El misteri republicà (El misterio republicano)
«Ya hay un español que quiere / vivir y a vivir empieza, /
entre una España que muere / y otra España que bosteza./
Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios./
Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón.
A. Machado. (Prov. y Cant. LIII) P. Completas, p. 201
Existen los misterios. Algunos, incluso, muy grandes y bastante escondidos dentro de la entretela del traje dominical. Y los misterios llevan sobresaltos incorporados; facilitan reacciones desmesuradas, o quimeras que envuelven la madeja de la mayoría. Los misterios pueden llegar a herir las susceptibilidades de los bienpensantes, pues lo inesperado que se aviene como un deslizamiento de nieve en la montaña, a veces, es más doloroso incluso que el desconocimiento de la tragedia.
Y por la noche, cuando la oscuridad señorea toda la vastitud, las estrellas reafirman la voluntad de ser farolas para transeúntes, y para los hombres medio perdidos por el borde del estanque que baña las periferias de su vida. Todo un misterio. Y los misterios hay que resolverlos pronto, si no queremos que estos nos disuelvan en mil y una angustias de sufrimiento innecesario. El trabajo, sin embargo, no será franco, al contrario, nos llenará la caja donde guardamos las herramientas de las preocupaciones y, últimamente, quizá también de calamidades. Jugaremos, no obstante, a resolver el enigma, las pequeñas briznas de luz que alimentan de esperanza en el trayecto de cualquier participada estrategia.
En este cuadro de Antoni Miró está presente el misterio, al menos así se nos anuncia. Y nosotros deberemos procurar deshacer el entramado, o la dificultad que atesora la lectura primera de la pintura. El Misteri Republicà, obra de 1988, queda construida en acrílico sobre tabla, dispuesta en la funcionalidad de díptico, y presenta unas medidas de 200x200 cm., y pertenece a la Serie Pinteu Pintura.
¿Y qué es lo que vemos en la propuesta pictórica del artista Antoni Miró? Pues en primer término contemplamos la presencia de tres hombres, tres personajes por citación de Magritte, que serán la nave del misterio anunciado. Tres hombres con sombrero: uno de espaldas, otro en escorzo y el último de perfil. Los tres parece que representen a la humanidad, o al menos una reserva activa de la gente que debería tener suficiente predicamento y consistencia para rehuir la vecindad inoportuna del Borbón. Pero no, quedan anclados mediante la zarandaja, o excusa, o bien por el oropel de la banda decorativa: «... hay peregrinos de la eternidad, la nave de los que van errantes de aquí para allá, y que nunca tirarán el ancla » asegura Lord Byron, argumentando en torno a los hombres libres. Y estos del sombrero, de la cara de cartón indisimulado, menudean el aura esbelta de la monarquía para ganar el brillo de un destino amable, o demasiado poco arriesgado.
El rey Carlos III, el rey Borbón, el «mejor alcalde», el «político», con ojazos adiestrados para mirar el cuidadoso porvenir de la causa soberana, trenza con una sonrisa cáustica, casi imperceptible, la escena. Los tiene bien cogidos, a los hombrecillos, y no sabe todavía, con certeza, como ha acontecido. ¿Promesas? ¿Realidades vivientes, o casi cómicas? ¿Quebradas animadversiones? ¿Matrimonios que ya no se explican? O solamente el poder ...
Y el rey Carlos III, de coraza revestido, dura lata potente, y con el absolutismo por patria inequívoca, convoca desde el cuadro a sumarnos al negocio indiscreto de las claudicaciones: no le haremos caso, sin embargo, nosotros. Seguiremos el camino de un pensamiento libre y combatiente. O al menos, resistente. Según venga la dirección del viento. Porque lo sabemos muy bien: una vez dices sí, parece que ya siempre tienes que decir sí, continuamente, sin detenimiento y con aflicción, aunque: “... dar consejo al hombre avisado es superfluo; darle al ignorante es poca cosa”, remacha el filósofo Séneca en su discurso estoico. Y los hombres, los hombrecillos, necesitan de este consejo, de esta sabia documentación para ir por la vida con paso firme.
Y como hemos mencionado con anterioridad, la banda, de un rojo oscuro, y tan historiada, enlaza al rey con los hombres, los cuales han abandonado su libertad con este gesto inoportuno; han perdido la libertad no sólo física, también la de pensamiento y acción a través de la identidad plena que manifiestan con la monarquía. ¿Y a cambio de qué cosas?
El cielo del cuadro está construido a partir de papel prensa, tan expresivo por un lado, y tan plástico por otra. Hay recurrencia en la pintura de Antoni Miró en el uso de este recurso, y lo incorpora abundantemente en su trabajo pictórico. Y siempre podemos leer, nunca mejor dicho, entre líneas, mensajes de fondo que alimentan de significado, o profundidad, cualquiera de sus propuestas en esta dirección, ahora manifestada: «Midi Libre», «Hoy» ..., «movilización general para sostener el dólar », entre otras leyendas que animan la lectura de este cielo en «collage» de Antoni Miró. Y siempre es así. No podemos permitirnos desaprovechar la ocasión para hurgar en la última realidad que se nos insinúa a través de los aspectos laterales de la propuesta. Otra cosa es, también, la presencia de la botella cubista, a modo de préstamo, o de citación estimada para el artista.
Un azul que aproxima la nocturnidad, y la claridad luminosa de la ciudad al fondo, son el trasfondo de un paisaje mínimo que rodea a los personajes, los protagonistas: esta luz noctámbula insinúa, verdaderamente, parte del misterio, confiriéndole un aura de proximidad a la historia que se nos quiere trasladar: alguien no ha hecho lo que tocaba y el pintor lo sabe, y en vez de decirlo a las claras, quiere que nosotros nos zambullamos en la entraña del cuadro, que es la vida subyacente donde habita la raíz del misterio, casi punzante. Y tendremos que aprovechar cualquier excusa para abismarnos en la lectura pues el tiempo pasa y se pierden las oportunidades: “... el tiempo huye y nos arrastra con él. Este momento en que yo hablo se ha ido”, nos justifica el poeta y crítico francés Nicolas Boileau con su concepción del paso del tiempo, por otro lado reiterada presencia en toda la historia de la literatura que conocemos: tempus fugit.
Un mundo de signos incorporan, como si fuesen manchas, el azul intenso de la noche en el cuadro. Signos, o símbolos, de una semiótica arriesgada, para leer sin leer, sólo para imaginar. Manchas que de manera sinuosa ofrecen una lectura compleja, y que dicen sin decir, sólo manifiestan con su presencia la alquimia de unos versos para la intuición, para el quehacer abonado de la investigación, para referir la causa que han abandonado nuestros hombres, los hombrecillos con hongo en la cabeza y que ya, para siempre, los habrá de limitar de entre los combatientes por la integridad, o la autenticidad, o la osadía, o la alegría de los supervivientes. Y el rey, el pobre, con peluca: «... la astucia puede tener vestidos, pero a la verdad le gusta ir desnuda», nos encomienda el historiador inglés Thomas Fuller.
Y todo, sin embargo, un misterio. A veces vale la pena surcar sendas difíciles con el entusiasmo que proceda, pero con la incertidumbre de encontrarnos lo desconocido en forma de antorcha. Las lámparas de la luz alcanzan figuras extrañas, pero siempre, sin embargo, facilitan el camino del resplandor en el surco de la realidad que necesitamos.
Josep Sou