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El ojo inquieto y alegórico de Antoni Miró

Floriano di Santi

I.

La cultura contemporánea está habitada por la inquietud como emblema de la modernidad: escritura del cuerpo, del pathos y del dolor. Si pensamos en el yo dividido, nos viene a la mente el título de un célebre ensayo de Emmanuel Lévinas, Trascendencia y mal, que habla de la putrefacción de la muerte como disgregación de una identidad que se altera en sí misma. Incluso el rostro, que está en el fondo de la filosofía de Lévinas, el rostro en el que reconoce al otro y su responsabilidad hacia el otro, esa responsabilidad ética que viene antes de la ontología y de la metafísica, ahora, en la muerte, “se convierte en una máscara”. Pero la máscara del sufrimiento y de la soledad es, sin embargo, una forma de vida, quizá ilusoria, que cubre el desierto de la nada, del aislamiento y de la tristeza. Es lo que Ortega y Gasset había captado en Don Quijote, en su “larga figura” que “se encorva como un signo de interrogación”. En efecto, esta máscara cervantina podría ser definida como el enigma de la impotencia. Se precipita contra los gigantes, pero los gigantes no son gigantes y, por tanto, contra ellos él no es capaz de nada. Similar impotencia hace el mundo àpeiron, que no significa “infinito” en sentido espacial o geométrico, sino, más bien, sin confín, límite, definición: un lugar -escribe Leopardi en el Zibaldone- improbable, que “no puede existir”, en el que nos movemos sin ninguna garantía de llegar a meta alguna, si no es dentro de nosotros, en nuestra ansia y en nuestra insatisfacción que nos empuja a rechazar la creencia de que el mundo en el que estamos es el único mundo posible.

En el universo literario nos encontramos, entre los grandes del siglo xx, con El libro del desasosiego de Pessoa, una souffrance que indica un simbólico vía crucis existencial marcado por la estación del declive en el umbral de la nada. ¿No es este lugar en el que no vemos ni figuras ni paisajes el que nos asusta, porque en este no ver nada tememos habernos quedado ciegos, del mismo modo que un blanco inmenso que deslumbra? En La metamorfosis Kafka ha explorado el ciego vértigo de lo no humano: su protagonista, Gregor Samsa, se despierta por la mañana tras sueños inquietos trasformado en un terrible insecto. Y en un primer momento es su voz la que gime hasta agrietarse y transformarse en una no voz, y después son sus ojos los que no distinguen ni siquiera la pared que está delante de su ventana, que se asoma a una callejuela estrecha. Samsa entra entonces en lo deshumano: después de haber recorrido una calle estrecha, no más ancha del espacio que ocupan sus pies, preso del “mareo en tierra firme”, ha invadido al otro, al mal absurdo y sin aspecto del abismo. ¿Y cómo podría si el mal es incognoscible y si la única imagen que se nos da es la del horror vacui?

El ángel de la noche tiene mil ojos. Con estos ojos Goya descendió a las sombras y describió las densas tinieblas de la inquietud del alma. Los ojos del maestro español se apagaron poco a poco mientras se cernía el trágico acontecimiento de la Quinta del sordo, tendidos al último centelleo, quizá para descubrir el otro más allá de la nada. ¿Quién después de él ha prefigurado este confín? Van Gogh, que ha pintado en el Campo de trigo con cuervos sus propios ojos que se ofuscan en la fuga de los pájaros en el cielo turbado; ciertas carnes violáceas en la pulverización de los colores de Soutine, o el desollamiento de los retratos de Bacon en los que la corporeidad y la carne llevan siempre el estigma de la muerte.

Sobre esta muda Stimmung se mide también la producción creativa de Antoni Miró. Ésta expresa -en la lúcida polaridad lingüística- la copresencia conflictiva de dos fuerzas antitéticas que empujan en direcciones opuestas: el ojo severo de la meditatio mortis que observa en la prospectiva ab aeterno de maestros del pasado como Velázquez, Goya, Picasso y Juan Miró y desaprueba la actividad artística como vana acrobacia de lo sensible y de lo efímero, y, por otro lado, la mirada toda humana casi hipnotizada del pintor arrastrado a pesar suyo a una especie de estático trance, a la irrefrenable metamorfosis de la “escritura” por imágenes. Asistimos aquí a un recorrido inverso a lo que Paul Valéry llamaba l’état d’attente, es decir, el estado de espera que el poeta busca y desea, y que precede a su hacerse “otro “ en la escritura. Antoni Miró vive todavía con desconcierto el conflicto del hacerse otro en el lenguaje, advierte esa conquista, que será natural para el subjetivismo de la contemporaneidad, como impulso que lo arrastra fuera de sí, lo hace tránsfuga susceptible de sospecha en un territorio diferente, el de los posibles de la fictio poética. En su obra delinea el rostro del Jano bifronte, por un lado aún hombre del pasado, atento al saqueo omnívoro de los antiguos conocimientos, y, por otro, hombre de la modernidad que no sólo adquiere el dato erudito con incesante meticulosidad filológica, sino que hace de él un jeroglífico del alma, pieza simbólica de su historia personal y motivo de reflexión sobre la historia y sobre la sociedad de la cultura colectiva.

II.

Las primeras obras de un cierto interés de Miró son de los años sesenta. Las pinturas anteriores -influidas por la koiné académica de Vicent Moya- son raras, aunque son interesantes para documentar una elección resolutiva precisamente porque el artista de Alcoy discierne y no descuida con un simple veto intelectual ni siquiera las experiencias que advierte que no son determinantes. Me parece esto una humildad con la que Miró profundiza en la lección del ambiente cultural -in primis los movimientos artísticos de El Paso, con Rafael Canogar, Antonio Saura, Manolo Miralles y Luis Feito, y de Equipo 57, con Pablo Serrano, Agustín Ibarrola, Néstor Basterretxea, Ángel y José Duarte-, analiza, actuando, sus límites y sus valores, un hecho significativo. Es como si se esperase que un intento metafórico-ideológico, que la obra futura revelará, creciese en la maduración que sólo el tiempo, en el uso vivido de los medios, consiente. Y, en tanto, se utiliza para que, en la medida de lo que se es y de lo que se tiene en un determinado momento de la experiencia, algo del intuido ímpetu creativo se anuncie en esa contención de la expresión que revela, con todo rigor, el desprecio de cada sugestión del lenguaje.

Del 1960 son El bevedor y Bodegó amb meló: se enfunde aquí, como una luz interna al plástico deponerse de los volúmenes, el aplomo de las formas -como por otra parte un óleo del mismo año que representa un plato con cuatro manzanas- siguiendo a Cézanne. A diferencia de otros artistas españoles de su generación, que utilizan las sugerencias del gran maestro de Aix-en-Provence, primero coagulando sus tensiones en el arcaico plasticismo de las “bañistas”, luego para llegar a un moderno, esencial paisajismo, Miró baja al centro de los modos estructurales de la forma cézanniana reparando sus esenciales geometrías luminosas: la fuerza germinante de esos núcleos plásticos sobre los cuales se organiza después tanta riqueza de imagen. Es como decir que a nuestro joven artista le interesa el momento inicial, genésico, de la imagen de Cézanne, la tensión que nace en el encuentro con el motivo, y de la que parte la autónoma construcción de la forma. Algo similar a lo que sucede en el primer Canogar, en el espléndido Paisaje de Toledo de 1951, donde el núcleo estructural de los árboles aparece centrado en la tensión del crecimiento de la colina detrás de la casa y el aumento de la imagen se retiene en la densidad de las pinceladas que funden en ese colmado de emoción cada posible desarrollo de la forma.

Es una vista aérea con la que volvemos a una pintura de aquel tiempo, Paisatge d’Alcoi de 1962, donde las casas y las montañas penden; pero es un ojo diferente el que observa ahora las luces, los colores, los reflejos de ese horizonte, y es un pulso acelerado de otra manera el que guía ahora el pincel. Nada queda, en esta obra y más aún en Fàbriques de dos años después, de la destilación tonal depositada en las primerísimas obras, desaparecida aquella búsqueda de valores atmosféricos que bañaba la paleta y diluía los colores de la fruta y de los retratos; nada queda del ritmo progresivo y lento de la construcción; son, sin embargo, gestos rápidos y discordes, interrupciones inesperadas de la carrera del pincel y repentinos desdenes que revelan en cualquier parte una ascensión de sellos rojos, naranjas, azules, amarillos, en sustitución de los verdiazules húmedos, de los rosas tiernamente encarnados, de los tierra sutilmente variados, de los malvas amorosamente acariciados.

Una especie de embriaguez desata la visión del paisaje y la recalienta en forma de resentimiento de croma, entre ecos fauvistas y expresionistas, de tal modo que la muesca cézanniana, en su primera adopción, termina pasando a ese baño de color, más por arrancar que por tejer las estructuras espaciales de la representación; por disgregar más que por conectar uno a otro los planos plásticos y por atestar, en fin, cómo los modelos de referencia se sitúan dentro· de un diferente horizonte de cultura más implicado con los ejemplos del expresionismo monacense que con los sacados del repêchage del postimpresionismo francés. Son algunos paisajes y un pequeño grupo de desnudos femeninos que, escalonados entre el 1964 y el 1968, marcan la partida determinada de Miró y la superación de su alumnado. El motivo de la “caverna” -como resulta de los escritos de Leonardo- es sentido como una metáfora del regazo materno, y por ello, como fuente de vida, mientras que el motivo del paisaje se une a una imagen del pasado que a través de un signo Intermitente, pero interno a la vida, a través de la luz, se transforma en presente.

Análogamente, el motivo del “grumo de materia” se desarrolla en metáfora del “feto”, en el vientre del universo: “feto” que, recuperando la capacidad de situarse como acontecimiento sin tiempo, se repropone como megalítica proyección de sí mismo en el presente. Pero cuando en Verges de 1967 y en Faç d’abril, Dover de 1969 el espesor polícromo se trasforma en acumulación de jeroglíficos, en las pocas líneas esenciales, o en el espasmo magmático, de un “paisaje” cósmico, entonces sentimos que la “ahistórica” tendencia de la poiesis mironiana se hace auténtica historia de nuestro “existir”. La tache rugosa, cinérea, alarmada, interpretada como un grito largo, o profunda como un precipicio en el que lanzar los enigmas de la propia existencia, se convierte en el medio de información más auténtico de lo que Miró quiere expresar en relación a un “antes” y a un “después”. El artista afirma de este modo que la arritmia de su expresión está determinada por la continua e Insuperable dificultad de comunicar e instituir una relación de libertad entre el hombre y el mundo; mientras capta las desconcertantes aperturas de Fautrier, Wols, Jorn y Tàpies, siente como Interioridad del espíritu y como fisicidad de las cosas: la superposición, o mejor la completa fusión de estas dos complejas realidades, sólo aparentemente contradictorias, da vida a su filtrada apoteosis material.

La sumersión de Miró en la poética del art autre es total y absoluta, desenreda la maraña de la percepción y de los signos iconográficos, nutriéndose de una materia de humo y de una levísima ceniza, asténica, corrompible con una simple presión, pero atravesada, en sus recovecos más secretos, por fugaces resplandores que crean -por decirlo como el Bachelard de La poétique de la réverie- subterráneas correspondencias entre lo existente y lo imaginario. Su rarefacto informal, reiterado movimiento de contracciones y expansiones, se da como un continuum psíquico a lo Joyce, como un diario que posee y controla el sedimentarse y el espesor de nuestra percepción, como toma de conciencia del hombre al perder progresivamente toda posibilidad normativa de su historia pasada y del sobrevenir de una crisis verificable sólo en el gran crisol de la búsqueda existencial. Ambigüedad, certezas provisionales, metafísica del silencio e imágenes disipadas se solidifican en una pasta cromática hecha de crepitaciones, de tensiones profundas que parecen conducirnos a una sensación de una ansiada liberación.

Pero, poco a poco, dentro de este espacio-memoria se insinúan apariciones deterioradas, laceraciones disonantes, el signo saltando peligrosamente comienza a hablar en primera persona, se carga de sentimiento y se convierte en “confesión” de la represión. No podemos, sin embargo, hablar de lenguaje automático, aunque el artista invente momentáneamente sus medios expresivos y sus formas, y a medida que éstos cogen fuerza su juicio consciente controla su expresividad en función de la idea-concepto. Es el momento postinformal de Vietnam I de 1968, de Biafra 4 y de A Che Guevara de 1970, testimonios, penetrantes y sutiles acusaciones que, a su vez, Miró opone a los hechos más dolorosos de nuestra dramática segunda posguerra. Son cuadros cuyo gesto, y por consiguiente el signo, sentido como síntoma de sufrimiento y como ventosa de miedo, tienden a infiltrarse en la materia como conductores de corriente y de inquietud, para luego dilatarse en el misterio de una imagen proyectada violentamente hacia adelante para comunicar pulsiones reconocibles freudianamente.

III.

Desde la primera mitad de los años sesenta están activas en Europa vitalísimas corrientes de “pintura de la mirada” que, por potencia imaginativa y figurativa, tienden a una reconstrucción genético-estructural de los significados y de las formas artísticas. Se trata de tendencias que, antitética y alternativamente al mito americano y americanista de los objetos y del consumo del que hace propaganda la pintura hiperrealista de la ciudad, dan una fría imagen antimítica de los conflictos de clase e introducen la experiencia de las neovanguardias plásticas en la experiencia global de la teoría y de la práctica marxista. Tales autores, de diferente tipo y formación estético-filosófica, son ajenos al eclecticismo de la Nouvelle figuration de la Mec-art que en otros lugares, también en Italia y en España, desvían todavía de la verdad a muchos jóvenes artistas. Esto no es tanto porque la involución burguesa provoque en éstos la separación de la clase dirigente y su abierta actitud de oposición -de modo que la conciencia de la crisis, la soledad y la desesperación del hombre moderno se convierten en los grandes temas con los que artistas de todas las naciones y algunos movimientos de vanguardia se hacen sabedores de la alienación de la sociedad contemporánea y denuncian su absurdez y su crueldad-, sino sobre todo porque es necesario distinguir -tanto ayer como hoy- entre las formas artísticas que apuntan hacia un arte nuevo o que preparan la entrada de signes originales en el espacio de la imagen y de la acción, formas y signos de una cultura humanista de la ciudad, y las que tienen como finalidad la progresiva destrucción del arte.

De alienación o, mejor, de cosificación habló Lucien Goldmann en un afortunado estudio sobre Robbe-Grillet, refiriéndose a la noción marxista que denuncia la tendencia de la sociedad capitalista-industrial a transformar al hombre en “cosa”, en objeto. En los métodos de la Écolé du regard, el crítico francés, que se profesa discípulo del primer Lukács -para entendernos, el todavía weberiano-, veía una especie de “triunfo del objeto”, una agresión total del objeto sobre el sujeto. Por eso es necesario, por parte de todos los que hacen ideológicamente pintura y escultura, enviroment art y happening, subrayar que el poder burgués manipula la cultura precisamente con el fin de hacer Imposible una justa formulación histórica de la relación entre arte y sociedad. Nunca como en la segunda mitad del siglo XX se manifiesta tan claro que la tesis marxista de un desarrollo de la burguesía netamente orientado hacia la destrucción del arte no era una utopía, sino una precisa hipótesis científica.

En varios sitios hemos oído diferentes voces que proclamaban la muerte del “arte realista”, objetivo, como experiencia “potencialmente tautológica”. Pero el verlo en clave esencialmente ideológica es un modus falso de reducir el sentido y el alcance de su intervención concreta y, quizá, también de pensar ambiguamente la gramsciana “hegemonía cultural de la clase obrera” pobre espiritualmente, en vez de rica en la Imaginación de la existencia. Así creo, y la visión de las obras de los cuatro artistas del Gruppo Denunzia refuerza mi convencimiento, que sólo a base de cultura es posible estar dentro de la vida, orientarse y llevar adelante la vida y el arte como revolucionarios. En efecto, para los pintores Eugenio Comincini, Antoni Miró, Julián Pacheco y Bruno Rinaldi, y el crítico Floriano De Santi, el fin inmediato es la ejecución lingüístico-comunicativa-semántica de sus obras. Pero el fin esencial es usar este trabajo como uno de los modos posibles de conservar, comprender y dar forma a la vida.

En su búsqueda la pintura no es un fin en sí misma, pero vale por el contenido ético y formativo: es un modo de la existencia y de la historia; y para los autores es uno de los modos (no el único) de dar orden y ritmo (con el trabajo) a la propia experiencia cotidiana, sin abandonarse a la continua infinidad de las impressions momentanées: no para evitarlas, porque también ellas son realidad, sino para imprimir también en su curso la huella política de la producción artística, de la continuidad social, de la duración cultural, que mira a llevar la imagen justo al culmen del análisis hecho con la picassiana “lección de anatomía” de una obra maestra como El Guernica (idea ya realizada, por otro lado, incluso antes, por pintores didascálico-políticos como Otto Dix, George Grosz y los otros alemanes de la Neue Sachlichkeit, y también por el “Realismo mágico” ruso posrevolucionario y por el socio-ambiental angloestadounidense de los años veinte). El Gruppo Denunzia nació, pues, en 1972 en Brescia con el propósito de considerar más de cerca una cierta situación (histórica pero moderna) fuertemente significativa: la existencia del hombre como ser y figura en la sociedad actual, sus esperanzas y su desesperada voluntad de sobrevivir al aplastamiento anónimo que produce soledad y crisis, raíces directas de rebelión y de violencia.

De aquí desciende ese aire de desconcierto o al menos esa aspiración a aferrarse a aquel “sentido humano” de las necesidades reales muy ricas sobre las cuales escribió también Giacometti: “Para mí la realidad vale más que la pintura. El hombre vale más que la pintura. La historia de la pintura es la historia de los cambios de la manera de ver la realidad. Y a propósito de realidad, debo precisar que, en mi opinión, la distinción entre realidad interior y realidad exterior es puramente didascálica, ya que la realidad es un tejido de relaciones a todos los niveles”. Una figuración que se conforme con ser instrumento de conocimiento útil para desanidar la alienación sería anacrónica tout court, aunque es ya una manera de tomar conciencia de la realidad e intentar la salida, el rescate. Sin embargo, la conquista pictórica de Pacheco, Comencini, Rinaldi y Miró no busca en la iconosfera urbana liberaciones abstractas de las formas alienadas, sino que aprende a conocer para luchar por transformar la mercantilización consumista del poder capitalista, el cual ha empobrecido tanto al hombre de “objetos sociales” y de hábitat humano, que el espacio terrestre- y no sólo ecológicamente está siempre ahí a punto de convertirse en el de un planeta muerto.

“Las imágenes que aparecen en los cuadros de estos artistas -puntualizaba Mario de Micheli con agudeza crítica- se presentan con caracteres estilísticos y expresivos diferentes: son imágenes drásticas y dramáticas en Miró; narrativas y casi de crónica en Rinaldi; irónicamente patéticas en Comencini; amargas, grotescas, sarcásticas en Pacheco. Pero en cualquier caso son imágenes contra e imágenes por: contra la ofensa a la integridad del hombre y por la afirmación de su libertad. [...] Ahora en Italia y en cualquier parte de Europa la nueva generación artística ha demostrado saber trabajar en una dirección que no sea sólo aquella divagante, hermética y elitista de los últimos experimentalismos. La reconversión hacia la imagen objetiva es uno de los signos más explícitos, a pesar de los muchos equívocos que se agolpan entorno, de una tendencia general que apenas hace cuatro o cinco años parecía absurdo hipotizar. Miró, Rinaldi, Pacheco y Comencini, a su manera, pertenecen a esta tendencia”.

IV.

En esa temporada del Gruppo Denunzia, y después de cerrar de hecho su experiencia con el Grup Alcoiart, Antoni Miró no ha sido sólo un artista de “manifiesto impulso ético” -como Ernest Contrares lo ha definido-, ni un pintor simplemente de hombres, de objetos y de lugares, sino el realizador de reportajes sobre la violencia, con una “realidad de instantes” construida mediante una mirada larga, de gélida fijeza, y con una ejecución casi fotográfica que parece petrificar el propio proceso analítico y cognoscitivo del racismo, de la miseria escuálida y triunfante en los campos y en los guetos de color, de la soledad y del desarraigo social. Además de esto, él ha sido uno de los jóvenes artistas europeos que han preparado “el espacio de la imagen” para la adquisición de otros valores más allá de los ya conocidos, con la convicción de que pudiese haber todavía para la pintura española una présence déterminée, junto a los movimientos visionario-figurativos de València Equipo Crónica y Equipo Realidad (en los que participaron artistas culturalmente comprometidos como Rafael Solbes, Manuel Valdés, Jorge Ballester, Juan Cardells, y escritores como Aguilera Cerní, Tomás Llorens y Marín Viadel).

Las obras de los años setenta de Miró -de las pinturas a las esculturas y a los grabados- son recorridas siempre por la misma idea de violencia: es un motivo obsesivo y reiterado, un parámetro, un “espejo refringente” en el que se reconoce el esfuerzo de recomponer en términos de historicidad y de una apertura concreta y dialéctica el caos aparente, las distancias insalvables, los signos ahora inclasificables y que escapan a una lógica humana que una clase dirigen te obtusamente conservadora, mezquinamente hipócrita, mimetiza detrás del lujo, la potencia y la competición. Hay en el joven artista de Alcoy un sentimiento que es resentimiento, aspereza y simultáneamente aspiración al “hombre humano”, reclamo a una realidad que con demasiada frecuencia se olvida allí donde el bienestar atomiza y seca a los individuos en el egoísmo social. Tal pensamiento de moral revolt se puede remontar incluso a cierta vanguardia literaria estadounidense. Pensemos en la poesía funk o en las novelas de James Baldwin, quien, en una carta dirigida a Angela Davis en la cárcel de Nueva York, denuncia los trágicos dilemas del racismo en EEUU: “Alguien podría haber esperado que sólo la visión de un cuerpo negro con cadenas, solamente la visión de las cadenas, fuese ahora talmente intolerable para el pueblo americano, un recuerdo tan insoportable, como para provocar espontáneamente una revuelta general para romper aquellos eslabones”, pero ahora más que nunca parece que los americanos “valoren su seguridad con cadenas y cadáveres”.

Pero la alucinante “masacre urbana” de Miró tiene esto de original y de autónomo: que ya no es de naturaleza ético-pietística, sino radicalmente cotidiana, Inherente a la propia calidad, a la absurdez de la existencia, por lo que los significados no son sólo los de la verdad documental, sino también los de la prefiguración angustiosa de acontecimientos que no decidimos nosotros. Él parte de las siempre nuevas imágenes propagandísticas y consumistas que la sociedad industrial-tecnológica da de sí misma; sutilmente las desmonta y las vuelve a montar dando la vuelta al mensaje que en su pintura quiere representar como típico: “los objetos” del modo de vida burgués y del private luxury (La model de 1975-76); algunas figuras de niños pintadas con mucho amor (L’espera de 1972), pero también con mucho dramatismo (Sobre la guerra de 1972), figuras que volvemos a encontrar cuando la imagen es la de un juicio universal de clase (Allende de 1973); sucesivas figuraciones que permiten ver cómo la pintura mironiana ha experimentado con el desierto y con el vacío humano (Nues de dolor de 1974), con un sentido ideológico-cultural que es siempre rico y concreto pero también tan enamorado de la libertad y de la construcción como para alcanzar la situación desarmada de la chica The Maja-today de 1975; finalmente, los “signos” y los “colores” de ese viviente pero fúnebre espectáculo de silhouettes en claros vestidos de nazis o de imperialistas (Contra l’home de 1973-76), que, con gestos animales, siempre de una furia salvaje y devastadora, parecen el triste esqueleto de una difusa pornografía de cómic (Finestra nua de 1979).

Un voyeur de violencia ciudadana -el pop americano Andy Warhol- probó en 1973 a reducir estas escenas (como en el cuadro Pink Race Riot, en el que “los perversos policías y los perros de Birmingham se ensañan contra un negro”) a la típica serialidad de otras imágenes suyas: las de la habitación de la silla eléctrica, las de los grandes funerales con Jackeline Kennedy y las otras con los accidentes de tráfico de los fines de semana. No logró, sin embargo, insertar la figura del negro en la serie rutinaria y ritual de las tragedias contemporáneas. El presente warholiano es rico de pasado y de futuro, es una bolsa sobrecargada de ginsbergiana duración que se realiza sobre la tela con el silk-screen, según la repetición de la misma imagen fotográfica siempre a punto de deshacerse en el movimiento sucesivo, pero idéntica y fija. Al contrario, el tiempo de Miró es el de la secuencia a islada, científico y puntillístico, parece poblado de figuras alegres y coloreadísimas.

Este tiempo el artista español lo pinta, sin embargo, con una técnica policroma fría y vítrea, con un minucioso divisionismo, mental y no óptico, que desintegra y desmonta su falsa realidad, y revela su inconsistencia: un único fotograma que marca también el paso pictórico del mythe solaire méditerranéen y del lirismo latino –español a la realidad de la lucha, de la sangre, de la masacre, del éxodo político, de una activa toma de posición. Que a la voluntad ideológica corresponda un verdadero poder de la imaginación lo prueba la inagotable aventura visionario -psicológica que es la penetración del espacio definido, bien por las huellas- manos descubiertas por los niños de Misèria i xiquets de 1972, donde los “signos” son fantásticamente antropomorfos hasta casi formar una gran metáfora de alarma humana, bien por la vida urbana así habitada, aunque vacía, de la Música fins la mort del mismo año.

Sin embargo, es necesario comprender que estas figuras son perseguidas desde el interior por proyecciones de violentos contenidos dramáticos, palpitantes de un retenido horror que las carcome bajo la piel, erosionadas por una luz que está encima como un cáncer; pero, en cualquier caso, más enfermas de “falangismo violento” que de injusticia racial. Prevalen un método y una claridad constructiva de la imagen que, especialmente en las pinturas de principios de los ochenta -de Emigrar cap a la mort a Repressió no, cultura sí y a Personatge esguardant Gernika-, vienen del americano Rosenquist (el gigantismo y el shock de los objetos industriales y de las señales en el cartel publicitario), del francés Monory (las persecuciones y los asesinatos por las calles y en el metro) y del inglés Philiphs (las secciones de coche y la irracionalidad de la existencia de la multitud en las grandes ciudades, sofocada por los rascacielos y que trapalea por las aceras). Podría parecer una cuestión de estilo, de frío y didascálico ejercicio, si no hubiese en Miró la asunción febril de esa búsqueda figurativa como experiencia primaria del hacerse a sí mismo, día a día, como hombre y como artista, experiencias que encuentran al final su correspondencia poética (de revuelta política como un Arroyo o un Genovés) sólo en las profundidades de su civilizadísima tierra.

V.

Con Cirurgià a Euskadi de 1986 y Temps d’un poble de 1988-89 la óptica pictórica de Antoni Miró se aclara y se ordena; la extensión tiende a fondos amplios y objetivados. Y como siempre, como nunca antes de ahora, la fuerza sintética de la imagen plástica representada con un inexorable claroscuro choca, chirría por contraste con los tijeretazos de las siluetas à plat distribuidas alrededor a manos llenas: siluetas de repulsivo conformismo porque están a veces inspiradas en dépliant ilustrativos de la moda. Viene a sí una serie de pinturas -Dolor d’amar de 1999, Ingenuitat de 2000 y Decorativa del año siguiente- que se debería decir marcada por los placeres y las seducciones del intimismo, dado que domina casi siempre el tema de un “interno” avivado por la aparición de un cuerpo femenino. Pero la presencia femenina está endurecida, vulgarizada por cada posible prenda de vestir popular, más bien vulgar, con una exhibición de un catálogo de supermercado, quizá con el añadido de alguna prenda más osé.

Por supuesto, Miró no es ciertamente el primero que visita estos “paraísos para damas de nuestro tiempo”, suspendidos entre vulgaridad y refinamiento, normalidad y perversión, sex appeal provocativo pero al mismo tiempo controlado, convertido también éste en un fruto de masas. Por ejemplo, ciertos artistas pop ingleses han llegado antes que él, Miró no tiene problemas en reconocerlo, y de este modo parece citar tranquilamente a Alien Jones, seguro por otro lado de que su “tratamiento” devolverá espesor, complicación, obsesión a imágenes que, sin embargo, en el inglés se dejan sólo apreciar en una degustación superficial. También porque nuestro artista está siempre preparado para recurrir al arma dura y cruel de la subdivisión; sus mujeres nunca se describen en tondo, ni siquiera en la escultura, sino que consiguen desvelar delante de nuestros ojos sólo algunos detalles anatómicos: el abdomen y las piernas, los pies con su calzado.

Es necesario desmitificar los objetos para captar la realidad más auténtica, pero es necesario también desmitificar los contenidos, en el riguroso debate contra la herencia y el hábito cultural, como contra las fáciles persuasiones colectivas. Miró, no estando dispuesto a abdicar, se debate hoy entre dos esquemas a derribar para alcanzar una dimensión más auténtica y nueva de la realidad: la tradición cultural con sus riquezas y sus convenciones, y el rostro mistificado de la realidad actual tal y como se nos plantea a través de la red, “directa” y hegemónica -aunque por esto no menos cierta y creída- de los mass media. Y su drama es el de entender cómo nuestra propia humanidad se siente en el fondo atraída por ambos esquemas, pero al mismo tiempo queda claro cómo ninguno de los dos puede darnos la medida de su más auténtica naturaleza y, sobretodo, de su más auténtico destino.

En la rêverie mironiana entra una nueva dimensión: la memoria que permitirá un modo singular de ensamblar imágenes diferentes, fuera de la precedente unidad de tiempo y de lugar. Es una memoria en su materialidad, simbólicamente hecha presente, que se realiza también en relecturas de recuperación de imágenes de maestros antiguos (Miguel Ángel, Velázquez, Goya) o modernos (Picasso, Dalí, Miró): una memoria, sin embargo, temporalmente transgresora en sus ensamblajes, como Isop busca músics de 1981-91 y Dialogant de 2001.

Mirar dentro de la historia del arte motiva el carácter de profunda reflexión de la tékne figurativa de Miró en los últimos cuatro o cinco años, su inquietud infinita. Reflexiona sobre la condición humana en una implicación que, de la memoria individual, los propios pensamientos, los propios sentimientos, va a una sucesiva explicitación casi de un fondo de irracionalidad colectiva (Hiroshima y Tornar a casa). Su “ojo alegórico” objetiva fantasmas, pesadillas, memorias, presencias, atribuyendo todo a una evidencia material de imagen que en el lenguaje emblemático de su narración, en un cromatismo siempre encendido y emotivamente captante, los compara a las grandes escenas urbanas -Chénge de world y Torres bessones-, quedan lugar a sólidas construcciones pictóricas, en las que se desarrolla con certeza de objetivación representativa su característica óptica inédita, ajena a interferencias de directa emotividad y dirigida a una narración despegada y casi metafísica, donde en todo caso se insinúan, a veces, precisamente, intenciones alegóricas.

Creo que los trabajos más recientes de Miró, de Manhattan triptych a Grup en moviment y a La Rambla, son un meticuloso relieve estratigráfico de la relación entre potencia y acto de la obra, una extraordinaria evocación de la presencia de la pictura pinges en la pictura picta, de la potencia creativa en el corazón mismo del acto. Del movimiento, Bachelard ha dado en La poétique de l’espace una definición emblemática: “el movimiento es el acto de una potencia en cuanto potencia”. Esto significa que la creación artística no es, según la imagen común, el tránsito irrevocable de una potencia creadora a la obra en acto: es, más bien, la conservación de la potencia en el acto, el darse existencia de una potencia como tal, la vida y casi la “danza” de la fantasía del artista. Aquí, en las superficies vibrantes de sus ardientes escenarios metropolitanos, Miró ha encontrado finalmente su atelier: The artist in the studio, como debería sonar el título ideal de su inquietante y metamórfico musée imaginaire.