Antoni Miró y el Tribunal de las Aguas de Valencia: perspectiva histórica y pasión artística
Armand Alberola
El pintor alcoyano Antoni Miró ha dedicado una de sus últimas series al Tribunal de las Aguas de la Vega de Valencia, una de las instituciones más singulares con que cuentan las tierras valencianas, popularmente conocido como Tribunal de las Aguas, a secas. Sin duda medió alguna indicación o sugerencia para ello de alguna persona, pero conociendo al artista que habita y trabaja en el Mas Sopalmo y, sabiendo de su interés y preocupación por la historia y los asuntos de su tierra, no abrigo la menor duda de que, tarde o temprano, habría tomado los pinceles para trazar y transmitir, a su manera, los rasgos esenciales de este peculiar tribunal que viene solventando secularmente los problemas que se pueden plantear en la distribución de las aguas del río Turia que irrigan desde hace siglos la Huerta de Valencia.
Desde siempre, agua y tierra han caminado de la mano por el viejo solar valenciano. Y el agua, no siempre suficiente para calmar la sed de los campos, ha sido considerada por los campesinos como el bien por excelencia, más incluso que la propia tierra, al ser la que ha permitido que la agricultura rindiera sus frutos para sostener y hacer crecer y progresar a una sociedad consciente de las limitaciones que el medio físico y las condiciones climáticas le imponían. Una sociedad que, además, nunca ha ahorrado esfuerzo ni inversión para hacer frente a esas dificultades. Y la memoria histórica guarda infinidad de ejemplos de ello.
En estas tierras valencianas, en las que la “lluvia no sabe llover”, como acertadamente escribiera y cantara el setabense Raimon, si llueve poco es la sequía, y si lo hace con profusión y violencia es el desastre. Y entre carencia y exceso, dos caras de una misma moneda, se han ido moldeando a lo largo de la historia las estructuras agrarias y los sistemas de riego. Si las comarcas septentrionales y centrales valencianas disfrutan de cursos fluviales de largo aliento y abundantes aguas que han garantizado el riego allá por donde se deslizan, en las más meridionales, que comienzan ya a lindar con la aridez, la ausencia de caudales de idénticas características ha hecho más difícil el sostenimiento de una agricultura de regadío, debiéndose hablar en puridad de secanos regados. La disponibilidad de mayores o menores caudales de agua determinó la creación de eficaces sistemas de riego encargados de hacerla llegar hasta los últimos rincones de huertas y sembrados. Estos sistemas, con más que probable origen en la época romana, fueron considerablemente ampliados y mejorados durante los siglos de dominación árabe y, tras la reconquista cristiana, mantendrían sin alteraciones la distribución general del agua tal y como se puede comprobar en fueros y en cartas de población. Con posterioridad, durante la Baja Edad Media y la Edad Moderna, se operaron importantes innovaciones, se incrementó la extensión de las redes de acequias, se construyeron pantanos y azudes, se elaboraron ordenanzas que pusieron fin a una tradición oral siempre respetada y aplicada y, en suma, fue tomando forma una cultura del agua de singulares características y estrechamente vinculada a otra que podríamos denominar de la supervivencia hídrica, que sería objeto de atención, ya a partir del siglo XIX, de ingenieros, geógrafos, técnicos y expertos procedentes de Francia y el Reino Unido que buscaban inspiración y soluciones al problema que les planteaba irrigar áreas semidesérticas en sus territorios coloniales.
Cada sistema histórico de riego valenciano ha contado con sus redes de distribución, con mecanismos de control de los caudales circulantes, con ordenanzas y con tribunales encargados de velar por su buen funcionamiento. El más conocido es el Tribunal de las Aguas, incluido en la lista representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad (unesco), y pasa por ser la institución judicial más antigua de Europa en funcionamiento, destacando los expertos su carácter “único en el mundo”. El rey Jaume I, tras conquistar Valencia y mediante diferentes fueros, confirió un régimen jurídico propio a un organismo que, hasta entonces, habría desempeñado funciones de tribunal de aguas. El paso del tiempo fue modelando el carácter y los contenidos de una institución respetable y respetada que ha llegado hasta nuestros días y que se sigue reuniendo todos los jueves del año, excepto los festivos y los que median entre los días de Navidad y Año Nuevo, en el pórtico de los Apóstoles de la catedral de Valencia antes de que acaben de sonar las campanadas del mediodía desde la torre del Micalet.
El Tribunal lo integran ocho jueces o síndicos elegidos democráticamente por las comunidades de regantes de cada una de las acequias que, mediante azudes, sangran las aguas del río Turia para conducirlas a los campos. Tres son las que se surten por la margen izquierda –Tormos, Rascanya y Mestalla– y las restantes –Quart, Benàger y Faitanar, Mislata, Favara y Rovella– lo hacen por la derecha. Constituido el Tribunal tras una reja portátil que lo separa del público y con todos sus miembros sentados en su sillón que lleva rotulado el nombre de la acequia que lo ha elegido y representa, el alguacil llama a instancias del presidente a los denunciados por el nombre de su acequia. La sesión, que se desarrolla en valenciano y ante un numeroso público que asiste a la sesión con notable respeto, se sustancia con rapidez y con el comportamiento ejemplar de todas las partes. Dictada la sentencia, con carácter inmediato y de viva voz, es protocolizada con posterioridad por el secretario. No cabe recurso alguno contra ella. Este es, en esencia, el discurrir de un acto que mantiene, tal y como indica Víctor Fairén, el principio de la oralidad pura, que concentra en uno solo todos los actos procesales y que ofrece una limpieza absoluta.
Antoni Miró, con su mirada siempre inquisitiva y su pincel preciso y límpido, regresa a un territorio que ya ha explorado y conoce, y al que ha dedicado alguna de sus series: la Historia. En esta ocasión, para recuperar e interpretar un retazo de la memoria ancestral de su tierra. Y nos muestra que el Tribunal no es nada sin las aguas, sin las acequias, sin los vestigios de partidores y azudes, sin el riego, sin el paisaje de la huerta valenciana… Todos estos elementos impregnan sus lienzos y hacen que el espectador contemple el agua circulando por las acequias de Mislata, de Mestalla o de Quart-Benàger, que imagine cómo se expande e inunda el espacio huertano, que reconozca detalles de las infraestructuras hidráulicas que jalonan estos auténticos caminos del agua; caminos en los que se podía hurtar, “distraer”, el precioso líquido que garantizaba una cosecha y que, de no llegar a su destino en la condiciones de caudal establecidas, causaba perjuicio a los regantes que esperaban su turno. Para lidiar con estas cuestiones estaba, y está, el Tribunal.
Y al espacio que ocupa en el pórtico de los Apóstoles de la catedral de Valencia, a la parafernalia que rodea el montaje de sus sencillos componentes –ocho sillas y un cercado metálico–, a los momentos previos a la constitución de la sala y a la liturgia con la que sus protagonistas acceden a tan espectacular marco para dar comienzo a un ritual plurisecular dedica Antoni Miró toda la fuerza de su pintura, toda la capacidad de atracción que destila su arte y esa singular virtud que posee, consistente en transformar una realidad histórica en arte y movernos a la reflexión. Porque en sus lienzos encontramos, pieza a pieza, el entramado histórico-jurídico que ha hecho posible la pervivencia de este Tribunal: el pórtico de los Apóstoles; el vestidor donde se aguarda el momento de iniciar la ceremonia; el cercat o corralet donde son trasladadas a mano las ocho sillas que ocuparán los síndicos; la solemne procesión que conduce a estos a la sala del Tribunal, donde –en presencia del alguacil y ante un público expectante que Miró, hábilmente, difumina para que, pese a ser evidente su presencia numerosa, no le reste protagonismo a la institución– podrá dar comienzo, un jueves más, el ritual de dirimir los conflictos que la distribución del riego en la vega valenciana ha provocado a lo largo de la historia y que, por supuesto, sigue provocando. Antoni Miró, una vez más y como ha hecho con otros referentes de nuestra historia, se encarga de dejar constancia de todo ello con su acostumbrada pasión y belleza plástica.