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Cruzando puentes y remontando cuestas: visiones alcoyanas de Antoni Miró

Armand Alberola

Alcoi ha sido y es una ciudad de epidermis quebrada que, desde el fondo de un cauce fluvial profundo, ha pugnado por abrirse paso hacia una superficie más amable suavizando desniveles e intentando unir los fragmentos dispersos del territorio. Este singular combate contra el medio ha marcado la evolución urbana de la ciudad y el carácter de sus habitantes y, en cierto modo, empuja al visitante a conocer una evolución histórica milenaria de la que son buena muestra los yacimientos arqueológicos que tuvieron asiento tanto en las alturas como en los llanos.

No obstante, el pasado que todo alcoyano transpira conduce indefectiblemente hacia los momentos de la industrialización cuando, aprovechando el sustrato dejado por una tradición textil artesanal, Alcoi se integra en el proceso fabril de producción pañera a gran escala y comienza a ocupar un lugar preeminente a comienzos del siglo XIX. Disponía del espacio natural adecuado para ello y del empuje de sus gentes. Una inyección económica adecuada hizo el resto.

En las riberas de los ríos Barxell, Benisaidó y Molinar, y por descontado en las del Serpis, aprovechadas hidráulicamente desde siglos atrás por molinos harineros y papeleros, batanes y establecimientos fabriles, se halla el origen de la industrialización alcoyana y, por extensión, de la valenciana. A finales del siglo XVIII, el botánico Cavanilles cifraba en una treintena larga las instalaciones hidráulicas que se erguían como testimonio del afán emprendedor de los alcoyanos. Desde este territorio abrupto, de complicada orografía, donde la fuerza del agua movía unos ingenios capaces de generar energía y producción, había que emerger hacia el llano para encontrar los espacios que permitieran transformar todo ello en riqueza; espacios vinculados al comercio y las comunicaciones. No era fácil.

Ese paisaje, hundido y abarrancado, surcado por unos cursos fluviales proclives a convertirse en terribles torrenteras tras las habituales, intensas y devastadoras lluvias de los meses otoñales, encarnaba el riesgo permanente de desastre. En no pocas ocasiones las aguas impetuosas del Molinar, del Barxell y del Serpis arrasaron las instalaciones hidráulicas, inundaron la zona y provocaron muertes e incalculables pérdidas económicas; tal y como sucedió el 7 de septiembre de 1793 cuando, tras una singular perturbación atmosférica equiparable a las actuales “gotas frías” que afectó a la práctica totalidad del territorio valenciano, la riada del Serpis lo destruyó todo.

Para salvar los inconvenientes propios de este espacio fragoso y desigual fue preciso suavizar los desniveles y comunicar las diferentes zonas productivas y urbanas. La construcción de puentes y la dulcificación de las empinadas cuestas, que posteriormente se convertirían en calles, constituye un proceso singular que, a lo largo de la historia, ha dejado honda huella en Alcoi que, no por azar ni capricho, es conocida como la “ciudad de los puentes”.

Antoni Miró, es un alcoyano de pies a cabeza. También es un artista universal. Pero una y otra cosa no están reñidas, cuando de expresar sentimientos a través del lienzo se trata. Embarcado en otra de sus numerosas “series”, ésta dedicada a los “Puentes y cuestas” de su ciudad natal ofrece una faceta más de un pintor siempre por descubrir. Precisamente porque él siempre está presto a revelar nuevas interpretaciones de espacios comunes que, de tanto transitarlos con el descuido y la incuria propios de la rutina y el abandono diarios, corren el riesgo de quedar vacíos de contenido para las gentes de la calle. Y ha de venir Miró a recordarnos su existencia, su razón de ser, su sentido y oportunidad cuando fueron creados, a reclamarnos que no olvidemos lo nuestro, a obligarnos a contemplarlos con otros ojos, más generosos, y con menos prejuicios.

Se dice que, en Alcoi, los puentes constituyen una parte sustantiva del entramado urbano que, de otro modo, estaría aislado, troceado en espacios inconexos. Es absolutamente cierto: los puentes alcoyanos, desde los más antiguos hasta los más recientes, no hacen más que subrayar esa función de nexo identitario. Antoni Miró, en un particular recorrido o “vuelta a los puentes” tan del gusto de los habitantes de la ciudad, nos sugiere ?y nos provoca? una mirada nueva que va más allá de lo que trasluce la obra pública bien hecha y mejor aplicada. Miró nos obliga a contemplar macizos pilares en un escorzo arriesgado o arcos y medios arcos que se inscriben en el cielo que traspasa sus vanos o se enturbian en la niebla que los envuelve mientras la naturaleza ?y también cierto caos urbano? se instala a sus pies.

El pont Nou o de San Jordi que, pleno de tensión horizontal, salva el amplio cauce del Barxell para hermanar el viejo casco inmemorial con el ensanche que exigía el impulso industrial de los nuevos tiempos, es despiezado por Antoni Miró que nos impone ángulos visuales nunca imaginados de sus arcos y soportes. Conozco el magnífico estudio del profesor Picó Silvestre sobre los avatares constructivos de este símbolo de Alcoi y confieso, sin rubor, que Miró me ha enriquecido visualmente sus contenidos académicos y me ha hecho entender lo descomunal de esta obra. También el arraigo que tiene en el callejero urbano ?cuando alguien queda con una persona en “el pont”, se da por sentado que es el Nou o de sant Jordi, y no otro? y en el subconsciente colectivo. Cosas de Miró, que casi nunca suele errar.

Puentes para acercar territorios disgregados y empinados que, en el lienzo del pintor y poeta del Sopalmo, se erigen en protagonistas exclusivos en esta ocasión dejando de lado ?salvo rara excepción? la presencia humana. Le interesa resaltar su belleza rotunda, realzada gracias al contraste con una naturaleza que suaviza la dureza pétrea de una obra que se sabe destinada, sobre todo, a ser útil. Pero que no por ello ha de ser menos hermosa, parece decirnos Miró, que siempre acierta a dar el tratamiento adecuado a sus modelos. En este caso no lo ha sido menos.

Basta con observar los viejos puentes de Alcassares y Buidaoli, cuyos sugerentes topónimos y la mano del pintor, que mezcla con habilidad y sutileza naturaleza y obra construida, nos incitan a trasladarnos a sus siglos de origen. O el de Paco Aura, vínculo de unión entre los barrios del Viaducto y de la Zona Norte, que, como decía la letra de una vieja canción de los Beatles, se antoja “largo y tortuoso” en su trazado y recorrido. Y que Miró recrea, curvo, elevado y de eterna longitud, de manera magistral en el lienzo; además de considerarlo igualmente “llarg i tort”, además de “baixet”.

Al espectador no le pasarán desapercibidos los contrastes que ofrece Miró en el tratamiento visual de los puentes más clásicos ? de les Set Llunes, para uso ferroviario; de Maria Cristina, Sant Roc, la Petxina, el Tossal o el de Fernando Reig? con los más actuales que, salvando el Barranc de la Batalla, se introducen, flotantes y estilizados, en los túneles que unen los tramos de la A-7 procedentes de Alcoi y Alicante. Pero, sin duda, es en el no menos emblemático Viaducto de Canalejas sobre el río Molinar donde podemos encontrar a ese Antoni Miró capaz de atraparte en sus formas y coloridos.

Considerada una de las obras de ingeniería más notables de su época, este puente diseñado por Próspero Lafarga, de 200 metros de longitud y 55 de altura en su parte más alta, construido entre 1901 y 1907 e inserto plenamente en el denominado modernismo alcoyano, constituye algo especial. De tradicional atracción suicida, la interpretación de Antoni Miró hace que al viaducto le crezca, esbelta, la torre del Campanar sobre el pilar macizo de sustentación, prolongándolo en un cielo de azul intenso. El contraste lo acentúa, aún más si cabe, cuando obliga a contemplar ese pilar desde abajo envuelto en bruma grisácea que recuerda humos industriales y que contrasta, en este caso, con un cielo pálido y nublado. Miró, al fin, acaba por conferir su toque especial a este distintivo urbano cuando, tras teñirlo de rojo ?un color que lleva en lo más profundo? lo humaniza y le añade unos ojos que, desde 50 metros de altura, nos escrutan vigilantes para disuadirnos de lo peor o, quizá, para darnos la bienvenida a este particular “vuelta a los puentes” que nos regala con acierto el siempre inquisitivo Antoni Miró.