Otra mirada sobre la obra artística de Antoni Miró
Joan Àngel Blasco Carrascosa
Me dispongo a mirar, de nuevo, la ya prolífica producción de este forjador de imágenes llamado Antoni Miró. Atentamente, con esa minuciosidad que se recrea en el “releer” una iconografía sobre la que en ocasiones anteriores he meditado, me dispongo ahora a trazar, de la manera más clara y didáctica posible -que no otro es mi propósito-, un hilo discursivo que vaya enlazando, desde sus comienzos hasta la actualidad, las sucesivas series de nuestro pintor.
Este escalonado repaso de una concatenada obra preñada de empecinada ansia de comunicación, sustentada en una calculada urdida trama que persigue el diálogo cómplice con el espectador, nos remite a los ya lejanos tiempos de Alcoiart (1965-1972). Cincuenta y cinco exposiciones en este periodo constituyen todo un alarde de promoción artística. Sus compañeros de grupo, Sento Masià y Miquel Mataix -a los que posteriormente se unirían Alexandre y Vicent Vidal, entre otros esporádicos colaboradores- no le regatean a Antoni Miró el liderazgo en esta aventura compartida que, partiendo de Alcoi, llegaría a tierras y gentes francesas, inglesas e italianas. En este momento de mediados de la década de los sesenta, también otros grupos -amén de singladuras estrictamente individuales, asimismo abocadas a un entendimiento del arte estrechamente ligado a la problemática social- irrumpirían en el panorama valenciano de las artes plásticas. Alcoiart no contó con un proyecto estético común, pues se mantenía una independencia creativa entre sus miembros. Con su búsqueda de la integración artística —no sólo pictórica—, su huella ha quedado fijada en nuestra reciente historia a modo de testimonio de un esforzado empeño ungido de utopía, como testimonio de una apasionada vocación.
Durante estos años Antoni Miró realiza pinturas, esculturas y cerámicas, al tiempo que cultiva la obra gráfica y hace murales. Vano es el pretender que nuestros ojos permanezcan pasivos ante la visualización de estas invenciones plásticas. Es imposible tener la pretensión de quedarse inerte ante estos envites situados frente a la mirada. No se da pábulo -la intención del artista es justo la contraria- a la neutralidad emotiva.
Desde que en 1965 realizara su primera exposición individual, ha cifrado en la ética el pilar básico de su aspiración vital. Antoni Miró concibe todos sus trabajos por series que, en algunas ocasiones, se traslapan: Les nues (1964-1966), La fam (1967), Els bojos (1967), Vietnam (1968), Experimentacions-relleus visuals (1968), Escultura mural (1968-1970), L’home (1968-1971), Realitats (1969), Mort (1969), Biafra (1970), Amèrica negra (1972)... Estamos ante una larga y densa etapa artística en la que su autor vincula con coherente evolución el tránsito de un expresionismo figurativo, a través del cual refleja el sufrimiento humano, al neofigurativismo de cariz social con un mensaje denunciador y crítico ya a finales del decenio de los sesenta.
En este periodo se plantea abiertamente la preocupación del artista por las cuestiones sociales. Tantos y tantos problemas latentes, desde la injusticia a la opresión pasando por la insolidaridad, ocuparán el centro de interés de su mensaje artístico. Nos lo ha dicho el propio artífice de esta obra: «Reflectisc la problemàtica d’avui» -Reflejo la problemática de hoy-, y tal constatación alardea simultáneamente de inconformismo y de prometeica aspiración a un mundo justo y libre.
De aquí su elección de una iconografía figurativa, que dado su carácter crítico ha recibido el cliché de «realismo social». En este sentido, su obra plástica se inscribe en las corrientes realistas de la pintura internacional que han tenido, entre otros valencianos de alta cualificación artística, a Genovés, el Equipo Crónica, el Equipo Realidad y Anzo. Pero tales concomitancias, surgidas sin duda al calor del esfuerzo rupturista de impronta hondamente ideologizada en los años sesenta de la España franquista, no permiten englobar sin matizaciones a todos estos artistas plásticos en una única poética. Más bien al contrario, cada uno de ellos, con su idiosincrática interpretación de la realidad, decantan en sendos estilos propios.
A este tenor, firme en sus convicciones y seguro de la vía artística encarrilada, conectaría con pintores de planteamientos estéticos afines. Así surgiría el Gruppo Denunzia, fundado en 1972 junto con Rinaldi, Pacheco, Comencini y De Santi en la italiana ciudad de Brescia. Antoni Miró se ha mirado hacia adentro con la misma auto-reclamación con que su crítica mirada denuncia los desatinos de la sociedad de su tiempo, y con actitud inconformista radical rompe lanzas en pro del compromiso y la solidaridad. Es este un momento en el que su interpretación de la vida y de la historia iluminaba progresivamente la toma de conciencia de la realidad para desembocar en una posición comprometida ante el mundo; defiende y exalta los inmarcesibles derechos humanos.
Acorde con estos presupuestos daría comienzo por estas fechas a su serie El dòlar (1973-1980), materializada a través de pintura, escultura, objetos y gráfica, en la cual se subsumen L’home avui (1973), Xile (1973-1977), Les llances (1975-1980), Senyera (1976) y Llibertat d’expressió (1978). Es en esta etapa cuando cuaja más nítidamente la peculiar poética mironiana, que engarza ética y estética mediante una comprensión dialéctica del arte. Más que de representar motivos beatíficos o idílicos, apacibles y sosegados, Antoni Miró se inclinó por el mensaje directo, contundente, crudo muchas veces, convertido en radical alegato contra las irracionalidades históricas y actuales.
Así, pondría su acerado punto de mira en asuntos de inesquivable motivación para un artista como él: los desastres de las guerras; las desatadas pasiones originarias de la violencia; las lacras de la miseria, individual y colectiva; las aberraciones del racismo; las turbaciones de la alienación; la urgencia de la emancipación social; los desequilibrios propios de la deshumanización; el maquiavelismo de quienes manipulan; las paranoias o esquizofrenias de los dictadores; los anhelos de independencia, cultural y nacional; la barbarie del agresor capitalismo; la inmoralidad de la colonización imperialista... De ahí que el suyo haya sido calificado de arte político, ideado para aguijonear tanta acolchada comodidad; un arte hecho para perturbar, insuflado de aliento crítico, de significaciones revulsivas. En definitiva, un arte de denuncia servido mediante la que ha sido denominada «pintura de concienciación».
Hacia finales de los años setenta Antoni Miró está maquinando un giro a su concepción creativa. Es consciente de que la época que le ha tocado vivir está dominada por el culto a las imágenes, mitificadas tantas veces. Debe procederse, pues, a configurar propuestas plásticas que, sirviéndose de imágenes impactantes, ofrezcan una alternativa que humanice. Ello conlleva, necesariamente, el abandono de cualquier tentación de un arte de la frivolidad o de la intrascendencia. Por el contrario, con imágenes pletóricas de significado, incómodas, intranquilizadoras, busca un arte positivo, de alto potencial informativo, de verdadera eficacia comunicativa.
Aquí está el germen de una sugestiva serie pictórica: Pinteu pintura (1980-1990). Manipulando inteligentemente -en abierta transposición- las imágenes propagandísticas de la sociedad industrial y tecnológica, las hace pasar por el tamiz formal de un arte pop no americano, o también de un arte óptico —o incluso un cinetical art—, de elaborada síntesis y economía expresiva. Inyectará así a su obra una nueva modalidad de realismo, del que surgirá ese “estilo” mironiano, cuyas claves definitorias pueden rastrearse no sólo en sus pinturas, dibujos y grabados, sino que, derivándolo a otros géneros o procedimientos —escultura, metalográficas, cerámica, mural, móvil, etc.—, ofrecen testimonio irrefutable de la condensación icónica a que ha dado lugar su mirada.
Una mirada que centraría su objetivo en la vida presente, y en las causas originarias de las realidades de nuestro hoy, a fin de llevar a cabo una relectura de la historia de la pintura, escogiendo autores significativos y temáticas conexas con su intencionalidad artística. Esta es la base de su Pinteu pintura: la revisita de hitos simbólicos del pasado artístico bajo el prisma de la utilización de nuevos recursos expresivos, siempre con el propósito de estimular la percepción del espectador, de provocar un shock visual, a la zaga de la construcción de una “realidad otra”.
Tal mirada al ayer, para esclarecer el hoy y alumbrar el mañana tendría que plasmarse de modo no ambiguo o indeterminado, sino con claridad informativa. Yuxtaponiendo a veces personajes, superponiendo, en otras ocasiones, objetos, o bien aislando fragmentos, el autor de estas invenciones plásticas está propiciando en el espectador un juego, por combinatorio, opcional. Las estrategias compositivas ideadas por Antoni Miró, que afectan tanto a la morfología como a la sintaxis de la imagen, son variadas: unas veces, al reflejar partes de una imagen sobre sí misma, está aplicando el “principio del espejo”; en otras, ampliando, reduciendo o alargando mediante deformaciones objetos o personajes nos está aportando nuevas “lecturas”; y, en fin, recurriendo a la superposición, el paralelismo, el seccionamiento o la inclusión va a la zaga de esos contrastes alteradores de las asumidas imágenes que en un primer momento constituyeron el leitmotiv central de la composición.
Una somera aproximación al repertorio iconográfico de esta serie pictórica deja bien patente que los artistas seleccionados son nombres fundamentales, de indiscutible rango universal, rastreados en el legado de la historia universal y, especialmente, en lo que concierne a la española: El Bosco, Durero, Velázquez, Tiziano, Goya, Gaudí, Toulouse-Lautrec, Picasso, De Chirico, Mondrian, Miró, Dalí, Magritte, Adami, etc. Asimismo, las obras escogidas de estos paradigmáticos artistas, entresacadas del museo colectivo, son famosas dada su multiplicada divulgación: Las meninas, Los borrachos, La fragua de Vulcano, Inocencio X, El conde-duque de Olivares, Carlos V en Mülberg, Carlos III, Autorretrato de Goya, La duquesa de Alba, El albañil herido, La lechera de Burdeos, Las señoritas de Aviñón, Guernica, etc. ¡Qué duda cabe que la simultaneidad de iconografías de autores y estilos diversos producirán el consabido contraste, estimulador de la retina de quien observa la obra! Ese juego de oposiciones, que subraya diferencias y disconformidades, induce a pautas perceptivas y cognoscitivas distintas de lo habitual. Una nueva belleza emerge de tales mezcolanzas, de tan estudiadas hibridaciones, que buscarán la atención del anónimo “mirador”.
Antoni Miró “construye” imágenes pictóricas partiendo de otras imágenes procedentes tanto del legado de la historia de la pintura como de las que nos llegan filtradas por los medios de comunicación y se sirve especialmente -en no pocas ocasiones- de las suministradas por la vía publicitaria.
La idea del contraste es básica en su concepción artística. Ese urdido choque, reactivador de tanta modorra visual, cuando no de cierta asumida apatía visualizadora, se halla en la médula del trasfondo conceptual de Pinteu pintura. Antoni Miró nos ha situado ante ensamblajes iconográficos que surgen de un proceso de selección de imágenes, muchas de ellas anidadas en la retina colectiva, de acuerdo con un concepto y un propósito dados. Estas imágenes que serán dislocadas y seguidamente reordenadas, a la vez que sirven de estimulación del efecto visual, traslucen la acción catártica experimentada por su autor. Pues, a mi entender, la búsqueda del contraste que sus obras plantean tiene su basamento en una sublimación subconsciente de anhelos y proyecciones.
Es el suyo, en definitiva, un proceso de deconstrucción / reconstrucción encaminado a configurar un nuevo florilegio de imágenes pictóricas, las cuales tendrán mayor carga polisémica a medida que -con el ingenio y la habilidad de sus recursos combinatorios- se van extrayendo de su originario contexto para ser instaladas en otro; un trabajo de intertextualidad icónica con el que ha logrado elevar el listón de la sagacidad metafórica o metonímica; una tarea de reformulación -o, si se prefiere, de descodificación / recodificación- notablemente resuelta, que pone sobre el tapete esta aguda faceta suya de versatilidad, extrapolando, alterando, reutilizando, metamorfoseando, dislocando... para -a renglón seguido- recomponer, resignificar... mediante los nuevos códigos lingüísticos pergeñados.
En esta reflexión sobre la pintura que es Pinteu pintura, los mitos son pasados por el tamiz de la relativización. Téngase en cuenta que el perfil de estos nuevos tiempos está “dibujado” con auto-repliegues intimistas, hedonismos e individualismos. Y que esta cultura del eclecticismo conlleva otras sensibilidades. Antoni Miró sabe de estos vaivenes sociológicos y estéticos, que son indicadores de pautas estéticas diferenciadas y diferenciadoras. Sin brusquedad, es más, haciendo alarde de finura, se observa en su obra una creciente agudeza en clave irónica. La mirada del pintor -ahora más sofisticada- se nos ofrece en esta etapa tamizada por la connivente mirada de los personajes pintados.
La obra sobre la que tratamos rezuma fina ironía en unos casos -resultante de la metáfora encubierta o el recurso metonímico- y humor sin ambages en otros, y recala a veces en la abierta crítica, el ácido sarcasmo e incluso la sátira, como producto final del descamado choque comparativo. Puede que el artífice de esta obra plástica se haya planteado esta consideración: puesto que la ironía del objeto nos acecha, sería necio no utilizar este arma posmoderna para filtrar mi pensamiento, el cual, vertido en imágenes, provocará asimismo, con el juego inteligente de otras miradas, nuevos pensamientos y otras imágenes.
A sabiendas de que todo recurso irónico exige ser compartido, reclamando una íntima complicidad, Antoni Miró enfatizó de manera más precisa, en la serie Pinteu pintura, su recurso de la ironía, ya que en otras series precedentes la urgencia de su mensaje —siempre comprometido con la realidad presente— apelaba más bien al inmediato revulsivo testimonial de forma incluso más patente, dado sobre todo el carácter directamente conminatorio de sus propósitos plásticos de entonces.
Siempre con el ánimo de estimular la percepción estética, con los sistemas procedimentales del collage y del fotomontaje, Antoni Miró ha ampliado sus recursos comunicacionales. Valiéndose de estas técnicas ha repristinado sus juegos de contrastes, deformaciones o sinécdoques. Y a través de una sutileza o un choque de conexiones, ha hurgado en estrategias alusivas y comparativas recurriendo a citas o referencias que se combinan, sin olvidar que el objetivo no es otro que la catarsis, la liberación del visualizador de estas obras que han engarzado imagen e idea. Es más: debe anotarse aquí que su actividad pictórica tiene como determinantes puntos de partida tanto el principio del collage como la importancia del dibujo y la fundamental impronta de la imagen fotográfica.
Ya a principios de la presente década de los noventa inaugura una etapa nueva titulada Vivace. Trata en ella los problemas de índole eco-social derivados de una falta de conciencia de las relaciones humanas con el medio ambiente.
Pintando artefactos maquinistas, escombros industriales, basura urbana..., Antoni Miró ha centrado su mirada en una actualísima fundamentación para llevar a cabo un cambio temático en su pintura, y, a través de ella, pone en tela de juicio el concepto de progreso desde un buscado distanciamiento reflexivo. Preciso momento este de depuración de su quehacer artístico, aunque sus inquietudes vitales -que ahora han basculado hacia esta temática- continúan igualmente encandiladas.
Las pinturas de esta etapa van más allá de una añoranza de la arcadia perdida o de la justa y necesaria acusación de la devastación del planeta. En ellas, naturaleza y cultura industrial se confrontan. Subvirtiendo la realidad, Antoni Miró ha enriquecido y variado su idiosincrático repertorio de elementos icónicos, al tiempo que se han actualizado otros códigos de elaboración, más sofisticados en su resultado y creciente polisemia.
En Vivace, esos objetos mecánicos y articulados -las bicicletas- se han metamorfoseado en un mundo ilógico, oscilante entre la realidad y la fantasía, y enclavadas en la escenografía de espacios naturales -ahora ya explícitamente referenciados-, se han trocado, mediante el juego relacional de lo verdadero y lo falso, en una figuración organicista surreal.
Con aparente frialdad, deudora de un perfeccionismo técnico, Antoni Miró nos mueve -en un vaivén de interacciones semánticas- a una concienciación sobre el atropello contra el ecosistema, clamando por la solidaridad ante este grave problema. Últimamente, esas “bicicletas” suyas que nos han provocado tan inquietante extrañeza se nos muestran como extraídas de su originario marco pictórico, oxidadas, puramente objetuales, recién sacadas de esos heteróclitos amontonamientos de chatarras y desechos.
En esta serie pictórica ecosistema y mundo tecnológico se imbrican mutuamente en un discurso paradójico sembrado de ironías -no puede entenderse la vida sin una cierta dosis de ironía, y así lo refleja Antoni Miró en su pintura- y contrastes resultantes de una ambientación contradictoria.
Anotemos finalmente que, si bien el sello del erotismo es una constante en la producción artística de Antoni Miró, es en la última etapa de la serie Vivace -la titulada Suite eròtica (1994)- donde de manera monográfica se aborda plásticamente este asunto. Basándose en las pinturas cerámicas de la antigüedad arcaica y clásica griega, ha recreado sin preocupaciones moralistas escenas de juego erótico de la vida cotidiana. En el trasfondo de los aguafuertes que conforman esta carpeta de obra gráfica late una visión antropológica. De ellos emana un entendimiento natural y lúdico del placer. No hay sentimiento de culpa ni sensación de pecado en estos cuerpos, danzas y gestos hedonistas que evocan el vitalismo del goce de los sentidos. Estamos ante un reencuentro -a través de la mirada reflejada- con el espejo de la cultura mediterránea.
Hasta aquí este personal recorrido por una elaborada obra creada para que el espectador comulgue, estética e intelectivamente, con ella; una revisita del singularísimo mundo artístico -codificado a modo de reportaje denunciador- de un adalid de no pocas justas causas, preso del orden y el metodismo, obsesivo voyeur, tan curtido ya en la experimentación de diversos medios expresivos.
He dicho en otra ocasión que más que el “ver”, Antoni Miró ejercita el “mirar”. Hay, pues, en la base de su acción, una voluntad y una búsqueda, una constante interrogación. Y en este discurrir de mi mirada que ha transitado por tan amplio muestrario de obras, fruto de un trabajo silencioso y constante, cabe resaltar que nuestro autor, persuasivo y fecundo, al tiempo que ha mantenido con firmeza la fidelidad a unos principios axiológicos, ha trabajado en una continuada derivación hacia otras posibilidades significantes. O, dicho de otro modo, que su ascética dedicación cotidiana ha ido orientándose -a medida que se potenciaba y redoblaba la polivalencia irónica- a favorecer la posibilidad de hacer lecturas diferentes.
Llegado a este punto y final en el que mantengo presente el horizonte cultural de estas imágenes de contundente capacidad sintética, y rastreando los diálogos visuales - juegos de miradas- que discurren por los vericuetos internos de sus obras, sigo pensando que Antoni Miró, de nuevo, fraguará “otra” mirada que reclamará, otra vez, nuestra mirada...