El cartel: de la estética de lo efímero al testimonio histórico
Romà de la Calle
Con el lento y fecundo desarrollo de los medios de comunicación de masas, la cultura artística contemporánea ha visto ampliados de forma simultánea los horizontes y problemas.
Sin duda, el ámbito de la experiencia visual puede considerarse cómo uno de los sectores culturales en los cuales con mayor extensión e intensidad se han producido significativas transformaciones que han perseguido incluso a la vida cotidiana.
En este sentido, el “cartelismo” como fenómeno cultural y medio destacado de comunicación, se encuadra de pleno dentro de esa acelerada e innovadora coyuntura histórica típica de nuestro siglo que ha afectado profundamente a la sensibilidad, los resortes cognoscitivos y, en general, las más diversas pautas de nuestro comportamiento Individual y social.
No extrañará a nadie pues, que el interés que han despertado los carteles y las consecuentes investigaciones, se hayan extendido y diversificado interdisciplinadament entre las diversas ciencias humanas, sobre todo teniendo en cuenta su versatilidad utilitaria, sus amplias posibilidades experimentales y el singular carácter desmitificador del objeto artístico en esa «época de su reproductibilidad técnica», como acertadamente diría Walter Benjamín.
Precisamente la actual reflexión estética ha ocupado cada vez con más vigor y sistematización este fenómeno cartelista en la medida en que la misma práctica significativa desarrollada por los artistas, ha tenido también una atención especial dentro del apogeo de las artes gráficas, a la realización de carteles y, se tiene que decir con justicia que nuestro País, históricamente, siempre ha tenido numerosos y excepcionales cartelistas. Nos queda el recuerdo de Josep Renau o Artur Ballestee entre tantos otros, para confirmarlo. No obstante, esta tradición afortunadamente se ha roto. Un buen ejemplo se esta muestra en una de las más interesantes facetas de la obra de Antoni Miró.
En esta modalidad la actividad plástica conecta indisociablemente tanto la función estética como la social del cartel a través de las técnicas específicas de su elaboración, siempre en constante proceso de evolución.
Por otro lado, se tiene que hacer constar la «mutua» influencia establecida bilateralmente entre la pintura y los recursos cartelísticos, aunque no sea este el lugar idóneo para atender su justificación. Ambos hechos convierten en indiscutible la creciente necesidad de dar cabida en la historia del arte al fenómeno, y a los productos del cartelismo.
Sin embargo, es dentro de las coordenadas de la teoría de la comunicación artística donde se evidencia el papel que paradójicamente cumplen los carteles en la cultura visual de nuestra época. La función combinatoria, el impacto perceptivo (duplicado siempre por la estratégica ubicación en el seno del medio urbano) lo convierten en el eje de su pregnancia ideológica, de su eficacia testimonial y de la propia acción divulgadora, publicitaria o propagandística.
Desde esta constatación, el hecho mismo de organizar una muestra de carteles (más allá de cualquier oportuna y loable adecuación divulgadora) supone ya de alguna manera, recuperar la capacidad funcional de cada cartel concreto como un documento que recoge y apuntala nuestra memoria histórica, reactualizando significativamente la función específica que tiene de comunicación inmediata y directa que quedó presa, en cada caso, en las coordenadas concretas de su presencia temporal y efímera entre nosotros. Esta nueva apropiación colectiva que ahora se nos ofrece, desde un contexto disfuncional como pueda ser una sala de exposiciones, añade al valor exhibicionista e histórico (hecho consustancial a la utilidad del mismo cartel) un simultáneo valor cultural (de culto social) que refuerza desde su enfoque, su carácter estético específico y unilateral. Es curiosa la impenitente paradoja que la dinámica de nuestra organización sociocultural consagra paralelamente a la superación del carácter utilitario que un día motivó la gestación como un objeto visual, en este caso, cada uno de los carteles de Antoni Miró, impresos desde 1965 hasta 1983, realizados unos para actas culturales y otros, con un claro y eficiente compromiso político.
En cada caso, debido al interés y la calidad de la muestra, se nos ofrece una buena oportunidad, no tan sólo de recuperación testimonial y de conveniente análisis en relación a su insistente itinerario plástico, sino también una ocasión apta para reflexionar sobre la significación y el alcance del fenómeno del cartelismo en nuestra historia próxima y en la actual.
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