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Sobre el crédito de la realidad: imágenes y transfiguraciones de Antoni Miró

Joan F. Mira

Solo la amable insistencia de Antoni Miró ha podido vencer las reservas que tantas veces me hacen dudar de la oportunidad de escribir sobre m aterias en las cuales mi com petencia es escasa, como es el caso de la pintura y los pintores. Pero la voluntad de este pintor -la voluntad de hacerme hablar de pintura, y de su pintura- ha sido finalmente más fuerte que mis dudas. También es verdad que los que practicamos con más o menos asiduidad el vicio o arte incierto del ensayo -esta arriesgada “literatura de ideas”-, de vez en cuando tenemos que hablar de cosas en las que no somos en absoluto expertos; de no ser así, no haríamos ensayo, que es por definición un intento o probatura, sino únicamente trabajo de especialistas o prosa académica y de investigación. En todo caso, he aludido a mi “escasa competencia” ante el arte de la pintura, no a un desconocimiento perfecto y de obscuridad completa: en definitiva, yo también, como tantos otros, he tratado de vivir los años de mi vida con los ojos abiertos, con un poco de curiosidad y con el espíritu abierto a las cosas que, especialmente en ese campo indefinido e inmenso que llamamos “cultura”, van produciéndose a mi alrededor. Y, también como tantos otros, he visitado asiduamente los museos que se han de visitar, y tengo y conozco algunos libros -de arte o sobre arte, de pintores y de pintura- que se supone que uno debe conocer y guardar en la biblioteca doméstica. De forma que en eso, y solo en eso, se deberán fundamentar los comentarios que vendrán, a propósito o entorno de la obra más reciente de Antoni Miró: en el pequeño margen que queda entre la condición de poco experto y la de quien puede aportar esa reflexión que es producto de la curiosidad y del interés, no del dominio de un especialista.

Tengo como quien dice ante mis ojos, mientras escribo este texto, algunas muestras de mi modestísima colección de pintura (más de obra gráfica que de originales, y tan corta que hablar de “colección” resulta excesivo), colgadas en las paredes que dejan libres los libros. En una obra de Ràfols Casamada un rectángulo negro enmarca un fondo azul irregular, y sobre el azul hay, en rayas negras gruesas, un ángulo recto grande y uno pequeño, un triángulo agudo y dos pequeñas formas más, eso es todo. En otra, del mismo autor, hay dibujados unos marcos que recuerdan una ventana de guillotina (a mí me lo recuerdan: no sé si lo quieren ser o no), con un fondo mitad amarillo blanquecino y mitad rayado de azul o gris. En un grabado de Tàpies destaca una gran “x” y un signo corto horizontal, como el de la resta aritmética, a ambos lados una mancha ocre y un embrollo de rayas, y las cifras “2” y “3”. En un cuadro de Salvador Sòria se adivina, todo en colores marrones y secos, la forma de un marco y quizá de una guitarra o instrumento parecido. En un Alfaro hay dibujadas puras geometrías del tipo de sus “generatrices” en escultura, pero en otro hay unos limpísimos dibujos de cuerpos femeninos desnudos, con el título Les dones de Pablo formando la planta del pie de una figura. Hernández Mompó llena un gran papel blanco con signos de colores vivos, entre los cuales hay letras medio sueltas que forman palabras: campo, perfil, color, calor, rezando, diferente, todos, ríen... En un grabado de Pilar Dolç -no sé si alguien hace grabados más perfectos- una mancha o pared está formada de piedras minuciosamente detalladas, incluso las manchas de liquen i de musgo. En una obra de Valdés, una cara hecha de diversos planos, como de Braque o de Picasso cubista, lleva pegado -collé- un recorte de diario. Parecido a otra imagen, colgada al lado mismo, donde un retrato azul del conde-duque de Olivares lleva también un trozo de diario que habla de deportes: el lector reconocerá, en este últim o ejem plo, la mano de Antoni Miró. Y por si la referencia no es clara, al pie hay escrito “Comte-Duc. Pinteu Pintura”. Dejaré aquí la explicación para no hacerm e prolijo. Menos de una docena de obras, de autores contem poráneos y sin salir de nuestro país, juntas por azar en una misma pared, son suficientes para constatar lo que me parece más importante: que el arte de nuestro tiempo goza, gracias a Dios, de una libertad insólita en la historia. La libertad, sobre todo, de referirse a la “realidad” o no, de ignorarla, reh acerla, interpretarla, construirla o deformarla. La libertad de crear solo conjuntos de rayas y colores, de combinar signos y grafismos, o de presentar retratos fieles de personajes célebres o piedras exactas de un margen de secano. De prescindir de la palabra y de la referencia explícita, o de incorporarla al pie del cuadro o dentro del cuadro.

Y todo ello, bien mirado, no había pasado nunca. Ha sido posible durante este terrible, inacabable siglo XX: durante los últimos cien años, y no antes. No sé si empezó a ser posible a partir de las Catedrales de Rouen de Monet y de las manzanas y los bañistas de Cézanne, o solo después de Matisse, Picasso y Kandinsky, pero realmente antes de todo ello, esta form a de libertad no existía. Quiero decir la libertad de pintar cerca o lejos, dentro o fuera, arriba o abajo de la realidad. Tanto que, bien mirado (o al menos si lo mira una persona como yo, tan poco experta), el arte de nuestro siglo tiene justamente como divisoria sustancial esta relación con la realidad “externa” o con su imagen y su forma: relación inexistente, en un extremo, y del todo estricta en otro. Lo concreto más riguroso, o lo abstracto absoluto. Y en medio, con variaciones infinitas, cualquier distancia o proximidad posible. No es preciso ser un especialista, vuelvo a insistir: todo el mundo entiende que Andy Warhol o Antonio López -tan distantes entre ellos- están en el mismo extremo, y Pollock o Eusebio Sempere -tan “antagónicos”- se encuentran en el extremo opuesto. Es simple cultura general (lo debería ser, si este poco de “cultura” fuera un bien realmente general), como lo es el principio de que un extremo y otro, y todo lo que queda “en medio”, son igualmente modernos. Curiosamente, hay una cierta percepción popular, según la cual el “arte moderno” es aquel que no es realista, que no pinta o representa “las cosas como son”, que no es concreto, y que no es “fácil de entender”. Aún peor: el arte moderno, por ser moderno, debería ser incomprensible, feo (feo quiere decir “no bonito”), o las dos cosas juntas. Y si es comprensible para el lego, si es agradable a la vista, y si presenta formas y referentes claramente identificables, ya no es considerado moderno sino clásico, o incluso “antiguo” y fuera de su tiempo. Cosas así, que por desgracia son ideas más extendidas de lo que parece, han llegado a producir una relación enrarecida y distante entre el arte contemporáneo y sus destinatarios y beneficiarios, que deberían ser una parte cada vez más extensa de la sociedad. Respecto a la relación entre artistas, marchantes, críticos y compradores, ya es otra cuestión -conceptual o monetaria-, a veces más inescrutable todavía.

En el año 1955, un Joan Fuster todavía muy joven publicó un libreto, corto pero intenso, con un título muy sugestivo: El descrèdit de la realitat. En él exponía -con una inteligencia y una variedad de conocimientos casi milagrosos en el País Valenciano de aquellos años- una visión del arte europeo, desde Giotto hasta mediados del siglo XX, precisamente centrada en esta línea sutil y crucial que une al artista con la realidad que representa. Hasta que, justamente, deja de representarla, y esa línea se retuerce, se hace difusa, o se rompe del todo. Es un proceso que empieza, quizá, ya en el barroco: ¿qué tiene de real, o de “realista”, una gran parte de la pintura de Velázquez o de Rembrandt vista de muy cerca, es decir, vista estrictamente como pintura, como suma y combinación de pinceladas de colores? Si el “descrédito” empieza por ahí, y continúa más tarde con Goya, y se hace más profundo con los impresionistas y con Cézanne, su culminación llega con las diversas variedades del arte no figurativo o abstracto, que para Fuster tienen el punto más alto en Kandinsky, Mondrian y Klee. A Fuster, por cierto, la abstracción geométrica le deja perfectam ente frío: incluso llega a reproducir con simpatía esa opinión según la cual la pintura no figurativa es poco más que pura ornamentación: El arte abstracto, escribe, se ve condenado, por sus propios principios, a no decir nada, y es aquello que dice, que com unica, lo que hace útil un arte. El arte abstracto, mudo, resulta no sólo bello, y una obra del hombre, exclusivamente bella, tiene una calificación específica: es decorativa. Afirmación que seguramente es bastante injusta y reductiva, pero que en todo caso nos da pie para plantear otras cuestiones adicionales o complementarias: la relación de la obra de arte con la belleza que contiene (¿tautología?, ¿hay “arte” si no contiene alguna forma de belleza?, y muchas preguntas más), y su relación con el “mensaje” que transmite, com unica o transporta (¿puede una obra de arte no decir nada?). Pero de todo eso, y sobre todo de lo que dicen las pinturas de Antoni Miró, ya hablaremos más adelante.

Todo ello es muy elemental, y si he hecho de entrada esta pequeña digresión, tanpoco documentada como yo mismo, es para explicarle al lector de este volumen, o al visitante de esta exposición, dónde me parece a mí que se debe entender la obra de Antoni Miró dentro de la multiplicidad de versiones, líneas y tendencias del arte del siglo XX. Y para recordar que la adhesión a la realidad -incluso la adhesión más estricta- es también, y muy radicalmente, una de estas versiones de la modernidad o de la “contemporaneidad”. No en balde la fotografía, y la pintura hecha sobre o “a manera de” fotografía, es una de las formas más representativas de este mismo arte contemporáneo. Lo expresa muy bien, y de forma infinitamente más autorizada que yo, el profesor Romà de la Calle en otro texto de presentación (Antoni Miró: imágenes de las imágenes) de las mismas obras que son objeto de estas reflexiones. Afirma, por ejemplo: Alguna vez se ha comentado que las imágenes de Antoni Miró son capaces de conseguir tanto la posible frialdad, la dureza, el distanciamiento y la crueldad fotográficas, así como enfatizar, por el contrario, el contacto descriptivamente vital con el referente. Hay en esta observación algunos conceptos que me gustaría comentar: la fotografía, dice, capta el objeto de una manera dura, fría, cruel y distanciada, y por tanto, se supone que cuanto más “fotográfica”, es decir, cuanto más exacta y “objetiva” sea la presentación que el pintor hace de la realidad, más cerca estará de repre­sentarla con este conjunto de atributos o cualidades; no obstante, se trata de atribu­tos -las cualidades de frialdad o de dureza con que aparece el referente- que pueden ser contrarrestados o completados con un “contacto descriptivamente vital”, es decir, con aquella aproximación cálida y viva, tierna y plena de sentido, que el pintor practica y expresa en el acto de presentar el objeto -el referente mismo, la realidad re pro­ducida, interpretada o creada- de esta forma y no de otra, con estas connotaciones ideológicas y emocionales y no con otras.

La realidad, por tanto, con esta práctica, vuelve a recuperar del todo aquel “crédito” que Fuster pensaba -y temía- que había perdido progresivamente. No sé si es correcto afirmar que “la realidad” llega a su máximo descrédito con la abstracción geométrica o con las diversas variantes del informalismo: en definitiva, aquí se trataría de producir otra versión o dimensión dentro del campo infinito de las realidades posibles, que no se limita a las que vienen “de fuera” sino que comprende tam bién las que vienen “de dentro”. En cualquier caso, los miedos de Fuster (que le hacían pensar, incluso, que nos podíamos encontrar ante la liquidación final del arte europeo tal y como lo hemos entendido desde que Giotto empezó a pintar ovejas “del natural”) eran totalmente infundadas: la realidad, es decir, el “realismo” y basta el realismo más extremo, tiene su lugar garantizado sin riesgo ni peligro en el arte de nuestros días. Cualquiera que sea la manera como este realismo sea practicado, expresado y entendido. La realidad se deshacía y se disolvía en Monet o en Pissarro, hasta quedar definida solo como “im presión” incierta y fugaz, esfum ada, irreal: tan irreal, que su verdad consistía p recisam ente en esta indefinición y fugacidad. P ero a la vez, desde los collages de Braque o los artefactos de Duchamp hasta el pop-art o el hiperrealismo más reciente, ha mantenido en las más diversas maneras su crédito, su consistencia y la solidez de las formas permanentes y definidas: no una impresión, sino un estado o condición; no una verdad fugaz, sino firme y perenne. Es muy evidente que aquí, en este crédito de la realidad -que nunca se había perdido, y que se ha ido renovando y expresando de tantas maneras- es donde se instala consciente y vitalmente la obra de Antoni Miró.

Eso quiere decir también que Antoni Miro se ha instalado, con plena consciencia, dentro de una tradición ilustre y acreditada; y por tanto no es gratuito, ni es casual, que tantas de sus obras nos permitan ilustrar una especie de “retorno a las fuentes”, como si con ellas pudiéramos reunir una antología de precedentes insignes. Hay quien dice que las vanguardias del primer tercio de siglo -o incluso ya en el primer cuarto- inventaron o reinventaron todo el arte posible, y que a partir de entonces quedan comentarios, desazones, repeticiones, o muy frecuentemente, banalidades efímeras sin ninguna sustancia ni interés. No sé si eso es cierto en mucha o poca medida, pero sí que en gran parte del arte de este final extremo del siglo es un homenaje (directo o indirecto, por aproximación o por voluntad de distanciamiento) a los maestros de cuando el siglo era joven. Más vale, por tanto, que el homenaje sea consciente y agradecido, como los que Antoni Miró dedica aquí repetidamente a Magritte y a Picasso, o als Quatre Gats en bicicleta. Y, si no me equivoco, también a las frutas y a las botellas de Juan Gris, que a mí me recuerdan al padre Cézanne, que es el abuelo de todos. En todo caso, el observador puede hacer confiadamente su propia elección de referencias, “citas” o imágenes recordadas. Puede evocar, por ejemplo, los collages de Braque con culos de sillas, violínes, vasos o papel de diario cuando contempla los de Antoni Miró. Puede recordar la rueda de bicicleta de Duchamp (¡ya en el 1913!) o su célebre urinario Fountain, al lado de estas bicicletas más o menos ready-made -bici de paseo, bici plegada, bici dinámica- o de la taza de wáter de porcelana “cel o nosa”. Puede imaginar las piezas de maquinaria fantástica y exacta de Picabia, con títulos tan sugeridores como Parade amoureuse o Voilà la fille née sans mère, después de contemplar estas máquinas de Toni Miró que parecen sacadas de un catálogo industrial pero que se llaman Enginy de guerra o Costa Blanca, y no sugieren amores metá­licos sino destrucciones.

El observador puede igualmente, con la misma confianza, pensar que en la mayoría de estas imágenes y combinaciones de imágenes de Antoni Miró hay un punto sutil -o una ilusión- de surrealismo, si lo entendemos como la intención de hacer que la representación real o realista aparezca como elemento de una ilusión, de un sueño o de una sugestión que nos remite a un mundo de posibilidades inexpresables: una “bici de marjal” la insólita bicicleta que dice que “queremos lo imposible”, las pipas de Magritte que sí que son pipas (o quizás no), o un dibujo inquietante donde las cebras atraviesan el em pedrado brillante de una “selva urbana” que no es selva y que posee una quietud fantasmal. Y de paso, tenemos que recordar que si Dalí pretendía, como él mismo escribió, “contribuir al descrédito total del mundo de la realidad”, da la impresión que el resultado es más bien el contrario: la realidad, al ser sub-realmente o super-realmente interpretada, gana un nuevo crédito y una nueva dimensión. (Igualmente de paso: recuerdo pocos cuadros más rigurosamente “surrealistas” que El ladrón de Bagdad, cuyo autor, o autores, se presentaban con el conocidísimo y pro­gramático nombre de ¡Equipo Realidad!). También puede el espectador, cuando ve los abundantes botes de Coca-Cola de Antoni Miró, recordar botes de sopa Campbell de Warhol, o pensar si la “gran boca” abierta sobre la chimenea de una central nuclear no es también la más que célebre boca roja de Marilyn Monroe. Y si por este camino nos encontramos con resonancias más próximas y directas, como las del Equip Crònica, quiere decir que ya estamos una vez más en casa. Porque si alguien, entre nosotros, ha dado un nuevo valor y una dimensión nueva al “realismo”, son, en efecto, Genovés y los que se proponían hacer aquella “Crónica de la realidad”, que también, a su manera personal, ha querido “escribir” Antoni Miró con los sucesivos capítulos de su libro de imágenes. Con lo que volveríamos también a la “utilidad” de este arte, a la ideología, a la carga crítica y al “mensaje” que intenta transmitir. Un “conde-duque” del Equip Crònica y uno de Antoni Miró -a pesar del “marco nacional” diferente desde donde son pensados: español en un caso, valenciano y catalán en otro- transmiten la misma idea: el poder es hinchado, prepotente y grotesco, y podemos hacerle frente asociando su imagen con elementos que acentúan la banalidad, como un trozo de diario viejo o un ridículo tijeretazo para cortar una cinta.

He hecho antes una alusión a la libertad de asociar o no la pintura con las palabras -la pintura o la escultura, es igual: la obra “plástica”-, que sería tanto como la posibilidad de incluir o no una relación explícita, con palabras y por tanto con conceptos, entre la imagen y el “mensaje”. Al menos así lo entiende el espectador más o menos inocente, como yo mismo, cuando visita un museo o una exposición e, inevitablemente, se acerca a la pared para leer el cartelito o letrero que acompaña a la obra contemplada. El espectador, entonces, se convierte en lector: lector quizá de una sola palabra, pero suficiente para im aginar, también inevitablemente, que la imagen que contempla es en cierta manera una “ilustración” del texto que la acompaña, o que el texto -el título- es una “explicación” de la imagen. Y todo ello, tanto si esta relación es percibida como directa y clarísima, como si aparece velada, ambigua, intrigante o incomprensible a primera vista. La prueba de esta necesidad de asociación entre la imagen y la palabra es el hecho de que cuando la obra va acompañada del letrero “sin título” el espectador ingenuo, también inevitablemente, se encuentra entre la perplejidad y el impulso de encontrar él mismo el referente verbal que le falta. Cuando esta forma de concreción -el “título”- se encuentra asociada con la obra informal o abstracta, la perplejidad del espectador puede adquirir todo otro carácter: y ¿por qué, se pregunta más de una vez, eso “se llama” así, y no de otra forma? C uando la palabra va asociada a imágenes que nos remiten a “realidades” conocidas o “concretas”, el título puede ser entendido como una simple etiqueta que no pasa de la obviedad, como una “explicación” de la obra, como una alusión, como una sugerencia, una adivinanza, una afirmación ideológica, una ironía, una trampa o un recurso para desconcertarnos o hacer que no nos quedemos con la “primera impresión” sino que continuemos buscando y pensando. Digo todo esto, porque me da la impresión que en muchas obras de esta serie Vivace de Antoni Miró -seguramente también en series anteriores- a mí me resulta bastante difícil mirar las imágenes con total independencia de las palabras que puedo leer como título, dado que el propio título -la palabra puede ser el vínculo con una “realidad” de referencia -el concepto, la “intención”- hacia la cual nos ha de llevar la imagen, en el designio del autor. Quiero expresar una algo muy simple: si un cuadro como Mar sinuosa no llevara este título sino, por ejemplo, “Venus saliendo de las olas”, ¿lo veríamos exactamente de la misma forma?; ¿la referencia mitológica, por ejemplo, no nos haría asociar el acto de la visión con connotaciones quizá alejadas de esta sinuosidad física de los fragmentos de cuerpo sobre la mar ondulada?

Ya he dicho, no obstante, que la connotación puede ser puramente denotativa o descriptiva, como Tors antropomorf acèfal, con un punto irónico en la explicación redundante; ideológica, como las torres de la central nuclear “sin futuro”, o la boca tapada por la “mala suerte” de ser negro y seguramente pobre; o estrictamente literaria, como los títulos de aire ausiasmarquiano en “la mar se plany” o “essent absent” (por cierto: ¿quién está ausente de esta pequeña mar de muslos dibujados en gris y negro y de culos blancos triangulados por el sol, o quién querría estar presente?, ¿cuánta literatura se puede hacer a partir de este dibujo?). Y así podríamos continuar, siguiendo el juego de imágenes, palabras, alusiones y sugerencias, procurando seguir la intención del autor -que es en último extremo el inventor de este juego-, y sin perder de vista que, frecuentemente, lo que pretende es eso: jugar, hacernos un guiño o llevarnos a la trampa, a la ambigüedad y a la contradicción. Como en el dibujo Mon cor, donde la mirada va de la referencia “sentimental” del título, a la cara de una joven seria y preocupada, y al punto inesperado -¡no precisamente el corazón!- entre los muslos no se sabe si púdicos o impúdicos, si llenos de inocencia o de malicia. El mismo punto traidor -la misma trampa: aquí un mínimo triángulo blanco- donde puede caer la mirada del espectador mientras contempla A joc de daus y piensa qué querrá decir esta superposición de la imagen femenina tan sugestiva sobre este fragmento tan duro del Gernika de Picasso: “a joc de daus us acompararé”, dice el verso de Ausiàs M arch, y el espectador se queda lleno de una desazón para la cual no sabe qué comparación encontrar. O lleno de perplejidad que provoca otra de las abundantes trampas que nos prepara el pintor: la mujer de Mà i gairell es un cuerpo sólido y compacto, inclinado, de lado, que reposa confiadamente con una mano en el soporte imposible de un pilar hecho solo de líneas geométricas, no de piedra o de ninguna materia; pero el pilar inmaterial, inexistente, proyecta una sombra com pacta sobre el muslo, y entonces ya no sabemos qué pensar, y la “trampa” nos abre, precisamente, todo un campo de sugerencias que de otro modo no existirían.

A mí, que practico el oficio de escritor, no de pintor o de crítico de arte, me resulta especialmente atractivo este universo de posibilidades que se abre con el juego entre las imágenes -y la manera como el artista ofrece estas imágenes-, los referentes de las imágenes, las palabras que las acompañan, la soluciones claras o ambiguas, el sueño o la emoción, la ironía, la ideología, la historia del arte y el mundo en que vivimos. Pero procuraré frenar mi instinto literario, y me limitaré a constatar que el mundo en el que vivimos está hecho de estas mismas “realidades”, acreditadas o desacreditadas, que pinta, recorta, recoge o presenta aquí Antoni Miró. Como una pequeña antología de historia natural convertida en historia contemporánea. Para empezar, como en los primeros días de la creación, estaba el aire y el agua, las nubes, el mar y los marjales, la tierra, las plantas y los árboles. Y los animales. Podría ser un mundo todavía inocente, pero la mayoría de las veces no lo es: no se lo permite la presencia humana, o de los artefactos humanos o inhumanos que el hombre fabrica. A veces sí, que este mundo originario conserva su pureza y la fuerza primitiva de las nubes pacíficas o del mar en tempestad, o su inocencia en blanco y azul queda reforzada por una mirada igualmente inocente: Ausiàs al capvespre mirando la raya del horizonte como el día en que Jahvé separó, aún inciertamente, las aguas del cielo de las aguas de la tierra.

Pero mucho más a menudo esta presencia humana tiene la forma de una interferencia desconcertante (¿qué tipo de compañía, o qué contradicción, quieren sugerir las bicicletas sobre el mar o sobre los marjales, por ejemplo?) o, aún más, la forma de una agresión violenta. Cuando una “bici-toro-azul” aparece sobre el perfil de un árbol poderoso y delicadamente difuminado, no estamos seguros si la “humanidad” está en la máquina, que es obra de los hombres pero que puede embestir con cuernos agudísimos de acero, o si lo hemos de buscar en el árbol inocente y disipado. Pero cuando el mismo árbol -y todos los árboles hermanos suyos, igualmente fantasmales- aparece amenazado por la precisión metálica de un hacha o de una pala excavadora, sí que sabemos con quien nos tenemos que identificar sin reservas: con la víctima. La violencia aquí, como en la mayor parte de la obra de Antoni Miró, es una expresión del mal, y este mal -incluso un “mal ontológico”, si queréis- no es únicamente la agresión de unos hombres contra otros, sino la de los hombres contra el mismo mundo natural del cual forman parte. Un mundo incesantemente amenazado, en el cual los animales “condenados’” se amontonan en una masa inexpresiva como los pavos azules y violeta, intentan huir sin saber de qué como las “cebras huyendo”, o nos miran, desde su antiguo poder y la antigua soberanía, con una infinita tristeza en los ojos como hacen el águila -¡disecada!-, el tigre o el león. Porque la selva llena de obscuras amenazas no es ya el espacio donde viven o vivían los animales, sino la “selva urbana” de los humanos: no hay nada más inhabitable que este residuo de suburbio gris y escuálido donde han ido a parar -a hacer o escenificar, absurdamente, un “paso cebra”- aquellos animales libres que antes huían inocentes bajo el cielo azul. En el extremo más absurdo de todos, si no ponemos remedio, el producto último de este gran artificio urbano que es la “civilización industrial” podría ser un inmenso “parque natural” hecho de desechos, residuos, plásticos, latas, botellas y bidones. Con una trampa escondida, como un residuo más: un cráneo humano pelado y no sabemos si, él también, plastificado.

Y en este mundo cada vez más inevitablemente urbano, acompañados de un poco de arquitectura y de mucha historia, de máquinas y de trastos diversos -incluidos los trastos artísticos-, es donde viven los humanos, es decir, sus cuerpos, que transportan la única vida del espíritu en esta tierra. Cuerpos poco o muy vestidos, y sobre todo cuerpos desnudos, y más cuerpos de mujer que de hombre: como si la anatomía femenina poseyera, en grado más alto, una particular capacidad expresiva (o es que el pintor es hombre y no mujer: ¿ve la pintora mujer el cuerpo masculino igualmente expresivo?; simplemente no lo sé). Un “poema de amor”, por tanto, puede ser un culo ofrecido con unas braguitas clásicas de color rosa; una calle de ciudad -“America street”, y no falta el botecito de Coca-Cola- está ocupado o definido por un cuerpo sin brazos ni cabeza; la “puerta del cielo” tiene como acceso solemne la columnata de Bernini en la plaza de San Pedro del Vaticano, y como umbral una espalda y un culo muy suaves y aterciopelados: los mismos que dividen en dos, o multiplican por dos, otra “columnata”, pero de papel, hecha de diarios. No sabemos si estas espaldas y culos pertenecen a la misma mujer que está “desnudándose”, impresionante, como un monumento autónomo flotando en la nada (pero tampoco es “real”, también hay trampa: ninguna mujer se desnuda así, tan monumentalmente), o si, vestida y convertida en “pintura-objeto”, podría ser Safo, Afrodita o Penélope. O si ha llevado una “vida atribulada”, como la joven leal y fatigada que nos mira a los ojos sentada en el taburete de un bar después de haber trabajado mucho en el mundo de la realidad o en el de la ficción. No sabemos tampoco la historia de la “muchacha con el cántaro”, propietaria de otro culo insigne (o del mismo: parece un arquetipo), pero ¿quién pude ir a buscar agua con un cántaro, no a una fuente sino a un marjal desolado o a una albufera? No sabemos qué espera la “persona aquella” arrodillada que parece que esta ofreciéndose por detrás, ella tan elegante, a un pobre negro contra el m uro de la miseria. Los cuerpos humanos, no es preciso decirlo, pueden estar tan llenos de misterio como el cielo y el mar.

Y finalmente, entre otras muchas cosas, el mundo está lleno no solo de bicicletas sino de zapatos. De humildes, cotidianos, humanísimos zapatos: el artefacto más autónomo, consistente y serio de nuestra indumentaria y aquel, también, que está más a ras de suelo y a la vez nos aísla del contacto con la tierra. El zapato es otro misterio, más que los pantalones, el sombrero o la blusa: no hay nada que exprese mejor cual es, en cada momento, nuestro incierto camino por la vida. Nada que participe tan directamente del polvo o del barro, de la aspereza o de la suavidad de todos los caminos: el camino transforma el zapato, al igual que transforma la persona que lo recorre. Y está claro que un zapato es un zapato, por mucho que Antoni Miró se empeñe en decirnos lo contrario, como la pipa de Magritte que no quería ser una pipa. Estos zapatos no actúan como zapatos, están pintados con colores que no son de zapato, su función no es proteger o embellecer pies como los zapatos, quieren ser “objetos” convertidos en obras de arte o en algo parecido, pobrecitos míos: pero son zapatos y no pueden evitarlo. Zapatos transfigurados, eso sí, y esta es toda la cuestión: porque transfigurar la realidad -incluso una realidad tan real como una bicicleta o un zapato de verdad, no una imagen de zapato o de bicicleta- es uno de los secretos del arte de Antoni Miró.

Transfigurar la realidad para hacer más visibles aquellas dimensiones ocultas que frecuentemente se nos ocultan para volverle un crédito tan tas veces olvidado o perdido. Y conseguir eso, además de ser un secreto paradójicamente clamoroso, es, efectivamente, un arte en el pleno sentido de la palabra. Que, en los tiempos que corren, hay que decir que no es poca cosa.

ANTONI MIRÓ SOBRE EL CRÈDIT DE LA REALITAT

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