De cinema, Antoni Miró
Vicente Romero
Decir que el cine forma parte de nuestra vidas es enunciar una obviedad. Las películas, como los libros, permanecen mucho tiempo en nuestras mentes e incluso llegan a formar parte de la memoria colectiva de varias generaciones. Más allá de las distintas culturas y nacionalidades, de las edades y del género del público, éste comparte con millones de desconocidos unos recuerdos comunes, independientemente de las situaciones radicalmente diferentes en que cada uno los adquirió frente a una pantalla.
Decía Frank Borzage que las películas constituyen la forma suprema de entretenimiento en todo el mundo. E Ingmar Bergman le daba la razón cuando afirmaba que ningún arte traspasa nuestra conciencia de la misma manera que lo hace el cine, tocando directamente nuestra emociones, profundizando en los oscuros rincones de nuestras almas. Pero muchas veces la huella que nos deja una obra cinematográfica se acerca más a la memoria de una vivencia propia, por imaginaria que haya sido, que al simple recuerdo de unos momentos de diversión contemplando un espectáculo. Como actriz Concha Velasco asegura que lo mejor de su oficio es haber vivido otras vidas y sido otras personas. Lo mismo nos pasa a los espectadores. Al cabo de una larga carrera como intérprete y de miles de horas formando parte del público, José Sacristán aún recuerda las tardes de cine de su niñez, sintiendo la pasión infantil por vivir otras vidas, de jugar a ser pirata, caballero o gángster. Porque, explica, todos necesitamos ser otros aunque no nos quede más remedio que ser los que somos.
Muchas otras voces han repetido, desde que el cine existe -y aún antes, desde que la literatura existe- que sus obras nos permiten asomarnos a otras realidades, conocer y entender situaciones extremas con los ojos y las razones de unos seres ficticios con quienes nos identificamos o los odiamos. En definitiva, disfrutar de experiencias y emociones prohibidas en el curso de nuestras existencias tan vulgares como repetidas, correr aventuras que nunca correríamos fuera de la sala de proyección, llorar de emoción o de risa, aterrarnos, e incluso enamorarnos fugazmente de alguien que jamás conoceremos, viviendo unos sueños fantásticos que recordamos perfectamente al encenderse las luces y despertar tras el rótulo de fin. Por eso volver a ver algunas películas es como reencontrarse con un viejo amigo íntimo que conoce nuestros secretos más íntimos, nuestras ensoñaciones.
Dejarnos llevar por las mentiras del cine supone también alejarnos por unos instantes de la realidad inmediata, escapar de cuanto nos insatisface o atenaza, mirando arrobados a la pantalla como Mia Farrow en la secuencia final de La rosa púrpura de El Cairo. Una huída personal que fue tan necesaria en la España amarga del franquismo como lo es en la sociedad sometida a los designios del capital y alienada por lo banal en que ahora nos debatimos.
Pero, además, quedan nuestros mejores recuerdos personales asociados al cine. Los de situaciones o instantes inolvidables, vividos durante el visionado de algunas películas: aquellas tardes de ternura adolescente, abrazados en la semioscuridad -cuando las caricias estaban prohibidas- con solo un haz de luz cambiante sobre nuestras cabezas; aquellos primeros besos emulando a los que se daban en la pantalla Bogart y Bacall, o tantas otras míticas parejas cinematográficas. O el día que lloramos la muerte de la madre de Bambi, cuando éramos unos niños, y que revivimos con emoción décadas después al recordar aquellas tiernas lágrimas sintiendo el llanto de nuestros hijos ante las mismas imágenes.
Antoni Miró ha reflejado en sus cuadros algunas de sus propios recuerdos cinematográficos, que seguramente también serán los nuestros, aunque los compartamos asociados a momentos personales muy distintos. Por eso seguramente echaremos en falta otros títulos, pero nos identificaremos con muchas de las imágenes que han saltado de su memoria a los lienzos tal como él aún las siente. Desde los iconos juveniles de un Tarzán semidesnudo (que desesperó a la censura) o de Robin Hodd, al de Indiana Jones, látigo en mano, hasta la estampa nostálgica de John Wayne caminando de espaldas, para volver a alejarse en un desierto del far west. O Gary Cooper dispuesto a enfrentarse solo a su destino en un duelo desigual. Y los mitos eróticos de Marilyn Monroe y Rita Hayworth, en las estampas clásicas de La tentación vive arriba y Gilda. También la mirada azul de Lawrence de Arabia, el vuelo rítmico de Fred Astaire; el amor cómplice entre opuestos de La reina de África, la magia infantil de Mary Poppins, la evocación de las carcajadas incontenibles que nos provocaron Búster Keaton, los hermanos Marx, Harold Lloyd o Laurel y Hardy; el grito que todos dimos junto a Janet Leigh en la ducha de Psicosis; la envidiada capacidad de seducción de James Bond, de Liza Minnelli en Cabaret, o de Autrey Hepburn en Desayuno con diamantes; el desgarro de la despedida en el aeropuerto de Casablanca; la ácida burla de Chaplin en El gran dictador, y el estremecimiento que aún nos causa su determinación de Charles Chaplin yendo hacia un destino incierto con Paulette Goddard al final de Tiempos Modernos; o la ira de Escarlata O’Hara jurando que jamás volverá a pasar hambre, frente al rojo atardecer de Lo que el viento se llevó. Y nuestra propia ira ante la represión en la célebre escalera de El acorazado Potemkin.
A veces, Toni recuerda en color una imagen que fue en blanco y negro, como aquel discurso de Pepe Isbert -que parecía una burla de Franco- en el balcón municipal de Bienvenido míster Marshall, o la contemplación del paisaje de Manhattan desde un banco por Woody Allen. A la inversa, recrea otras escenas sin sus tintas originales desnudando de artificios fotogramas como el de El padrino. Pero sus dos obras más personales son aquellas donde se reencuentra con sus amigos muertos, eternamente vivos en su memoria y sus películas: Ovidi Montllor en Furtivos y Antonio Gades en Bodas de sangre.
Contemplar estos veinticinco cuadros -que podrían haber sido cincuenta o cien- es una insistente invitación al recuerdo íntimo, a revivir las emociones que nos causó una escena, a recuperar la ilusión momentánea de una determinada noche de cine. Hay que contemplarlos buscando en ellos lo que entonces fuimos y sentimos, las esperanzas que acariciamos, el instante fugaz en que aquellos planos se anclaron en nuestra memoria. Disfrutemos de esos reflejos del cine, como parte de los recuerdos de nuestras vidas. Porque a todos siempre nos quedará París.