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El museo imaginario en la ciudad de nadie

Josep Lluís Seguí

De museos

Pese a ser un adicto a los museos (de artes plásticas; los otros me interesan bien poco, aparte del Museo de la Música de Nueva Orleans, el Museo Fallero de Valencia, el Museo de la Guerra en La Habana...), los museos me suenan a mausoleos y los veo como parques temáticos con los cuadros y esculturas en jaulas. Esas rayas limítrofes de las que no puedes pasar, no nos pasemos de la raya, a mí que, miopía aparte, me gusta ver de cerca la textura de los cuadros e igualmente me resulta placentero acariciar el material de las esculturas. Quizás por lo que esto tiene de sensual, de erótico, de físico cuanto menos, se da la prohibición. ¿Recuerdas, Laia, en el IVAM de Valencia, cómo nos dieron voces por cruzar la raya, nos pasamos tú y yo, en un arrebato de pasión amorosa –por el arte y por ti, por mí- que acabó por llevarnos a la oscuridad clandestina de un cine?

Creo que el primer museo que visité, sí, fue el Louvre de París, donde no logré entender la sonrisa de la Mona Lisa –pre Duchamp- hasta que vi a los montoncillos de japoneses que lucían la misma sonrisa (“chees”) en sus circulares rostros de queso de bola. ¿Quién se reía de quién?

Supongo que el ambiguo Leonardo, cuando con un mal gesto de la mano donde sostenía el pennello convirtió en ambiguo lo que sólo era un rictus de masculino fastidio en un rostro femenino o así.

He pasado mil horas en El Prado de Madrid hasta que decidí que lo único que quería ver, una y otra vez, así hasta mil, era lo de Velázquez, El Bosco, Lucas Cranach el Viejo, Botticelli –ese tríptico de la persecución de la desposada por unos perros y el jinete a caballo-, y quizás algún Goya.

Así, la pintura es revisitada, como quien va a ver a una amiga lejana que vive en la otra ciudad, o en la misma.

Claro está que hay museos de los que no saldría nunca, una vez dentro. El MOMA, que sólo con contemplar la estatua –multiplicada en mil ciudades- que de Balzac hizo Roden hay suficiente para un día, o las de Arístides Maillol. ¿Porque son artistas europeos? Nada de eso, es el arte del potlach americano el que me fascina estos últimos años. Rothko-Pollock. Por eso recorrí media Filadelia, sin una cerveza (aún pervive la prohibición en la capital de la Constitución) que echarme a la garganta reseca en un caluroso día de verano, en busca de un museo donde había obra de Warhol expuesta. Ese Elvis Presley con las pistolas al cinto; el proceso de creación de la obra sobre el asesinato de Kennedy...

El arte pop, que sirvió en gran medida de modelo para construir el realismo crítico de Estampa Popular y los artistas que trabajaron bajo sus presupuestos; un arte crítico, politizado, diferenciado así de la frivolidad del pop americano. Dando por hecho que el pop americano era frívolo y acrítico, lo que yo no creo en absoluto. Ahí estaba Antoni Miró.

Una buena parte de la obra plástica de Toni Miró está hecha de pedazos de obras de museos. Velázquez, Picasso, Magritte, Goya, Dalí y tantos otros, europeos. Y el mismo arte pop americano. Esa especie de ensamblajes pictóricos, donde lo ya visto –en los museos, en los libros con ilustraciones- adquiere otro(s) sentido(s). Toni Miró, como yo mismo, es un “ladrón” de museos. Se lleva de ellos lo que le apetece, y se lo lleva para retornarlo en su propia obra plástica. (Mis hurtos los he trasladado a mi literatura o han dado origen a mis narraciones: el Rubens del Rapto de las hijas de Leucipo; ese otro de Botticelli que les decía, La liseuse de Henner).

El museo de nadie

Despojado el museo por depredadores como los cronistas de la realidad e irreverentes como Antoni Miró y otros, del museo sólo queda la fachada. El cartón piedra del Metropolitan de Nueva York, la lata de sardinas del Guggemheim de Bilbao, los palacios de Madrid y París...

Porque igual que la vida, el arte está en otra parte. He visto más belleza plástica cruzando el Mississipi, ante el lago Michigan, la Albufera de València, la sierra Mariola, el derruido Muro de Berlín... que en muchas de las obras que se aferran de manera mimética, naturalista, esto es, falsamente realista, de los paisajistas profesionales, mercantiles. Y no digamos en mujeres, quizás imposibles de retratar porque no habría lienzo, u ojos, que se les resistiera.

Un saxofonista negro que interpretaba “Skylark” en Central Park y a él se acercó una mujer igualmente de piel negra y cantó con el saxo. ¡Qué belleza!

Museos al margen

Y quienes viven al margen del museo, al margen de la sociedad, Diógenes sin saberlo, y se cobijan a la sombra o del frío junto a la fachada de un museo.

En la obra pictórica de Antoni Miró encontramos estos homeless que tienen su plaza tomada ante los mejores museos del mundo, en particular de Norteamérica, o viven a las puertas del edificio Chrysler, qué lujo. Nada que ver con los rodamóns, de aquí para allá; ni con los clochards que hacen noche bajo los “románticos” puentes del Sena.

Ya no son las figuras sacadas del museo –esos pedazos de Velázquez, Goya, Picasso...-, sino los que nunca entraron a un museo.

Pero la ciudad es de nadie. La ciudad, como Odiseo, es Nadie. Y esta ciudad –así La Habana o Nueva Orleans– es el museo mismo de quienes viven al margen de la cultura dominante, de la vida dominada, enmarcada, enclaustrada.

Hay un cuadro de Antoni Miró donde vemos unas preciosas lisboetas en un balcón mirándo(nos); otro, titulado Buscant-se la vida (Barcelona), donde un hombre mira el interior de un contenedor de basura. Y está el Warhol y perfil (Madrid), donde vemos un autorretrato del pintor pop y el perfil de una espectadora que dirige su mirada fuera de campo, a otra parte.

Miradas y mirados

La mirada siempre mira hacia otro sitio, saturada de lo que ve, saciada con lo que ha visto. Ante los cuadros de un museo, queremos ver el de al lado, y lo vemos de reojo. Como de reojo vamos viendo lo que se nos pone ante los ojos en nuestro deambular por las calles de cualquier ciudad.

La belleza –y hay belleza en la fealdad- siempre es otra. Lo bello va de paso, pasa por la otra acera o está en la otra orilla. Más aún, al margen.

Antoni Miró es un pintor –y escultor– de los márgenes, de las otras ciudades; de las afueras, de lo que se encuentra a la puerta del museo; más de quien mira que de lo contemplado. Pintor de aquello que no queremos ver –pobreza, guerras, destrucción, hambre y asco-, de lo que a la mirada le disgusta. Y pintor, escultor, de lo deseable y que duele a la mirada por tanto deseo que genera: sus desnudos femeninos imaginarios, las coloristas jineteras cubanas, los falos “reducidos” a esculturas.

Por ahí anda Freud –que aparece, como un borrón del inconsciente-, por ahí circula el deseo.

Nueva York es una ciudad de lujo, con lujosos museos -¡lo tienen todo, y qué grande!-; La Habana es una ciudad lujuriosa (luxe i luxúria, en catalán) en cada calle, en cada esquina, bar, balcón de La Habana Vieja. Dos ciudades de nadie. Dos ciudades museo de obras vivas, de permanentes performances (acciones), de happenings (sucesos) continuos. Museos aparte. Eso lo sabe bien Toni Miró. Y lo “retrata”. Lo (ex)pone ante nuestra mirada.

TRANSEÚNTES DE SILENCIOS

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