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A propósito de «Sense títol», la nueva serie plástica de Antoni Miró

Wences Rambla

Tras la serie «Vivace», en la que Miró ha estado trabajando intensamente hasta hace prácticamente un par de años, éste prosigue en su aventura plástica que es tanto como decir en su aventura personal, dado que -como en otras ocasiones hemos señalado- su forma de ver la realidad y su forma de vivirla a través de la pintura constituyen un trenzado difícil de separar.

Como bien sabemos, desde hace un año, poco más o menos, el mundo parece haber cambiado con motivo de los sucesos ocurridos en Nueva York el 11 de Septiembre. Pero ¿es que acaso el mundo no ha ido cambiando, dando giros y tumbos, desde otras no menos, sino más, fatídicas fechas? Como desde el día, también un septiembre empezado en «1», en que fue invadida Polonia y que, por obra y gracia de la Blitzkrieg, pasó en menos de un mes a la historia de la opresión y al fichero de la masacre, quedando salpicada poco después esa tierra de funcionales campos de exterminio; o como desde el día en que un industrial alemán pidió excusas al gobierno nacionalsocialista por no ser, los hornos crematorios diseñados por su firma, lo suficiente eficaces en su cometido, al incinerar menos cuerpos por hora de lo en un principio previsto. O ¿qué no decir del primer linchamiento de un negro en la Norteamérica de los tiempos modernos?, y más recientemente ¿qué no decir de la retirada del país más poderoso de la Tierra del Acuerdo de Kioto en el que se intentaba poner freno a las emisiones de dióxido de carbono que, con el efecto invernadero que provocan, están causando desastrosas inundaciones en muchas partes del planeta y amenazan con causar mayores desastres en los próximos veinte o treinta años? Y así, podríamos sacar a relucir un rosario de fechas tan largo como truculentos y fatídicos han sido los hechos que en esos y otros momentos -y tras «sesudas» tomas de decisiones por parte de responsables irresponsables- pasaron y están pasando a engrosar la serie de hitos históricos de la desvergüenza y la barbarie. Algo que nadie como el ser humano es capaz de proyectar y llevar tan eficaz y refinadamente a cabo.

Pero en fin, a lo que íbamos. Y a lo que vamos es que desde un tiempo a esta parte de nuestro reciente vivir, se ha desatado con ocasión, bajo el pretexto, en concomitancia con, o como queramos llamar y/о pensar -más bien malpensar-, una caza de brujas en que, con el propósito de perseguir a los culpables (no digo que no los haya, seguro que sí y de los gordos), de paso, por qué no aprovechar la tesitura histórica para poner en su «justo» lugar a tanto inmigrante, tanto moro en patera, tanto sudaca pelagatos, tanto muerto de hambre piojoso, raro, peligroso, gente de mal vivir... -por cierto, ¿para quienes o qué son peligrosos? ¿quién o quienes propician ese modo «grato» de (mal) vivir?- Todo ello sin olvidar los conflictos una y mil veces apaciguados con promesas de justa redistribución de la riqueza, firmados en la paz sacrosanta de los despachos, bajo las cámaras de televisión, publicitados urbi et orbe, para prontamente ser saboteados, vueltos a negociar y así in saecula saecholorum, ante el desespero de los que tienen poco que esperar.

Ciertamente el panorama ha cambiado, y lo ha hecho en gran medida por estra incapacidad para resolver -querer realmente resolver- los conflictos. Y entre otras cosas, también ha cambiado -eclosionado un gran trastoque ante descomunal desfachatez- desde el punto de vista del «control descontrolado», porque la revolución y el poder ya no son sólo cosas de grandes ideólogos ni de detentar la fuerza disuasoria e incontestable de lo atómico, ni de otras delicatessen -como los «maravillosos» escudos antimisiles para proteger ciertos techos, mientras que a los demás, al resto del mundo, que les parta un rayo-. No, al parecer ya no. La situación ha cambiado diabólicamente porque en la era de la globalización, y en especial (si es que hay otra) de la globalización de los pobres universales, cualquier cosa es posible. Hasta el mismo hombre -o mujer o niño- devenido en hombre-bomba, hasta el mismo pueblo económicamente débil, hasta la más miserable de las sociedades (por su puesto a la visión etnocéntrica del hombre blanco y occidental, bien pensante y sin que le abandone su desodorante) parecen estar en disposición de hacer un jaque mate bien barato para nuestro escándalo. La bomba atómica de los desheredados de la Tierra es la bomba-persona, o las bombas biológicas que valen cuatro chavos. ¡Vaya, pues, si ha cambiado el panorama! Cualquier cosa es posible. De los dos bloques monolíticos de la guerra fría hemos pasado al bloque hegemónico de los Usacos, y de ahí a la obediencia sin rechistar si se quiere estar entre los «buenos». Sin embargo, todos somos culpables y, si se me apura, más nosotros, los occidentales pulcros, estudiosos, sabios -¿qué sabiduría?- que no hemos atendido a su debido tiempo otras formas de pensamiento, otras costumbres, otros modos de mirar y considerar la realidad. Se nos hincha la boca al hablar de multiculturalidad, mestizaje, hibridación, y así vamos desarrollando un lenguaje atiborrado de buenos presagios y deseos que metamorfoseamos no sólo en el lenguaje político y social, sino también el artístico con elucubraciones de toda índole, siendo así que en la mayor parte de las veces lo que subyacentemente se hace es intentar desarmar o acallar, o vampirizar, aspirar o agregar a los «buenos » aquella «pobre» gente. Es decir, controlar a los que piensan de distinta manera y pueden traernos problemas. Aparecen así diversas y no menos sutiles estrategia de osmosis a fin de integrar -como tantas veces hemos hecho- a los «otros no-yo», a los diferentes a nuestro sistema para hacerlos a nuestra imagen y semejanza, pero por supuesto que estén a nuestros pies, es decir, a nuestro servicio.

Pero en fin, no voy a seguir más por esta senda, que nadie se asuste. N o se trata de hacer un manifiesto de sociología política del momento, ni mucho menos; tampoco un panfleto provocador, aunque debo admitir la vehemencia con que he iniciado el escrito. Lo que trato de decir es que, pensamientos parecidos a éstos son los que vislumbro tras las pinturas, dibujos y collages de nuestro artista, objeto del presente comentario. O sea, sencillamente decir, como tantas otras veces he tenido ocasión de comprobar, que a Miró, siguiendo el ideal humanista puesto en boca del comediógrafo y esclavo liberado Publio Terencio: «homo sum, humani a me alienum puto», nada de lo real, verdaderamente humano le es ajeno. Como ser humano y como artista, Antoni Miró mira, observa, ve pasar las cosas, los acontecimientos... pero no se siente despegado de ellos. A su manera los siente y vive. A su modo los plasma y nos los devuelve hechos imagen. Únicamente -eso es evidente- que no nos los devuelve por escrito, sino que los exhibe, consecuente con su ser de artista plástico, a través de un conjunto de imágenes que como testimonios, no sé si reflejos exactos de lo ocurrido, de lo que ocurre -¿quién puede estar seguro de ello?-, pero sí, desde luego, a modo de recordatorios a guisa de inputs o claves que nos hagan pensar al respeto. Y lo lleva a cabo, conformando, construyendo un universo propio. Propio en cuanto a su forma de hacer (poiesis), propio en cuanto que supone el filtro de su mirada que subjetivamente la conduce a objetivar aquello que contempla y no le gusta humanamente hablando.

Y aunque él vaya más allá de la apariencia de las cosas y no se deje influir - frente a lo que algunos pudieran pensar, o al menos no absolutamente- por la cultura y la sociedad que suele imponer un modo cada vez más uniformizado de ver, es decir, de considerar las cosas, del modo políticamente correcto, no por ello nos lanza un discurso caprichoso y subjetivista, aunque sí -insisto- subjetivamente propio, como sujeto que es. Miró no renuncia al contexto en que vive como tampoco, eso está claro, al mundo donde ocurren esos actos, sucesos, enfoques, postura irredentas... que nos transmite según su peculiar téchne mimetiké o grafiké en sus cuadros grabados o esculturas. No, no es eso, o no es sólo eso. Antoni Miró escudriña la realidad de los acontecimientos y al alterar -he ahí una de las claves de su forma artística de mentar las cosas- la relación entre él mismo, como sujeto percipiente, el objeto (motivos) de sus obras y el «cómo efectúa» en éstas la reversión plástica de aquellos acontecimientos de cara al espectador, es lo que le permite que -sin desconectarse de esa realidad tozuda y comprobable de los hechos que vemos, sabemos, conocemos más o menos profundamente pero no nos inventamos por otras vías: televisión, prensa, radio...-, se nos presente de otra manera: según el orden que nos propone como pintor. Ese su orden icónico, que podemos entender o traducir por composición, sintaxis, articulación de los elementos que conforman -nos hacen sensible- su «texto», ha recorrido un camino lleno de alteraciones, modificaciones, matizaciones, hasta llegar al momento actual, en que nos lo ofrece.

Y en este momento, ahora, con su nueva serie por la que parece viajar el artista hacia dentro, muy adentro de su alma -que es lo mismo que decir cuán hondo son los sentimientos que lo exterior le provocan -apreciamos, en primer lugar, una serie de pinturas en donde bajo su gerentes títulos nos expone, como en una serie de eslabones, la cadena de acontecimientos directa o indirectamente ligados a la fatídica fecha del 11-S. Así en Manhattan survivor se observa el punto de arranque visual del presente periplo, orientado a resaltar el hilo conductor por el que, desde aquel chispazo y detonación urbanos, de tan gran repercusión mediática (y que sin duda sirvió para aflorar una serie de desgracias, desmanes, situaciones injustas... tan modernas como ocultadas o encubiertas), transcurre la corriente que enerva, energetiza, exaspera personas, personajes, al individuo corriente y moliente de esta cada vez más conectada sociedad.

Pero si Manhattan survivor nos revela el desconcierto de esos personajes cotidianos que no acaban de creerse lo sucedido, cubiertos de polvo como en un macro-miércoles de ceniza, en el también acrílico sobre lienzo titulado Mahattan Triptych nos ofrece la escena, cual cartela de anuncio de una película de acción, los frames de la secuencia clave del acontecimiento: un único plano soporte dividido por yuxtaposición interna de bordes pintados, no por adición de soportes físicamente divididos (es decir, según una ilusión de línea de recorte) las tres imágenes -tipo como tres momentos de los singulares y terribles fireworks en que se convirtió el espectacular impacto-derribo-desplome de las Torres Gemelas. Algo, tal impresión, que a cuantos ese día estaban siguiendo los telediarios, al ver un tanto despistadamente ese su ceso terrorista, creyeron estar ante un reportaje más sobre el cine de acción, pensando, pero ¿hasta dónde llegarán con los efectos especiales?

Pero como avanzaba, este acontecimiento lleva emparejado todo un entramado de hilos que Miró entrecruza y cablea. Así, en Grècia al British nos ofrece una familiar visión de gordas turistas y calvos turistas embelesados ante las maravillas de la Antigüedad expoliada por la Modernidad. Si recordáramos a Lessing cuando en la discusión relacionada con la pictura ut poiesis nos hablaba de lo espacial del hecho pictórico frente a lo temporal de la poesía (el que los cuerpos aparecen como el objeto propio de la pintura, mientras que las acciones lo son de la poesía, dado que los signos que ésta emplea pueden expresar objetos sucesivos), contemplando nosotros en el cuadro de Miró a los turistas embelesado ante el helénico grupo escultórico expuesto en el museo, bien puede afirmarse que no estaba del todo la razón de parte de Lessing; pues aunque aquellas figuras rotas, estáticas en su objetividad fragmentada, en su corporeidad mutilada, ofreciéndose a la mirada de los espectadores como cuerpos espacialmente detenidos y fijados en el tiempo, ¿acaso -apostillo yo- semejante fijación icónica, no está intencionalmente apuntando, transportando mentalmente al espectador -eso sí, atento y con actitud realmente estética- a otro sitio, mejor dicho, a otro tiempo: a la época de los expolios, del dominio de los poderosos e inteligente sobre los pobres e ignorantes? No hay ninguna duda, pues, de que en esa obra se da una patente alusión al parámetro temporal. En ella el concepto va más allá de los corpóreo detenido y fijado en la imagen pictórica: sirve para transportarnos sucesivamente por los vericuetos de la memoria y, por cierto, de una memoria salpicada de hechos poco edificantes.

Y de esta visión espacio-temporal (y que me perdone Lessing por enmendarle la plana) nos transporta el artista a la de los habitantes de Palestina. Así, en Intransigència nos encontramos frente a las figuras de un judío y de un palestino, forcejeando y vociferando a iradamente cual metáfora de una pugna en sesión continua, despiadada y cruel, la que no acaba nunca en realidad. Y de aquí, a visionar la hilera de detenidos en Palestins a Betlem -típica fila de prisioneros, atadas las muñecas con cintas rojas de plástico y andando frente a un fondo gris desvaído como un día de bruma en el Bósforo, intermediado por el cartel que reza «Be’er Sheva»- no hay más que un paso. Trayecto en donde se repiten, a su manera, los fondos desvaídos, los rostros brumosos... como el polvoriento paisaje de la ciudad herida o los desconcertados sobrevivientes neoyorkinos: rostros de perfiles velados como en los espectadores del British...

Es por eso que, en segundo lugar, podemos seña lar cómo en este su más reciente discurso plástico se está apreciando una evolución en la dicción plástica del pintor. Así, la nitidez en los perfiles y contornos de otrora que, con todo, aún persiste en sus bicicletas -como en la Вісі-presa de más reciente factura- al igual que en el juego lineal del trazado geométrico que va estructurando los diversos compositivos del Fossar de les Moreres, y sin olvidar cierto juego surreal en la adición de elementos figurados o matéricos en algunas de sus obras (en este sentido cabría subrayar en Manhattan explosion esa nube de cerillas que como micro chuzos en punta llueven sobre el distrito urbano clavándose en el suelo y asaetando una mancha roja de pintura: mancha por el pincel-brocha allí depositado, en collage; mancha de sangre por el significado metafórico que la situación impone), nuestro artista camina hacia una configuración de elementos en parte borrosos -especialmente las facciones de los rostros de los personajes- y en parte no, en determinadas zonas según un tratamiento cromático mate y en otras menos, en ciertas composiciones resaltando fantasmagóricamente el color -como en el violeta nazareno de las bocas-arcos del Coliseu- mientras que en otras dinamizando trazos y rasgos entre la borrosidad propia de una multiexposición fotográfica y las linee-forza de algunas pinturas futuristas, como puede apreciarse en Grup en moviment.

Esto cuando no es el caso en que nos muestra una peculiar sintaxis compositiva mediante el juego que efectúa entre planos y diversos elementos figurados, y el tipo de resolución cromática empleado, tal como se puede contemplar en determinadas obras, como en Piazza di Spagna donde combina en la visión de ese lugar tan conocido y transitado tres planos: uno de fondo en blanco (blanco lejanía, blanco lechoso del polvo del desastre, blanco desvaído de lejanos recuerdos ¿?), otro funcionando como primer término en donde se recorta un fragmento de la «vista» como si se tratara de la foto que todo turista toma -entresaca - de ese archiconocido paraje, y el plano «real» intermedio - que en lo pictórico es obviamente virtual- en donde se inserta -o donde sale- la susodicha «foto», convertido por ese subrayado pictórico, lo que conceptuaríamos como la tesis de la obra que comporta el tema representado en el cuadro.

Se puede comprobar, por tanto, que aunque el mensaje -por utilizar un término, tal vez gastado en nuestra posmodernidad, pero que todo el mundo al oírlo sabe de qué se trata- tiene peso en la obra de Miró, no por ello el «cómo» de ese mensaje, es decir, la forma que lo expresa plásticamente se descuida. En absoluto. Miró continúa esforzándose en la búsqueda de nuevos caminos, por donde vehiculizar su contenido, pero para constatarlos no hay que esperar -debo advertir- grandes movimientos telúricos, sino cambios paulatinos y seguros, que hay no obstante que saber ver. En demasiadas ocasiones los árboles del concepto no dejan ver la exuberancia del bosque, y en otras la magnificencia de éste el asunto que bajo la corteza de aquellos subyace. Pero ambos están, creo, ahí. Sólo no están para quienes no quieren verlos.

Y para terminar cerrando circularmente el texto, me permito apropiarse de una larga reflexión reciente, en forma de interrogantes, de John Berger, cuando nos recuerda que en todas partes, todo el mundo, se pregunta ¿dónde estamos? ¿Qué estamos viviendo? ¿Qué hemos perdido? ¿Cómo vamos a seguir adelante sin una visión de futuro medianamente posible? ¿Por qué hemos perdido toda visión de lo que supone la duración de una vida? A lo que los expertos ricos -prosigue el crítico británico- responden: la globalización. La posmodernidad. La revolución en las comunicaciones. El liberalismo económico. Estos términos son tautológicos y evasivos. De modo que a la angustiada pregunta de ¿dónde estamos?, los expertos apenan murmuran: ¡En ningún sitio! ¿No sería mejor, concluye Berger, ver y declarar que estamos viviendo el caos más tiránico que haya existido en el mundo? Pensemos, pero mientras lo hacemos, contemplemos la obra de Miró, nos ayudará a ello.