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Antoni Miró: imágenes de las imágenes

Romà de la Calle

Cada medio de expresión impone sus propios límites al artista, límites que son inherentes a los utensilios, materiales o al proceso mismo que utiliza.
Edward Weston (1886-1958)

A menudo, al reflexionar en torno a la trayectoria artística de Antoni Miró, me ha asaltado la recurrente idea de que sobre su personal práctica pictórica incide y pesa, sin duda de una manera eficaz y directa, su paralela actividad –quizás menos conocida– dedicada a la investigación sobre el collage.

Bien es cierto que, al menos hasta el momento, sus exposiciones monográficas dedicadas a mostrar los resultados obtenidos a partir de las estrategias del collage han sido, restrictivamente, muy contadas. Pero no por ello cabe pensar que su interés sobre tales procedimientos compositivos haya podido ser menguado. Más bien, de hecho, se trata de todo lo contrario. Y esa es la particular cuestión de la que concretamente quisiera partir en estas presentes reflexiones.

A mi modo de entender, la inquieta mirada de Antoni Miró estructura las imágenes –de manera preferente– en composiciones claramente gobernadas por los procedimientos del collage. Al fin y al cabo concibe y elabora sus obras a partir de la selección y el tratamiento combinatorio de materiales visuales aportados por otras imágenes. Arranca, pues, de diferentes series de imágenes para generar nuevas posibilidades de estructuración y síntesis diversas. Lo cual nos hace pensar, de forma particular, que no se trata tanto ahora de hablar especialmente de las estrategias concretas empleadas en cada caso por Antoni Miró como de subrayar, ante todo, la franca relevancia que asume, en el contexto de su poética, el principio mismo del collage.

Diríase que el universo de discurso del que parte, en su quehacer, es siempre potencialmente abierto. Observa la realidad circundante, toma el pulso comprometidamente de su entorno, pero siempre tamizados –realidad y entorno– a través del plural entramado de imágenes que constituye el repertorio iconográfico que habita su memoria visual.

Es ciertamente curioso cómo las imágenes de los medios de comunicación se han convertido en un auténtico recurso mediador de una buena parte de la actividad de nuestro imaginario, tanto individual como colectivo. Y en esta misma singladura se viene moviendo, de hecho, la práctica artística de Antoni Miró. A ello hay que añadir, además, el museo personal de sus preferencias iconográficas, es decir, aquellas numerosas imágenes de la propia historia del arte que constantemente irrumpen y forman parte de sus composiciones.

Incluso como es bien sabido –esta estrategia-, en momentos determinados, se convirtió en tema a fundamental de alguna de sus más destacadas etapas pictóricas. Tal sucede, como ejemplo paradigmático, en las series que constituyen el amplio conjunto del ciclo Pinteu pintura (1980-90), transformado en una persistente invitación al juego enlazado de la síntesis selectiva y de la combinación de las imágenes, extraídas todas ellas del depósito histórico de nuestra compartida mirada.

Asimismo, ya en la presente década de los noventa, Antoni Miró inaugura, decididamente, una etapa nueva en sus actividades plásticas, la cual –bajo la denominación conjunta de Vivace– proyecta su especial atención en torno a las relaciones humanas con el medio ambiente, asumiendo, de este modo, la generalizada presencia de la naturaleza un papel fundamental, del que, sin duda, aquélla carecía, anteriormente, en el itinerario artístico de Antoni Miró.

Sin embargo, también en esta específica coyuntura, el principio collage impone, una vez más, su eficaz normatividad compositiva a este vivaz y prolijo ecosistema iconográfico. Las imágenes tanto de la naturaleza como de los artefactos industriales que, sobre tal horizonte compositivo, se estructuran y destacan son, de hecho, extraídas de ese bagaje común que el depósito de los mass media y el repertorio de la historia del arte –en su mutua intersección– ponen directamente a disposición de nuestra percepción y de nuestra memoria cotidianizadas.

Justamente, a partir de tal observación, quisiera asimismo plantear, en estas circunstancias, una segunda cuestión que me parece también de gran relevancia, en relación a la trayectoria artística de Antoni Miró. Se trata de la indiscutible prioridad y determinación que el ejercicio del dibujo adquiere en sus composiciones pictóricas. Hecho éste que ha sido ampliamente subrayado por numerosos comentaristas, de entre aquellos que se han ocupado, en extensión, del análisis de su quehacer artístico.

Ahora bien, si consideramos la coexistencia tanto del principio collage y de la importancia del dibujo, como de la fundamental impronta de la imagen fotográfica, rescatada de los medios de comunicación, como determinantes puntos de partida –casi ineludibles– de la actividad pictórica de Antoni Miró, podremos darnos cuenta del interés que supone adentrarnos en el tema de las particulares relaciones existentes entre la representación en el dibujo y la representación en la fotografía.

Quizás en esa específica charnela podamos encontrar algunas de las claves básicas para mejor profundizar en el proceso y los resultados de la práctica artística de Antoni Miró.

De hecho, alguna vez se ha comentado que las imágenes de Antoni Miró son capaces de alcanzar tanto la posible frialdad, la dureza, el distanciamiento y la crueldad fotográficas como asimismo de enfatizar, por contra, el contacto descriptivamente vital con el referente. Pero, en cualquier caso, el proceso de representación, que asume su práctica artística, siempre ha intentado superponer la estrategia del dibujo a partir de la mediación de la imagen fotográfica.

Se trata de transitar, de manera programada, entre diferentes ámbitos de representación, de abordar la construcción de imágenes desde otras imágenes, codificando decididamente, además, la combinatoria de sus posibles cromatismos.

Es habitual contraponer, al menos metodológicamente, las estrategias representativas del dibujo con las estrategias propias de la imagen fotográfica, como si con ello nos enfrentamos a dos vertientes necesariamente distantes e irreductibles, en los procedimientos de la representación. Pero quizás convenga, además, tener muy en cuenta la eficaz posibilidad de su interrelación.

Tal es el caso que ahora nos ocupa. ¿Hasta qué extremo el dibujo, como inmediata estructuración de la imagen pictórica, puede ser, a su vez, directamente dependiente de aquellas claves compositivas que rigen la representación fotográfica? El momento pregnante y decisivo del acontecimiento, que en cada caso se trata de fijar, es claramente buscado y propiciado por las estrategias del dibujo, en su puntual auscultación de lo real. Sin embargo, en la imagen fotográfica la pose de la realidad nos viene paralelamente dada. Y así, la posible acción del dibujo –a ella superpuesta– debe, en consecuencia, plegarse a esa concreta posición situacional. Es decir, que el momento pregnante propiciado y el propio resultado del posar –siendo dos cosas, sin duda, bien distintas– vienen, de algún modo, a coincidir en la acción del dibujo cuando se lleva a cabo sobre y a partir de la imagen fotográfica, tomada de este modo como estratégico referente.

¿Restringe acaso la capacidad configuradora de la acción artística el hecho de partir, por definición, de un repertorio de imágenes previas? A tal cuestión convendría responder indicando que, en principio, todo lo que es representable es susceptible de ser constituido como fotogénico por la acción del propio medio fotográfico. Por lo que dicha capacidad configuradora no se vería, como tal, afectada, en la medida que el repertorio posible de imágenes –en su virtual disponibilidad– es numéricamente indeterminado.

Ahora bien, aunque lógicamente no todo discurso fotográfico sea de por sí artístico, el hecho mismo de que determinadas imágenes fotográficas, seleccionadas de los medios de comunicación, se conviertan en referentes inmediatos de la acción pictórica –mediante la intervención radicalizada del propio dibujo o del collage– no sólo viene a añadir una nueva dimensión estética a la imagen resultante, sino que asimismo, de alguna manera mantiene, junto a su carácter originariamente fotográfico, una cierta connotación instrumental, que guarda clara relación con la tecnología del medio y su condicionamiento como dispositivo específico para representar, y a través del cual puede obtenerse una amplia información del entorno existencial.

Indudablemente, el tratamiento pictórico sobreañadido a la imagen fotográfica, en su extrapolación a un medio y un lenguaje diferenciados, sin lugar a dudas añade a su factura un determinado juego de tensiones e intencionalidades, propias de la representación pictórica, en especial por la vía del dibujo y de las opciones cromáticas respectivas. Estas tensiones e intencionalidades no son, como tales, propias de la imagen fotográfica, asumida como fuente referencial. Y este incremento aureolado que recibe la imagen en la práctica de la sobrepintura –tal como aquí la estamos entendiendo– se halla directamente vinculado al carácter de su unicidad y a la presencia de sus nuevos valores grafico-plásticos.

Sin embargo, esa misma imagen, de explícito origen fotográfico, transformada por la acción pictórica, puede asimismo, con la ayuda del tiempo y su floración como acontecimiento informativamente rememorado, incorporar un aura propiamente de tipo fotográfico, es decir, con una caracterización quizás inmaterial, vinculada estrictamente a la memoria y a la certeza de los acontecimientos historiados. De esta forma la obra va más allá de la imagen inicial, que le sirvió de punto de partida, pero también mantiene y salvaguarda determinados rasgos y propiedades de la misma. De ahí su ambigüedad y la acumulación de potencialidades, catalizadas en su entorno, tal como podemos constatar en las propuestas artísticas de Antoni Miró, en la serie Vivace, que motiva los presentes comentarios.

La relativa facilidad para dibujar, desde las fotografías, sin la necesidad de reconocer directamente los objetos representados, normalmente se acepta como una condición instrumental del medio fotográfico para con las otras representaciones. De hecho, el dibujo ordena y selecciona con unos fines conformadores muy concretos, en los que los elementos son seleccionados y agrupados en estructuras de relación más generales, que a su vez permiten equilibrar la composición. Por su parte, el sistema selectivo de la imagen fotográfica se basa en el encuadre, a través del cual el fotógrafo proyecta, equilibra y ordena de manera previa, ajustando la imagen real a unas limitaciones propias del dispositivo técnico.

En realidad, Antoni Miró –como ya hemos apuntado– acumula estrategias plurales en sus procedimientos de representación. No parte sólo de imágenes previas –prioritariamente de base fotográfica– en su correlación inmediata con el mundo de los mass media y del museo imaginario de la historia del arte, sino que además tal punto de partida implica la introducción del doble recurso del dibujo (sobrepintura: pintar una imagen) y del collage (dibujar un collage). No se trata de que cada una de sus obras transcurra previa y necesariamente por la realización de un boceto-collage (aunque a veces así suceda) sino que el dibujo inicial de la composición ya se estructura y conforma siguiendo las pautas del principio collage. Es decir, que articula y compone sus pinturas como si, de hecho, estuviese planificando la realización estructural de un auténtico collage.

De este modo se simula y construye un universo imaginario, en el doble sentido de universo elaborado a partir de imágenes y de universo conformado a través de los juegos de la imaginación. Algo que cabe generalizar a toda la amplia tipología de su quehacer artístico, toda vez que también sus grabados y dibujos, además de sus pinturas y collages, obedecen y responden a tales procesos de concepción y desarrollo plástico.

En la serie Vivace, Antoni Miró sigue además una doble pauta de contrastación entre la naturaleza, tomada como medio escenográfico, como horizonte omnicomprensivo, a menudo tocado de una idílica presentación, y la introducción siempre destacada de un determinado artefacto, que asume en su propia contextura un particular protagonismo de carácter metonímico. La presencia de la cultura industrial queda así encomendada a tal artefacto, como parte elocuente de un todo. El protagonismo de sus bicicletas toma aquí todo su sentido.

Tal dualidad, en la representación, no se limita al simple juego establecido entre el fondo y la figura. Ambos elementos –naturaleza y artefacto– dialogan entre sí, se abren a múltiples contrastes e ironías, gracias precisamente al fundamento compositivo que aporta la presencia del principio collage y a la clara delimitación fotográfica que asume el desarrollo del siempre minucioso dibujo, ideal para su utilización como referencia objetiva, en la conformación del respectivo universo de la imagen.

De hecho es poco probable que cualquier intento artístico de índole figurativa no se base en una cierta referencia fotográfica. Si una cosa es fotografiable, es también utilizable en cualquier momento como oportuno e insustituible referente. ¿Ha renunciado Antoni Miró a enfrentarse directamente con la realidad, a establecer en sus obras imágenes de primera generación?

Si cada objeto –y su imagen– se define por su radical diferencia con los demás objetos –e imágenes-, el repertorio de entidades puede fácilmente trasladarse desde el contexto originario de lo real en el ámbito de lo propiamente imaginario. Tanto es así que las imágenes de los mass media se perfilan decididamente como las auténticas creadoras del repertorio de lo nombrable. Sólo existiría lo fotografiable, es decir, lo que entra a formar parte de la iconosfera: la esfera de las imágenes.

La atracción del dibujo por las calidades de la fotografía se fundamenta en su especial recepción, ya que representa una eficaz abstracción bidimensional, de forma que puede ofrecer una esquematización ideal para el dibujo. El aspecto tonal contrastado o continuo en la imagen fotográfica es más fácilmente perceptible y traducible a una escala tonal análoga en el dibujo, así como los aspectos lineales que se traducen, de manera inmediata, en distribuciones compositivas, de aspecto incluso, a veces, altamente abstracto, pero que pueden asumir y configurar las reglas establecidas de perspectiva, gradiente o composición, es decir, de una imagen que aparezca como objetivamente válida desde los parámetros de la realidad.

Por lo tanto, la capacidad de abstracción tonal y formal que ofrece la imagen fotográfica, su condensación de detalles, así como la fácil comprensión visual que aporta la adaptación de tal imagen al soporte pictórico, sin duda la convierten en eficaz y versátil instrumento de trabajo. Y Antoni Miró conoce y domina perfectamente tales estrategias constructivas y de representación. Sin duda, gracias a ello, se facilita además la comprensión de la distribución de la luz a través de la continuidad tonal, así como la posible especulación con las conformaciones estructurales y espaciales. Por ello la fotografía es un soporte insustituible para el estudio y la manipulación de las imágenes, a partir del cual se pueden aplicar los procedimientos de análisis y síntesis, de combinación y contraposición, confrontando los resultados –si viene al caso– con el modelo natural directo.

Sin duda, como nos recuerda Edward Weston desde el motto que encabeza nuestro texto, cada medio de expresión impone sus particulares exigencias, como también sus posibilidades y sus límites. No en vano todo sistema de representación posee sus adecuaciones tanto en lo que respecta al propio entramado del medio como en sus aplicaciones correspondientes. Por ello, ciertamente, en cuanto representaciones, los códigos en los que se conforman el dibujo y la fotografía son de naturaleza diversa, siendo asimismo distintos los modos como se llevan a cabo sus respectivos procesos de configuración.

En cuánto técnica de representación, el dibujo se manifiesta en una acción ligada a una estructuración de procesos instrumentales y mentales propios. Digamos que existe una evidente interpretación de la realidad, constatable en su desarrollo intrínseco, a la vez que reivindica, por lo común, una suerte de manufactura grafológica y no sólo gráfica.

En el proceso de realización de dibujo se evidencia, pues, su capacidad de conformación desde lo real, a través de los instrumentos de representación, pero en igual medida se manifiesta también la impronta del propio sujeto, es decir, de su caligrafía gestual especial –como signos caligráficos-, por la cual es reconocible comúnmente su propio estilo material (aparte del ideológico). Bien es cierto que en ese encuentro entre dibujo e imagen fotográfica, que propicia Antoni Miró, quedan altamente diluidos los signos caligráficos personales, como si se tratase de enfatizar tan sólo los signos de la técnica y no las huellas de la expresividad individual.

Tradicionalmente, fotografía y dibujo no han sido compartimentos estancos, en cuanto productores de imágenes artísticas. En todo caso, incluso cada medio se ha valido precisamente a las especificidades del otro para poder indagar más y mejor en su propio campo de investigación. No en vano ambos participan, paralelamente, de la experiencia de la representación. Y precisamente de estas posibilidades de interrelación entre los dos procedimientos debe partir todo aquel que quiera aproximarse al trabajo artístico de Antoni Miró.

Su interés testimonial lo lleva no sólo a crear imágenes de las imágenes sino a destacar minuciosamente –con la factura del dibujo– incluso los resultados de los procesos de la formación fotográfica de la imagen y de su recepción. Desde este punto de vista, crear una imagen a partir de otras imágenes parece entenderse como una serie de intervenciones llevadas a cabo manualmente, algo que se aleja del estricto automatismo, siempre oculto a la mirada, de la formación de la imagen fotoquímica. Si proponemos el ejemplo de la imagen que se puede observar en la cámara oscura, que no es otra que la que podemos ver en el visor de cualquier cámara, nos percatamos que es una imagen en el tiempo real, que carece aún de soporte. Sólo en conformarse sobre un soporte se transforma y fija, y adquiere cualidades determinadas. Es entonces cuando podemos analizarla desde su propia recepción.

Esta imagen fijada y captada en el proceso de recepción es la que se convierte para Antoni Miró en objeto y referencia vez. No olvidemos que aquel automatismo que la generó ha otorgado a la imagen fotográfica un papel clave en la indagación de la naturaleza de las cosas visibles. Es decir, que se impone no sólo como imagen estrechamente vinculada con lo real, sino como método de representación que constantemente expone los hechos. Y exponer hechos siempre ha sido el explícito deseo que, de uno u otro modo, ha estado presente en el quehacer pictórico de Antoni Miró.

La imagen fotográfica, entendida como referencia de lo visible, de algún modo ha sido el sustituto del apunte y de la nota, apoderándose del campo de lo representable. Por su parte, el vuelco del dibujo hacia su impronta expresiva y de interpretación le ha llevado a desarrollar determinadas calidades plásticas, así como el estudio de los valores compositivos, estructurales y gestuales. Quizás se han generado, por compensación, especialidades en campos diferenciados.

Por ejemplo, si efectuamos un acercamiento al tipo de representación que aportan los bocetos, no podremos olvidar el carácter de documento personal, subjetivo, que tal actividad previa supone, como escalón preparatorio a la idea de una obra final. Siempre, de alguna manera, la sombra del sujeto late directamente detrás de la impronta del dibujo.

Pues bien, justamente –como una especie de tour de force– se trataría, en el caso de Antoni Miró, de enfatizar el hecho de que mediante la acción del dibujo –a partir de la imagen fotográfica– se quieren pautar y conseguir en el medio pictórico algunos efectos perceptivos más destacados que son, en principio, propios del otro registro (del fotográfico). Es así como, además, se pasa propiamente del juego visual del fotomontaje al montaje pictórico.

El principio collage, del que hablábamos inicialmente, se muestra de nuevo en toda su extensión y rotunda actividad, incluso junto a las estrategias del dibujo, un dibujo con irrenunciable vocación fotográfica. Aquí están, para atestiguarlo, las pregnantes y sugerentes imágenes de esas bicicletas, sometidas a las más plurales metamorfosis. Bicicletas imposibles, bicicletas soñadas, bicicletas con sus ismos artísticos a cuestas, siempre frente al panorama idílico de una naturaleza no menos imaginaria. Y, ante tales imágenes, no podremos dejar de rememorar –por contrastación– las situaciones reales que experimentan nuestros ecosistemas.

Utilizar la realidad de las imágenes para trasladarnos las imágenes de la realidad, siempre ha sido el tentador objetivo de las intervenciones artísticas de Antoni Miró. Quizás por eso, pintar pintura, dibujar imágenes, generalizar las estrategias retóricas del collage, releer la historia de la pintura y conformar un repertorio de documentos visuales, siempre disponibles, no han dejado de ser sus procedimientos y recursos más usuales y efectivos, tanto en la concepción como en la parsimoniosa y cuidada realización de sus trabajos.

Tal ha sido, ciertamente, su intensa y desmedida devoción hacia la imagen y tal el interés de sus encadenadas referencias a lo real, que no ha dudado en dejar entre paréntesis incluso las normales apetencias expresivas, es decir, las sus huellas personales, tan básicas, por otra parte, en la acción pictórica y el dibujo. Y esa ascesis programada y consciente ha terminado por conformar, en cierta medida, las claves de su propio estilo.

No en vano, el dibujo, en su esencia más elemental, se muestra dentro del ámbito de los signos como una escueta impresión primaria, siendo la mano la que, en su actividad, hace conectar ese rastro con el motivo referencial que la genera. Así pues, el conjunto de huellas y signos dejados sobre el apoyo parten de la necesidad de levantar acta de una presencia física, pero no –por ello– se agota estrictamente en ella. Quizás por eso, el dibujo se convierte, casi por igual, en inesperada huella de lo personal y también en intención configuradora, aparte de ser, como decíamos, reflejo de la presencia física inherente al juego de la representación.

Es posible que, en el fondo, se trate de descubrir, a pesar de esa ascesis personal que conscientemente cultiva Antoni Miró, más allá de la representación de las estructuras del mundo visual –imágenes de las imágenes– también la impronta y el rastro de la propia acción pictórica. ¿Podremos olvidar que, se quiera o no, el proceso de dibujar recoge en sus trazos y manchas determinados ecos de una actitud vital, que se manifiesta a través de los mismos movimientos de la mano y devienen en huellas de un estado de ánimo y de una personalidad?

Así pues, las huellas (borradas) del dibujo, incluso si éste parte de y se circunscribe minuciosamente al ámbito de la imagen fotográfica, relatan el sentido básico de la transferencia que se lleva a cabo, la presencia de la impronta como gesto e incluso la solapada manifestación del yo a través de la representación. Como un complejo proceso de intervenciones varias, todas las acciones quedan plasmadas y las diferentes etapas de su elaboración puntualmente se registran. Sólo de esta manera, aceptamos que el dibujo defina incluso las ideas de las cosas que reproduce y representa. Es decir, conformando y definiendo el entramado, el sentido y el alcance pragmático de las imágenes.

De alguna manera, las bicicletas de Antoni Miró le representan a él mismo en la acción de concebirlas y configurarlas. Clarifican, en su factura, los itinerarios de sus expectativas, las fijaciones de sus deseos y los objetivos de sus intervenciones. Al dibujar –como al hablar– se modifica intensamente, desde la referencia misma, aquello que se evoca. Es así como Antoni Miró reformula y construye modelos de realidad, sirviéndose de una estructuración escenográfica del espacio circundante, transformado en naturaleza idealizada o doliente, y de una singular capacidad constructiva de curiosas analogías, referidas particularmente a determinados objetos del mundo.

En esa particular acción pictórica, se establece constantemente todo un juego de simulaciones, incluso sostenido y alentado por la misma dificultad –o imposibilidad radical– de registrar, con total fidelidad y detalle, aquello que fotográfica o realmente se nos presenta. De hecho existe una especie de acomodación a las limitaciones de cada medio, que son las que, al fin y al cabo, conforman su propia sintaxis estructuradora. Y este acercamiento a las sensaciones de realismo, que en su pintura persistentemente cultiva Antoni Miró, a través de las configuraciones cada vez más aproximadas del dibujo, son las que, a su vez, le marcan el propio techo representacional y las posibilidades combinatorias, es decir, el punto viable de la representación, transformando así paralelamente en eje de la interpretación de las imágenes que construye.

Porque, no lo olvidemos, se trata de construir imágenes, a partir de otras imágenes, pero sin dejar por ello de apelar simultáneamente en todo un archivo mental de gestos, memorias formales y simbólicas, transformadas y mantenidas como depósito personal de conocimientos. Nada es aquí estrictamente mecánico, pues –como bien nos recuerda Nelson Goodman– cualesquiera representaciones o descripciones eficaces de la realidad exigen, ante todo, invención. Forman, distinguen y relacionan múltiples elementos entre sí, que al mismo tiempo se informan mutuamente.

En ese plural y amplio círculo de relaciones, donde las imágenes siempre nos remiten a otras imágenes, continúa moviéndose la actividad pictórica de Antoni Miró. La experiencia de la representación no sólo obedece a parámetros procedimentales que se integran en la naturaleza de los diferentes medios, sino también a factores que asumen tanto en el momento de la ejecución como en el de la recepción. En ambos casos la conciencia personal se erige en pieza fundamental para desarrollar las facetas de la interpretación y de la expresión. El proceso de realización –es bien sabido– se alterna en un juego constante de acción-recepción-acción que preside, en cada caso, la versatilidad de los respectivos medios implicados.

De manera evidente, el encuentro del dibujo, el grabado, el collage, la pintura y la fotografía condicionan también, con sus propios mecanismos funcionales, la intervención del autor, haciendo depender los resultados artísticos, en buena medida, del bagaje intrínseco aportado por cada medio, en función de sus mutuas influencias e intersecciones. Y ahí se inscribe la pugna creativa de Antoni Miró.

El tradicional poder escenificador que ha poseído la representación pictórica es reutilizado, en este caso, como elemento revulsivo de acción artística. Se trata de destacar el poder testimonial de las imágenes como estrategia comunicativa, para ironizar y parodiar, a su través, los hechos problemáticos de la realidad circundante. En estos planteamientos, las imágenes elaboradas a partir de la combinación de otras imágenes logran incluso desvincularse de las concretas experiencias personales, funcionando autónomamente, ofreciéndose directamente al espectador como constructos programados, procedentes del propio sistema artístico, como normalizados productos de su historia.

De hecho, los valores establecidos en el contexto del arte no han dejado de verse afectados, de alterarse e incluso de diluirse por el avance constante de los medios de difusión de las imágenes. Primero fue por efecto de los medios fotomecánicos, posteriormente por la influencia de los media, y en último lugar, y unido a los anteriores, por los nuevos medios de síntesis, que se difunden por doquier, y sin límite, a través de las redes de información. En este marco de la postpintura o la postfotografía (por limitarnos a los ámbitos barajados), se elaboran los nuevos argumentos relativos, por ejemplo, a la imagen interactiva o a las imágenes virtuales, donde éstas se desprenden de sus posibles soportes físicos, estando en igualdad de condiciones, independientemente del medio del cual provengan.

Tal tendencia hacia nuevos conceptos de realidad está produciendo, a su vez, un elocuente replanteamiento, tanto en la representación pictórica como en la fotográfica, hacia sus propias esencias, orígenes y posibilidades, quizás rescatando así los ancestrales vínculos con el referente y su poder de simbolización.

En este sentido, tanto la imagen fotográfica como la del dibujo pueden restablecerse como orgánicas, acercándose incluso más entre sí, a pesar de sus diferencias materiales, a través de la introversión en otros modelos –aparte de los suyos propios– entre los que puede estar el referirse a la conciencia, a la creación del autor por medio del proceso o a nuevos modos de compromiso con la realidad.

Instalado entre la autonomía y la funcionalidad, el quehacer artístico de Antoni Miró no deja de ser plenamente consciente de los riesgos y de las exigencias de las nuevas coyunturas por las que atraviesa el sorprendente mundo de las imágenes, que –en su parcialidad-, también es el suyo.

Al fin y al cabo, imágenes de las imágenes de las imágenes... Todo un juego encadenado de construcciones, entre el interminable círculo hermenéutico y la teoría de la inundación.