Antoni Miró. Una intensa trayectoria
Joan Àngel Blasco Carrascosa
0. Entre el por qué y el para qué
No todos los artistas plásticos abordan su quehacer desde la fundamentación de unos presupuestos sólidamente asumidos. Otros, por el contrario, basan el discurso derivado de su trabajo creativo en la firmeza de sus convicciones, como es el caso de Antoni Miró. Para nuestro artista, puesto que el arte está en la sociedad, la actividad artística no ha de aparecer divorciada del resto de las actividades humanas, ya que su implícito móvil creador no puede considerarse -en ningún momento- segregado de su contexto cultural. Si el objeto de la práctica del arte es, a un tiempo y además de estético, sociológico, histórico, psicológico y lingüístico, las obras artísticas (precisamente por ser expresiones pluridimensionales y complejas de un universo cultural históricamente determinado) se fundan, ante todo, en una dialéctica entre dimensión individual y dimensión social que porta en sus cimientos un fermento ético. El conjunto de la obra de Antoni Miró -que seguidamente trataremos- es el resultado de un propósito de ideación de síntesis nuevas que puedan dar a los espectadores la posibilidad de una vivencia artística. Con sus recursos, procedimientos y medios de expresión ha venido propiciando que de los valores estéticos intrínsecos a cada una de sus obras, correlato del formalismo de sus composiciones, emanen esos componentes simbólicos (materiales que son para la constitución de la sensibilidad) que -por definición- constituyen eso a lo que llamamos cultura.
I. A modo de sintético recuento de una intensa trayectoria
Para los que todavía no conocen la pintura de Antoni Miró (Alcoi, 1944), quizá sirvan estas líneas liminares para un intento de apretado repaso acerca de una de las trayectorias más fecundas labrada en el solar de nuestra cultura artística. Con esta intención perfilamos esta introducción a modo de continuo trazo que irá subrayando, con la obligada brevedad, los más significativos hitos de una dedicación que abarca desde sus comienzos hasta la actualidad a través de una ininterrumpida concatenación de series cuyo conjunto corporeiza el mapa de su fecunda aportación al ámbito de las artes plásticas.
Nos remite esta pretensión recordatoria a los ya lejanos tiempos de Alcoiart (1965-1972). Cincuenta y cinco exposiciones en este periodo constituyeron todo un alarde de promoción artística. Sus entonces compañeros de grupo, Sentó Masià y Miquel Mataix -a los que posteriormente se unirían Alexandre y Vicent Vidal, entre otros esporádicos colaboradores-, no le regatean a Antoni Miró el liderazgo en esta aventura. Momento este, ya mediada la década de los sesenta, en el que también otros grupos e individualidades conectaron su arte con la problemática social del momento.
Durante estos años Antoni Miró realiza pinturas, esculturas y cerámicas, al tiempo que cultiva la obra gráfica y hace murales, obras todas ellas en las que no cabe la neutralidad, ni emocional ni ideológica. En efecto, desde que en 1965 realizara su primera exposición individual, nuestro autor cifraría en la ética el pilar básico de su aspiración vital, concibiendo todos sus trabajos por series que, en algunas ocasiones, se traslaparían: Les nues (1964-1966), La fam (1967), Els bojos (1967), Vietnam (1968), Experimentacions-relleus visuals (1968), Escultura mural (1968-1970), L’home (1968-1971), Realitats (1969), Mort (1969), Biafra (1970), Amèrica negra (1972)... Estamos ante una larga y densa etapa artística en la que se vincula con coherente evolución el tránsito de un expresionismo figurativo (a través del cual refleja el sufrimiento humano) al neofigurativismo de cariz social, con un mensaje denunciador y crítico, ya a finales del decenio de los sesenta.
En este periodo se plantea abiertamente la preocupación inconformista del artista por las cuestiones sociales. De su compromiso con la estricta contemporaneidad deriva su elección de una iconografía figurativa, que dado su carácter crítico ha recibido el cliché de «realismo social». La sintonía con artistas valencianos coetáneos tales como Genovés, el Equipo Crónica, el Equipo Realidad o Anzo son claras, pero estas concomitancias, de abierta naturaleza ideológica en esos años del franquismo en donde los signos rupturistas en el mundo plástico presuponían un manifiesto enfrentamiento con el andamiaje de la dictadura no nos debe llevar a englobar, sin matizaciones, a todos estos artistas plásticos en una única poética. Porque, más bien al contrario, cada uno de ellos, con su indiosincrática interpretación de la realidad, decantarían en personalizados estilos propios.
Con una actitud inconformista radical, mirándose hacia adentro con la misma auto-reclamación con que su crítica mirada reprobaba los desatinos de la sociedad de su tiempo, Antoni Miró rompe lanzas en pro del compromiso y la solidaridad. A este tenor conectaría con pintores de planteamientos estéticos afines, y así surgiría el Gruppo Denunzia, fundado en 1972 junto con Rinaldi, Pacheco, Comencini y De Santi, en la italiana ciudad de Brescia. Es este un momento en el que su interpretación de la vida y de la historia iluminaba progresivamente la toma de conciencia de la realidad para desembocar en una posición comprometida ante el mundo, y defiende y exalta los inmarcesibles derechos humanos.
Con tal vocación y empeño daría comienzo por estas fechas su serie El dòlar (1973-1980), materializada a través de pintura, escultura, objetos y gráfica, en la cual se subsumen L’home avui (1973), Xile (1973-1977), Les llances (1975-1980), Senyera (1976) y Llibertat d’expressió (1978). Es precisamente durante este periodo cuando definitivamente se concreta la singular poética mironiana con unos perfiles inequívocos y se engarzan labor plástica y posición moral mediante una comprensión dialéctica del arte. Más que de representar motivos beatíficos o idílicos, apacibles y sosegados, Antoni Miró se inclinaría por el mensaje directo convertido en radical alegato contra las irracionalidades históricas y actuales. Obra esta contundente, cruda muchas veces, de tal modo que sería vano pretender que nuestros ojos pudieran permanecer pasivos ante la visualización de estas imágenes plásticas.
Siguiendo este escalonado repaso, ya en los años finales de los setenta Antoni Miró llevaría a cabo un enriquecedor cambio en su tarea creativa fruto de una reflexión sobre la sociedad en la que vive y en la que la imagen, con su carga simbólica, domina todos los entornos. Es la suya una reelaboración humanizadora de esa colección de representaciones que percuten diariamente en nuestra retina, pero que lejos de situar al hombre en el centro lo desplazan a una periferia ajena a todo principio que no sea lo material. Y no cabía aquí la frivolidad o la intrascendencia.
En estos presupuestos está el germen de una sugestiva serie pictórica que persigue el diálogo cómplice con el espectador: Pinteu pintura (1980-1990). Manipulando inteligentemente -en abierta transposición- las imágenes propagandísticas de la sociedad industrial y tecnológica, las hace pasar por el tamiz formal de un arte pop no norteamericano, o también de un arte óptico –o, incluso, un cinetical art-, de elaborada síntesis y economía expresiva. Inyectará así a su obra una nueva modalidad de realismo, del que surgirá ese «estilo» mironiano, cuyas claves definitorias pueden rastrearse no sólo en sus pinturas, dibujos y grabados, sino que derivándolo a otros géneros o procedimientos -escultura, metalográficas, cerámica, mural, móvil, etc.-, ofrecen testimonio irrefutable de la condensación icónica a que ha dado lugar su mirada.
Una somera aproximación al repertorio iconográfico de esta serie pictórica deja bien patente que los artistas seleccionados son nombres fundamentales, de indiscutible rango universal, rastreados en el legado de la historia del arte, con especial atención a la española: El Bosco, Durero, Velázquez, Tiziano, Goya, Gaudí, Toulouse-Lautrec, Picasso, De Chirico, Mondrian, Miró, Dalí, Magritte, Adami, etc. Asimismo, las obras escogidas de estos paradigmáticos artistas, entresacadas del museo colectivo, son famosas dada su multiplicada divulgación: Las meninas, Los borrachos, La fragua de Vulcano, Inocencio X, El conde duque de Olivares, Carlos V en Mülberg, Carlos III, Autorretrato de Goya, La duquesa de Alba, El albañil herido, La lechera de Burdeos, Las señoritas de Aviñón, Guernica, etc. ¡Qué duda cabe que la simultaneidad de iconografías de autores y estilos diversos producirán el consabido contraste, estimulador de la retina de quien observa la obra! Ese juego de oposiciones, que subraya diferencias y disconformidades, induce a pautas perceptivas y cognoscitivas distintas de lo habitual. Una nueva belleza emerge de tales mezcolanzas, de tan estudiadas hibridaciones, que buscarán la atención del anónimo «mirador», que por otra parte debe agudizar más la mirada ante una propuesta donde la sofisticada ironía se tamiza a través de encubiertas metáforas y juegos metonímicos. Queda abandonado definitivamente el recurso directo, el cual será sustituido por la complicidad, al igual que el mensaje dado lo será por la recreación del mismo.
A principios de la década de los noventa inaugura una etapa nueva titulada Vivace. De nuevo el giro temático conforma una relectura de la obra de Antoni Miró. Las creaciones humanas, la tecnología, en definitiva la civilización y su relación con el medio ambiente conforman el centro de su labor. El autor pone en tela de juicio la noción de progreso. En la presente serie, sin ceder a la crítica feroz, se aprecia una mayor carga poética y lírica por medio de esos objetos mecánicos y articulados -las bicicletas- que se han metamorfoseado en un mundo ilógico, oscilante entre la realidad y la fantasía; y enclavadas en la escenografía de espacios naturales -ahora ya explícitamente referenciados- se han trocado, mediante el juego relacional de lo verdadero y lo falso, en una figuración organicista surreal.
Anotemos finalmente que, si bien el sello del erotismo es una constante en la producción artística de Antoni Miró, es en un tramo de la serie Vivace -el titulado Suite eròtica (1994)- donde de manera monográfica se aborda plásticamente este asunto. Basándose en las pinturas cerámicas, de la antigüedad arcaica y clásica griega, ha recreado sin preocupaciones moralistas escenas de juego erótico consustanciales a la vida cotidiana. En el trasfondo de los aguafuertes que conforman esta carpeta de obra gráfica late una visión antropológica. De ellos emana un entendimiento natural y lúdico del placer. No hay sentimiento de culpa ni sensación de pecado en estos cuerpos, danzas y gestos hedonistas que evocan el vitalismo del goce de los sentidos. Estamos ante un reencuentro -a través de la mirada reflejada- con los espejos de la cultura mediterránea.
II. Mirando (y pintando) la pintura
He dicho en varias ocasiones que más que el «ver», Antoni Miró ejercita el «mirar». La búsqueda, como permanente interrogación, es la base que sustenta su actuación. Otra de las constantes de nuestro autor -que por otro lado nunca ha dejado de ser fiel a unos principios axiológicos-, ha sido el permanente enriquecimiento de los valores significantes en el discurrir temporal de su producción. O, dicho de otro modo, que su ascética dedicación cotidiana ha ido orientándose -a medida que se potenciaba y redoblaba la polivalencia icónica- a favorecer la posibilidad de hacer lecturas diferentes.
El mundo de Antoni Miró es, en sí, permeable a múltiples aproximaciones referenciales del propio universo artístico. Gusta el autor de que éstas actúen por acumulación, adición permutable para cada uno de los espectadores que con su propio bagaje visual matizan y amplifican ese proteico orbe y lo saturan todavía más si cabe de connotaciones. Es, pues, este sentido de saturación el que permanentemente recrea, bien fijando la mirada en la política, el sexo, la naturaleza, el viaje o la violencia -por citar algunos de los temas más próximos al autor-, y utiliza para ello esa especial galería de imágenes por él seleccionada. Creaciones caleidoscópicas que ante el más mínimo giro o guiño nos devuelven al principio del juego, la mirada y la reflexión frente a la obra de arte. En su producción prima un factor de redundancia sobre temas, referencias y miradas.
Pero lejos de agotarse las referencias empleadas por el pintor en un metalenguaje artístico, el universo icónico de Antoni Miró es directo, potente, rescatado del pulso diario con la realidad; repertorio de imágenes con caminos de ida y vuelta ya que mediante una contextualización artística e ideológica -y en este sentido cabe resaltar la coherencia del autor a lo largo de su trayectoria- se nos devuelve todo ese conjunto iconográfico reforzado en su potencia, calado y significación; obras que fuerzan la reacción, que consiguen su propósito de incomodar conciencias.
Ante la producción de Antoni Miró, preñada de empecinada ansia de comunicación, no cabe ni existe la neutralidad, ni por parte del autor ni del espectador. La indiferencia queda apartada por los explícitos mensajes suministrados por medio de vitales imágenes, que lejos de agotarse en sí mismas, o ser simples citas de otras previas, nos reconducen irónicamente a una incómoda posición crítica, en un mundo, el actual, que confunde lo dado con lo real y lo posible. La utopía se transfigura en crítica y esta se nos ofrece como método para lograr o alcanzar lo posible. El sistema utilizado en esta aproximación es la ironía, rebeldía inteligente que precisa de la complicidad del receptor y que, por lo tanto, requiere una dosis idéntica de lucidez.
La idea del contraste es básica en su concepción artística. Ese urdido choque, reactivador de tanta modorra visual, cuando no de cierta asumida apatía visualizadora, se halla en la médula del trasfondo conceptual desde Pinteu pintura hasta la más reciente obra. Antoni Miró nos ha situado ante ensamblajes iconográficos que surgen de un proceso de selección de imágenes -muchas de ellas anidadas en la retina colectiva- de acuerdo con un concepto y un propósito dados. Estas imágenes que serán dislocadas y seguidamente reordenadas, a la vez que sirven de estimulación del efecto visual, traslucen la acción catártica experimentada por su autor. Porque, a mi entender, la búsqueda del contraste que sus obras plantean tiene su basamento en una sublimación subconsciente de anhelos y proyecciones.
Es el suyo, en definitiva, un proceso de deconstrucción/reconstrucción encaminado a configurar un nuevo florilegio de imágenes pictóricas, las cuales tendrán mayor carga polisémica a medida que -con el ingenio y la habilidad de sus recursos combinatorios- se van extrayendo de su originario contexto para ser instaladas en otro; un trabajo de intertextualidad irónica con el que ha logrado elevar el listón de la sagacidad metafórica o metonímica; una tarea de reformulación -o si se prefiere, de descodificación/recodificación-, notablemente resuelta, que pone sobre el tapete esta aguda faceta suya de versatilidad, extrapolando, alterando, reutilizando, metamorfoseando, dislocando... para -a renglón seguido- recomponer, resignificar... mediante los nuevos códigos lingüísticos pergeñados.
La obra sobre la que tratamos rezuma fina ironía en unos casos –resultante de la metáfora encubierta o el recurso metonímico-, y humor sin ambages en otros, y recala a veces en la abierta crítica, el ácido sarcasmo e, incluso, la sátira como producto final del descarnado choque comparativo. Puede que el artífice de esta obra plástica se haya planteado esta consideración: «puesto que la ironía del objeto nos acecha, sería necio no utilizar este arma posmoderna para filtrar mi pensamiento; el cual, vertido en imágenes, provocará asimismo, con el juego inteligente de otras miradas, nuevos pensamientos y otras imágenes.»
III. Iconografía, compromiso y método
Perteneciente a esa continuada saga de artistas que a lo largo de la historia se han comprometido con el tiempo que les ha tocado vivir, Antoni Miró ha puesto sucesivamente su acerado punto de mira en asuntos de inesquivable motivación para un artista como él: los desastres de las guerras; las desatadas pasiones originarias de la violencia; las lacras de la miseria, individual y colectiva; las aberraciones del racismo; las turbaciones de la alienación; la urgencia de la emancipación social; los desequilibrios propios de la deshumanización; el maquiavelismo de quienes manipulan; las paranoias o esquizofrenias de los dictadores; los anhelos de independencia, cultural y nacional; la barbarie del agresor capitalismo; la inmoralidad de la colonización imperialista... De ahí que el suyo haya sido calificado de arte político, ideado para aguijonear tanta acolchada comodidad; un arte hecho para perturbar, insuflado de aliento crítico, de significaciones revulsivas. En definitiva, un arte de denuncia servido mediante la que ha sido denominada «pintura de concienciación».
Antoni Miró es un inconformista radical que desde una concienciada posición de compromiso con los derechos humanos nos devuelve una obra crítica que ha establecido un contrato con la denuncia y con la solidaridad. Arriesga, en tanto que incomoda a las anestesiadas posturas morales, a favor de una sinestesia ética.
La apropiación icónica de una parte importante de la historia de la pintura en la producción del artista lleva implícita una reflexión sobre los propios límites de la obra de arte, que se pueden prolongar hasta el infinito en un juego de espejos enfrentados. Pretexto en clave de metalenguaje para establecer una reflexión sobre el propio trabajo, transfigurado mediante propuestas artísticas anteriores. Es a la vez un punto de razonamiento de la historia, personal y comunitaria, por medio de imágenes fijadas en el imaginario colectivo; iconos de nosotros mismos en el transcurrir del tiempo, de corta o larga duración.
La metodología de trabajo, así como el conjunto de imágenes, admite una labor seriada, siendo estas series otro de los ejes de la producción. Lejos de agotarse, cada serie reabre otra u otras series, transmutadas en una línea de variación en fuga donde los personajes se reencuentran en ese túnel del tiempo que es la memoria. Laberintos de ecos plásticos en donde cada esquina abre una salida y cada requiebro la cierra. Permanente repaso nutrido de aquello que para nuestro autor es más querido: pintar. Antoni Miró, como productor de imágenes, elaboradas y reelaboradas desde una particular codificación emanada del pop. Publicista sintético y directo servido en mensajes con representaciones claras, perfiladas, en donde los colores, líneas y composición se ponen al beneficio del fin, la comunicación en sentido amplio. Es esa potencia comunicativa asistida por inmediatas alegorías la que nos devuelve al ombligo de lo contemporáneo en una denuncia feroz de todo lo que supone opresión, dolor, agresión, miseria o manipulación.
Tal mirada al ayer, para esclarecer el hoy y alumbrar el mañana, tendría que plasmarse de modo no ambiguo o indeterminado, sino con claridad informativa. Yuxtaponiendo a veces personajes; superponiendo, en otras ocasiones, objetos; o bien aislando fragmentos, el autor de estas invenciones plásticas está propiciando en el espectador un juego, por combinatorio, opcional. Las estrategias compositivas ideadas por Antoni Miró, que afectan tanto a la morfología como a la sintaxis de la imagen, son variadas: unas veces, al reflejar partes de una imagen sobre sí misma está aplicando el «principio del espejo»; en otras, ampliando, reduciendo o alargando, mediante deformaciones, objetos o personajes nos está aportando nuevas «lecturas»; y, en fin, recurriendo a la superposición, el paralelismo, el seccionamiento o la inclusión, va a la zaga de esos contrastes alteradores de las asumidas imágenes que en un primer momento constituyeron el leitmotiv central de la composición.
Siempre con el ánimo de estimular la percepción estética, con los sistemas procedimentales del collage y del fotomontaje, Antoni Miró ha ampliado sus recursos comunicacionales. Valiéndose de estas técnicas ha repristinado sus juegos de contrastes, deformaciones o sinécdoques. Y a través de una sutileza o un choque de conexiones, ha hurgado en estrategias alusivas y comparativas recurriendo a citas o referencias que se combinan. Sin olvidar que el objetivo no es otro que la catarsis, la liberación del visualizador de estas obras que han engarzado imagen e idea. Es más: debe anotarse aquí que su actividad pictórica tiene como determinantes puntos de partida tanto el principio del collage como la importancia del dibujo y la fundamental impronta de la imagen fotográfica.
IV. Arte y naturaleza
Nuestro hilo discursivo no puede darse por concluido sin abordar el último tramo de la producción artística servida por este forjador de imágenes que es Antoni Miró. Con el título Sota l’asfalt hi ha la platja -Bajo el asfalto está la playa- se aborda la conflictual relación entre naturaleza, cultura y civilización, realidades que habría que aproximar, máxime cuando una desviada concepción de lo que se entiende por «civilización» corroe progresivamente los «verdes» pilares de la naturaleza.
En un momento de asunción colectiva del grave problema del deterioro medioambiental y aún del -nada improbable- alocado genocidio planetario, algunos artistas plásticos (como es el caso de Antoni Miró) vuelven a plantearse con diferentes procedimientos cómo poder aunar «arte» y «ecología». Saludable actitud que da buena prueba de hasta qué punto el paisaje ha sido -y es- uno de los principales campos de batalla de nuestra época. Cantidad de formulaciones han venido siendo propuestas ante la persistente violación de esa naturaleza sobre la que se cierne tanta acechanza. En este contexto, preguntarnos sobre la actitud más correcta hacia este «verdadero» y nodal problema de conciencia en nuestra cultura contemporánea queda fuera de lugar. Toda obra de arte que se refiere al paisaje subraya los lazos esenciales entre naturaleza y cultura, y permite reinventar las modalidades de esta relación. Y más si cabe cuando se sabe a ciencia cierta que la posible solución no es cosa de los artistas, sino de «ellos», ya que «ellos» -y, en limitada medida, también «nosotros»- son quienes disponen de los resortes para atacar de raíz el origen de la contaminación, de la destrucción, del apocalipsis... Ello, pero, no obvia el que algunas veces se parta de una introyectada culpabilidad compartida, frenada al mismo tiempo por el siempre exculpatorio victimismo. ¿Cómo hacerlo? El artista nunca tiene soluciones; en todo caso puede -y quizá, debe- indicar visualmente lo que constituye el problema; preguntar(se) o gritar.
Cuando Antoni Miró reivindica que «bajo el asfalto está la playa» no se balancea en las añoranzas «rousseaunianas», como tampoco en su intento de relacionar lo «artificial» de sus formas constructivas con el espacio exterior, «natural», se apropia con exclusividad del ideario ecologista. Pues caer en esa tentación redentora sería usurpar la responsabilidad moral a los detentadores de la «ecocracia». Nuestro autor no tiene recetas terapéuticas adecuadas para el diagnóstico. Quizá el quid de la cuestión radique en reinventar -artísticamente- el mundo que tenemos que vivir mediante discursos plásticos articulados que, desde la subjetividad de las respectivas poéticas, nos acerquen a la esencia de la vida. Abrir vías para una «reconstrucción» creativa, metafórica, de la naturaleza desde el propio campo autónomo de la investigación que da lugar a eso que llamamos «arte».
La orientación que señalamos no presupone la vuelta a una recuperación de la arcadia, ni mucho menos del paraíso terrenal. Tampoco la de asumir in pectore una identificación activista a lo Cousteau. Y de ninguna manera caer en la paradoja de anhelar conservar artificialmente lo natural de la naturaleza. Pues el artista de hoy -asunto este sobre el que habrá que seguir meditando- debe proceder a la búsqueda de una nueva experiencia del paisaje y restablecer de este modo el diálogo entre la cultura y el lugar.