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Costa Blanca

«En los negocios no existen los amigos: no hay más que clientes» 
A. Dumas

Tal vez sólo sea, ya, un nombre. O un mensaje pretencioso para inundar nuestra mente de fantasías y falsas apariencias. Quizá sea una manera de mirar las cosas y decirlas sin mucho compromiso con la realidad presente. Quizá sea sólo un anuncio para conquistar nuestro deseo de disfrutar vacaciones en un lugar maravilloso y tocado por la gracia de la naturaleza. La fina arena, las palmeras ejemplares y de tronco elástico, las aguas cristalinas, y las dunas elegantes ..., cosas que sólo viven, ya, en el bosque de las vallas publicitarias. Y aún gracias debemos dar por la posibilidad que se nos presta de contemplar, el inmenso reclamo entre «socarrón y burlón», la idílica instantánea de lo que no es, pero que abrazamos con la mirada de la voluntad cómplice. A veces, si lo miramos bien, todo se manifiesta hijo de la impotencia. De la renuncia que, todos juntos, hemos hecho con el fin de curar la inmensa llaga que el mar, nuestro mar, comporta. Después de un largo tiempo que ya ha vencido. La Costa Blanca. Era blanca en algún tiempo lejano. Quizá era costa también cuando las garzas no padecían al bordear la ribera de la playa. Tal era, sí, la Costa Blanca: “... cuando la fortuna nos descubre su rostro hermoso, es precisamente cuando la tormenta comienza a volar sobre nuestras cabezas”, interpreta Píndaro haciendo buena la proximidad de un augurio.

Nació, hace un tiempo lejano, el llamado turismo, y con él la explotación salvaje, descontrolada, y sin remedio. La costa se ha convertido, toda, no un espacio natural sino económico. Se ha gestado un muro insalvable. En otro momento, la costa ha sido considerada como un espacio de vida y de regulación de la fuerza del mar, y de sus empujes. Un espacio para la conservación de los ecosistemas y de la biodiversidad biológica. Y ahora, ¿dónde queda el patrimonio paisajístico común? ¿Y nuestro espacio natural de libertad? Todo, o casi todo, ahora, queda alterado o destruido por la mano del hombre. Para la depredación y voracidad del hombre que nunca tiene suficiente. Todo queda como un ámbito privatizado al fin. ¿Y la inteligencia? Parece que se ha hecho forastera y se ha ido a la captura de un destino que, aunque incierto, pueda alimentar cualquier pequeña esperanza. Por discreta que esta sea. Permanece suspendida, al fin, una pregunta molesta, pero necesaria: ¿y nuestro patrimonio? ¿En qué libreta de ahorros nos ingresarán nuestra parte proporcional en el reparto de beneficios?

Antoni Miró, con su obra «Costa Blanca» de 1993, y construida en Acrílico sobre lienzo, con unas medidas de 200x200, y perteneciente a la serie Vivace, diligencia una visión crítica de la realidad. Con pocos elementos acrecienta nuestra mirada, lanzándonos hacia el espacio donde se confirma la lectura inmediata de un instante. Lucha de un brazo articulado (un verdadero monstruo), y pintado de verde (la ironía es de grandes proporciones), contra el mundo. Un bote de Coke, situado en medio de la escena, como quien levita, insinúa el todopoderoso reino de la economía y de la fuerza: la locura que se respira desde el imperio norteamericano. Sin embargo, las evidencias, en este caso concreto que nos ocupa, marcan la senda de la interpretación, pues una inscripción a medias, e insertada en el brazo de la pala, permite que leamos: destruir ... Está bien claro que este brazo de la muerte no es una estimable herramienta de labrador. No. Es un aparato, un engendro dinámico, que devora y consume en poco tiempo los equilibrios de la tierra. Y el segundo elemento, que parece más inocuo, menos agresivo quizá, evidencia un eufemismo y parabólica adscripción al lugar de donde vienen gran parte de nuestros males principales.

Y ahora, ni el mar, ni el horizonte, son azules, como cabría esperar. Ahora el mar es morado, pues se ha tornado enfermizo. La gradación desde el blanco hasta el morado intenso enmarca otros elementos constitutivos de la imagen resultante.

Y estamos frente a un pop avanzado donde se sustituyen las tintas planas por un juego intenso de sombras y de luces, que acrecienta el objeto pictórico. También convive una especie de surrealismo que juega con la realidad crítica, y la verosimilitud de la escena que se nos presenta. Dos armas igualmente poderosas: la pala mecánica, símbolo de la destrucción del litoral mediterráneo, y el bote volandero de Coke. Paradigmas de la voracidad hasta las últimas consecuencias, y por extensión, también, de los elementos nutrientes de todos aquellos voraces hombres de negocios que nunca dejan de afanarse en la destrucción a cambio de dinero. Un egoísmo muy alejado de la generosidad que justificaría cualquier causa que favoreciera a los individuos y a las sociedades íntegras, también: “... el que puede cambiar sus pensamientos puede cambiar su destino» asegura el escritor estadounidense Stephen Crane, pero esto que parece tan elemental, resulta casi imposible de incorporar a la vida de los hombres con un toque de cierta naturalidad.

La mar morada como un inmenso erial insano donde resulta demasiado difícil la vida, o cualquier tipo de esperanza legítima en la continuidad de la vida: «... la bebida apaga la sed, la comida satisface el hambre; el oro, sin embargo, no merma nunca la avaricia» nos susurra al oído Plutarco.

Y la pala, verde y con dientes, se precipita desde el cenit, donde todavía queda (quizá por poco tiempo ya), la luz: «... todos nacemos locos. Algunos, sin embargo, continúan siéndolo toda la vida», al final nos alecciona el dramaturgo irlandés Samuel Beckett.

Y Antoni Miró nos resume, celebrando una imagen muy poderosa, un universo de pensamiento. La técnica verifica e incorpora los elementos justos. La opción de acudir a su pop particular, y que lo identifica con suficiencia, y el tratamiento de la técnica y del color, sustancian un sin número de propuestas del artista. Y en este caso, el peso de los elementos constituyentes, autentican el valor del propio mensaje. Todos nos sentimos aludidos desde la fuerza del lienzo, y no podemos rehuir la mira sin perder un ápice de complicidad. La lectura es directa, como directos son los instrumentos empleados para facilitarla. Parece que hay una voz poderosa que anuncia: «se ha terminado el recreo." Y nos la creemos, la voz. Y miramos y remiramos el cuadro de Antoni Miró para tomar buena nota y sumarnos a la pléyade de los convencidos.

Josep Sou

COSTA BLANCA 1993 (Acrílic s/ llenç, 200x200)Antoni Miro