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Retrat eqüestre (Retrato ecuestre)

«A veces es necesario y forzoso / que un hombre muera por un pueblo, /
pero nunca ha de morir todo un pueblo / por un hombre solo: »
Salvador Espriu

Y no se trata de muertos ni heridos, aquí y ahora. La cuestión se vierte desde las ventanas del duro nepotismo que ejerció, en todo momento, un tal Gaspar Guzmán y Pimentel, por el tiempo, y por razones diversas, Conde-Duque de Olivares. Agotó muchas vías de autónoma administración de los viejos territorios de la Corona de Aragón, obligando reinos y tierras a contribuir para los gastos que la administración central del estado necesitaba para sus obsesiones bélicas en territorios de Europa. Su mano fue de hierro, bien dura e impertinente. Su habilidad para comprar voluntades, todo un catálogo de recursos espurios. Su ambición, sin límites, un paradigma constante a la hora de establecer la suma de los nuevos enemigos. Al fin, todo un caos administrativo, que tras su descenso en el aprecio real, supuso el desprecio general, el destierro, la soledad y la muerte. ¿Tanto para tan poco? Quizá, así, existan muchos tontos ..., demasiados. ¿Y decimos ambición y ascenso? El Conde-Duque no se ensucia las manos para bien poco, por el contrario abrazó, sin vergüenza, todas estas «dignidades»: Conde de Olivares, Duque de San Lucas la Mayor, Marqués de Heliche, Conde de Arzarcóllar, Príncipe de Aracena, Caballero, y Comendador Mayor de la Orden de Alcántara, Sumiller de Corps, Caballerizo Mayor y Consejero de Estado, Capitán General de la Caballería, Gran Canciller de la Indias, Alcaide perpetuo de los Reales Alcázares de Sevilla y, últimamente, ya, Alguacil Mayor de la casa de Contratación de Sevilla. Ni más ni menos. Su reconcentrada manera de llevar a cabo el gobierno de la cosa pública, hundió intereses de todo tipo, y castigó la disidencia de la alta nobleza que, hasta entonces, había sido líder en la corte de Felipe IV. ¿Sólo fueron «las altísimas dignidades» las que precipitaron al Conde-Duque hacia la desafección de sus más próximos? Puede que otras convergencias tuvieran parte esencial en su declive: la Unión de Armas, el Corpus de Sangre, la Secesión Catalana o, también, la Insurrección de Portugal, vinieron a marcar el hito de su derrota personal.

Y Velázquez, protegido por este Conde-Duque (amante, por otra parte, de las artes), hizo un espléndido, y barroco, escorzo a caballo de tan alto protagonista de la historia española. Y no sólo este cuadro ilustró la delectación de Velázquez, otros retratos testimonian la complacencia de uno respecto del otro. Eso sí, sin embargo, de la mano maestra del pintor salen maravillas que han atravesado la Historia del Arte de todo el mundo. Y como refiere el dicho popular: amor con amor se paga. Bien pues. Velázquez obtuvo el favor principal del hombre más poderoso del momento. Y lo pintó a caballo, privilegio que sólo tenían los monarcas. Y los humos de guerra y de victoria lucen en el trasfondo de un cuadro que trata, muy especialmente (aunque Tiziano presida el horizonte), del poder: el control absoluto del estado que ejerció el Conde-Duque de Olivares.

Y de esta obra del genial Velázquez ahora se deriva otra propuesta, no menos extraordinaria, del pintor de Acoi Antoni Miró: «Retrat eqüestre», del año 1982. Una pintura conformada en acrílico sobre lienzo y cuyas medidas son 200x200 (díptico). La imagen nos recuerda la pintura de Velázquez, claro está, pues una misma voluntad de transmitir el escorzo propio del barroco, preside también la obra del artista Antoni Miró, si bien, en este caso de la pintura contemporánea que nos ocupa, el trasfondo, o la cobertura paisajística, ha desaparecido, en favor de un efecto de telas plegadas que acoge la imagen central del Conde-Duque de Olivares. Desde aquella obra original del barroco español, podemos contemplar toda otra interpretación, toda otra crítica social, mediante un cuidadoso análisis de la realidad pretérita para construir un nuevo documento, o una proverbial, ya, manera de visitar la historia: la ironía como retórica informativa.

El artista Antoni Miró ahuyenta todos los monstruos existentes en torno a la figura, inequívocamente arisca, del Conde-Duque. El aparece con un flamante As de bastos empotrado en el sombrero de picos, manera de identificar el personaje por su maestría en hacer, del ejercicio de gobierno, todo un mundo de áspera dureza, y sin piedad. Y por si nos faltaba algo esencial, el Conde, ahora, fuma el cigarrillo que sustenta entre los labios del escozor. Un acto muy poco, o nada, bélico, pero que enmarca el astuto «valido» en las corrientes de un pop feroz, y vecino de la parodia. Otra muestra de la poderosa necesidad que Antoni Miró tiene para insinuar el exceso de poder que el personaje ha obtenido, esta presente en el cambio que hace de la bengala de Velázquez por una lanza de notables proporciones. Quizá, ahora, el Conde se convierte en un buen picador en plaza de toros imaginaria, con perfil anguloso, de cara fuerte, dura y rencorosa como la «Roca Tarpeya.» Los constantes «rojo y gualda», justo al lado del espolón sangriento, es toda una declaración de intenciones, y que nos acerca a la labor de crítica que el pintor Antoni Miró ejerce en buena parte de su obra creativa. El pintor toma parte, siempre, en los acontecimientos, por lejanos que estos sean, por difíciles de comprender que puedan parecer. Es como una voz que se añade, discreta, al mensaje que la pintura eleva.

Si de ironía hablamos, sin embargo, y tal vez incluso de humor helado, sólo necesitamos situarnos ante la obra de Antoni Miró para testimoniar lo que contemplamos: un mundo donde la publicidad ha tomado por la mano todo el escenario de la vida: «... la avaricia es de naturaleza malvada y perversa, que nunca sacia su voraz apetito, y después de comer tiene más hambre que antes ...» nos señala Dante Alighieri. Y nosotros, con él, aseguramos, que esta idea de incrustar en el cuerpo del caballo del Conde Duque toda la locura publicitaria del automovilismo y del tabaco (ni en el Autodromo Nazionale di Monza hay tanta publicidad ), resulta tan pertinente como realmente iconográfica. La maestría de Antoni Miró sitúa en primerísimo plano la industria del automóvil, tal vez la lujuria de las grandes marcas, como símbolo de la maldad de un mundo insaciable que muere y mata por el reconocimiento social, o por todo el poder que confiere, a los humanos, la posesión de estos mecanismos de falsa gloria: «... la avaricia es como la llama, la violencia que aumenta en proporción al incendio que la produce», dice ahora, a propósito de lo que comentamos, Séneca. Y vale la pena reflexionar en torno a estos asuntos como lo hace Antoni Miró, quien se enfrenta, en metáfora indirecta, a la vocación de hombre rico que siempre manifestó el Conde-Duque. La virtualidad de reducir el empuje metafórico nos facilita las ganancias de la interpretación.

Otra ironía, y bien grande quizá, radica en la base de la propuesta que nos hace Antoni Miró. En las patas del bravo caballo del Conde-Duque hay, a modo de recortable, unos papeles que pueden hacer la función (que desde siempre han hecho en los cromos de los niños) de verdaderos pies de la imagen. Así, el Conde-Duque se convierte en un cromo en manos de los chavales que juegan en la calle, sólo empujados por la vida y por la voluntad de diversión. Quizás, incluso, el Conde-Duque se ha transformado en un monigote. ¿Cabe mayor ironía? ¿Mayor transferencia de la realidad? ¿Mayor osadía para reescribir viejos capítulos de la historia?

La fama, la dureza de la fama y su atisbo anacrónico, deviene, a veces, si no siempre, un descalabro de crueldades sin fin. Los hombres pierden el juicio, y la cordura, para alcanzar migajas de fama, y ​​de todo lo que vive en su entorno. No diremos, ya, de las cosas que, en nombre del capital, que supuestamente ayuda a tener un reconocimiento social, se llegan a hacer, por parte de tanta y tanta gente. Y no importa la moneda de cambio, ni los agravios, ni las insatisfacciones posteriores, tan sólo la vehemencia de un frágil poder ya es bastante incentivo para perseverar en la lucha sin freno: «... la fama es peligrosa: su peso es ligero al principio, pero se hace cada vez más pesado soportarlo y bien difícil de descargar», indica Hesíodo. Y Antoni Miró, como quien no quiere la cosa, coloca, encima del Conde-Duque, símbolo de la lujuria por la fama, del poder absoluto y de las posesiones, un montón de sonrisas, de mirada burlona y de sofisticada ironía. Porque, además, y como diría François de La Rochefoucauld: «... los apellidos famosos, en vez de enaltecer, rebajan a aquellos que no saben llevarlos». Y el Conde-Duque, a manos de Antoni Miró, ha visto rebajadas, muy notablemente, sus expectativas. ¿O no?

Y el tal Gaspar Guzmán y Pimentel jugó con fuego. Y las cenizas ardían debajo y no se veían. Su gobierno estuvo lleno de astucias, de cábalas, de insidias y de trampas. Su administración significó, por rechazada, un claro fracaso. Las finanzas que quería para las arcas centrales, y para la política exterior (eufemismo de guerras sin término en toda Europa), una catástrofe. Sus relaciones con la corte y demás cortesanos, un incendio permanente, y es que, como nos recomienda Niccolo Maquiavelo: "... el ministro debe morir más rico de buena fama y de benevolencia que de bienes.» Tampoco necesitamos añadir mucho más a las palabras, tan sabias, de Maquiavelo.

Antoni Miró, es cierto, se encomienda a los vientos de la historia, la pretérita, la de nuestro barroco, para manifestar una voluntad clara de ejercer la crítica, incluso indócil, y un poco agria, del mundo contemporáneo. Ejecuta un salto en el vacío para llevar al presente una mirada cáustica y beligerante. Se resuelve determinado a construir un relato repleto de disciplinada plasticidad, o de intensa nueva realidad: «esto es lo que hay», tal vez nos dice al oído. Ejerce la diáspora en el tráfico de los circunloquios, o lo que es lo mismo, no duda nunca decir lo que piensa sin que las posiciones de trinchera resulten demasiado incómodas. Y con humor: hurgando con las uñas hasta que la piel se vuelva roja. Con la socarrona manera de decir: “ya basta.” Y aunque esto que sigue no lo haya dicho el artista Antoni Miró, seguramente lo haya pensado alguna vez: “... con un poder absoluto incluso a un burro le resulta fácil gobernar”, retumba, con voz sutil, el Conde de Cavour.

Pinteu Pintura (1980-1991), la serie a la que pertenece esta obra del pintor Antoni Miró, acoge una buena parte del análisis riguroso que el artista ha llevado a cabo sobre la Historia de la Pintura. Retrat Eqüestre (1982) significa, en nuestra opinión, tal vez un paradigma de la posición crítica del artista hacia la sociedad actual, porque escruta la desazón de una historia que, demasiadas veces, no nos complace. La soportamos, sin embargo.

Josep Sou

RETRAT EQÜESTRE, 1982-84 (Acrílic s/ llenç, 200x200-Díptic)Antoni Miro