constituye un proceso de alcance extenso. Ciñéndonos a Europa, desde los años cincuenta en varios países y especialmente durante los sesenta en España, se pretendía acabar con la hegemonía de la abstracción de cariz expresivo, con el informalismo en nuestro caso. El estadio en el que se encontraba buena parte de la pintura europea durante la década posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial suponía la culminación de aquel largo proceso al que se refirió Joan Fuster, el de desacreditar la realidad doblemente en cuanto a modelo de referencia y como fuente primaria del código comunicativo. La crónica de la realidad era, por el contrario, un intento de dar legitimidad, de nuevo, a la realidad. Antoni Miró se comprometió con este proyecto desde su acción individual y configuró sus gritos de denuncia y clamores de libertad de acuerdo con los principios indicados. Las caras de unos niños negros tratadas con una penetrante dureza y un intenso cromatismo nos hablarían de la Lluita d’infants, de las iniquidades en los barrios más pobres de las ciudades de los Estados Unidos. Un Martin Luther King rodeado de aureolas vibrantes aludirá, contrariamente, a las posibilidades de cambio, llegando a conseguir la Igualtat per a tothom. Es una constelación dialéctica de hechos reales transportados al lienzo figurativamente. Pero, como he dicho, lo importante no es el realismo de esta opción lingüística o expresiva señalada últimamente. Lo fundamental es la óptica realista en cuanto a la selección del tema, la vehiculación de la denuncia y la esperanza de enderezar la situación.

No es que la figuración realista sea inconveniente o insuficiente: es que no está sola, sino que, más bien, acompaña al posicionamiento ideológico realista, que habría podido visibilizarse incluso con otro lenguaje. Por ejemplo, la denuncia del capitalismo feroz puede ilustrarse a la manera de una pretendida venganza mediante un dólar ahorcado. Estrangular un billete con una simple cuerda es un acercamiento irónico a una impugnación que el artista querría que fuera de mayor alcance. Pero esto no impide presentar el símbolo que identifica lo que combate con una cuidadosa precisión. Con otras dos obras de épocas posteriores ocurre algo similar. En el Retrato eqüestre se ejemplifica la globalización de la economía y la dominación de varias marcas con toda una serie de logotipos representados sobre el caballo que sustenta a un nuevo Conde-Duque malicioso, incidiendo en las relaciones impropias que se pueden establecer entras los poderes económico y político. También es el caso de Costa Blanca, donde se simboliza el interés lucrativo asociado a la depredación de nuestro litoral. Para todas ellas la motivación surge del ámbito de la crítica al sistema económico neoliberal. Son mensajes de protesta respecto a los asedios que afectan a la sociedad. Son consecuencia de un compromiso y con ellos se quiere transformar. Son una muestra de la apuesta por el realismo (sí, y también por una figuración crítica).

Aun así no todo es denuncia ni ansia de libertad en la obra de Antoni Miró, y procede recordarlo, aunque sea de forma muy breve, antes de finalizar. La protesta se alterna con el goce y el placer. Como corresponde a un “vecino del Mediterráneo”, hay otra dedicación en su pintura que acredita la realidad: la que se debe al hecho que está a menudo relacionado con la plasmación de la belleza corporal, especialmente la femenina. Esa es la fuente de belleza, como Fuster planteaba en la entrada correspondiente de su Diccionario para ociosos, que mira sin complejos concupiscentes. No tengo tiempo de tratarla ahora porque en la correspondiente al infierno ya dejaba claro que no se acabarían pronto (o nunca) los motivos por los que “la vida está montada de tal manera que, en realidad, muchas cosas —hechos y personas— que nosotros vemos y calificamos como «injustas», no tienen reparación posible en el curso de nuestra existencia temporal”.