Con la complicidad del atardecer
Enric Cerdàn-Tato
La obra de Antoni Miró es la singular representación de los últimos cuarenta años de historia contemporánea despojada de ropa. Quizás, tan de cerca se muestran demasiado intimidades: desde la sordidez de ciertas conductas, hasta la suntuosidad de las formas femeninas; desde la violencia colectiva, hasta el saludable placer de los sentidos. Antoni Miró es un creador que se expresa con la más absoluta libertad y sin hacer un guiño a una sospechosa neutralidad: su insobornable compromiso, así como sus códigos estéticos no se prestan a abdicaciones ni engaños. Y es así, con la garantía de su firmeza, como el espectador asiste a un mundo fascinante y turbulento, con el que se reconciliará o no, pero se reconocerá al fin, casi en un descuido. Por ese mundo, desfilan personajes ilustres adecuadamente envasados y etiquetados; acontecimientos gloriosos, en salmuera; divinidades entregadas a la venta ambulante de refrescos de cola y “Hot dogs”; puertas excitantes, para compartir la noche; y todo un paganismo de prêt-à-porter y descrédito. El espectador no debe asustarse por el galope de unas cebras acrílicas, ni tampoco por la mirada de resignación y ausencia de una Gioconda que se fuma su paquete de Winston por los húmedos rincones de un Louvre probablemente ya con la licencia de obras para carbonera nuclear.
Antoni Miró lúcidamente apasionado dispuesto en secuencias el fulgurante friso de su obra. Antoni Miró es un artista versátil y proteico que domina el oficio: dibujo, color, volumen, materia, técnica y un equilibrio formidable entre la forma y la expresión plástica de sus criaturas. Este equilibrio facilita la necesaria transparencia para los ejercicios de la crítica, de la denuncia y de la burla, de los despropósitos de una realidad, en la que se implica con el atrevimiento de sus resoluciones artísticas. Esa actitud es una constante desde su “Òpera Prima” (1960), hasta la serie “Vivace”, iniciada en 1991, y que actualmente sigue elaborando.
Para la década de los sesenta, cuando Antoni Miró se desplaza de un expresionismo figurativo, constelado por la dramática iconografía de aquel período, a la “crónica de la realidad”, tan valenciana e internacional, a la vez, y concomitante con el realismo social, encuentra en el Pop-Art todo el proceso de una dialéctica de signos y grafías, con que escarba las más perentorias cuestiones de su tiempo. En la peripecia de los desplazamientos, Antoni Miró sella definitivamente su compromiso ideológico e histórico, y despliega su conciencia: despacha lo anecdótico, y con una metodología rigurosa, enuncia todo aquello que atenta contra el ser humano: la injusticia, la opresión, la explotación, el colonialismo cultural y mercantil, el imperialismo bélico, la manipulación del consumo, las agresiones contra la naturaleza, los abusos del capital, la industrialización salvaje. Hay mucho de arte político en su obra, unas veces explicitado, con todas sus consecuencias; otros más sutil, pero no menos contundente.
Antoni Miró no es sólo testigo, es también protagonista de su tiempo; y tiene muy claro lo que ha sucedido y lo que sucede en el planeta: en su entorno inmediato y en escenarios más lejanos: Vietnam, mayo del 68, Biafra, Chile, la crueldad del racismo, las aspiraciones de independencia de los pueblos sometidos, la falta de libertades en la dictadura franquista y en otras dictaduras. Antes de la serie “El dòlar”, de 1973 hasta finales de la década, a la que se adscriben “L’Home avui”, “Xile”, “Las Llances”, “Senyera” y “Llibertat d’expressió”, ya había constatado su actitud inconformista y transgresora, frente a toda norma establecida, en “Amèrica negra” y “L’Home”. Es, sin embargo, en esa precisa metáfora de “El dólar” donde Antoni Miró expone con atrevimiento e inmediatez la su protesta más ácida, radical y cruda. El lienzo, el acrílico, la pintura-objeto, la mesa, el bronce, el collage, el grabado, el fotomontaje, toda una poderosa creación icónica desenmascara las brutalidades planetarias, que se perpetran en nombre de no se sabe muy bien qué orden ni qué voraz civilización.
Y, sin embargo, la memoria más abyecta de aquellos años se ha ennoblecido en la sintaxis plástica de Antoni Miró. Los arrogantes marinos-marionetas del dólar o las lanzas imperiales de Breda, son ya otra historia.
La coherencia que articula el conjunto de la obra de Antoni Miró nos propone, a partir del 1980, un sutil juego de complicidades: “Pintar Pintura”. El planteamiento de la nueva serie se concreta en las reivindicaciones nacionales y culturales de nuestro pueblo. Entonces, Antoni Miró solicita el concurso de autores significativos de la historia del arte (Velázquez, Goya, Tiziano, Picasso, Mondrian y tantos otros más), de quien toma fragmentos o imágenes, para intercambiarlos, extrapolarlos, conferirlos, en fin, una nueva significación, con otra iconografía, reclutada en el cine, la publicidad, los medios de comunicación, el vecindario, los amigos, en un nuevo e ingenioso contexto con sus códigos propios y con unos efectos ciertamente estimulantes y provocativos, que conducen de la sorpresa inicial a una concluyente reflexión.
De la denuncia inmediata, del sarcasmo y de la acritud de la primera época, al humor ya la causticidad de “Pinteu Pintura”, y de ahí, tras un proceso de alejamiento y de análisis, en la fina ironía de “Vivace”, la serie que inicia en 1991, y en la que aún trabaja incansablemente. En su lectura, se advierte una temática muy actual: el estado de las relaciones y de las contradicciones de la sociedad con la naturaleza: la desolación del paisaje, la dudosa bondad del progreso, el envenenamiento industrial, la basura urbana, la vulnerable inocencia de las bicicletas, la confrontación entre la máquina y la playa mediterránea, la ecología devastada; pero también el amor, la seducción del sexo, las alabanzas al cuerpo desnudo de la mujer, las escenas de un erotismo que remite a la cerámica clásica, la comparecencia, de tamaño natural, recortadas en madera y con unos colores luminosos, de dioses y héroes míticos, y la sabiduría de Atenea esparcida por el green de un club de golf. Es la culminación de un discurso que publica la consecuencia, el rigor y la lealtad a los principios y convicciones, que han informado, desde sus orígenes, la obra y la personalidad de Antoni Miró.
Y cuando ya se cumple el largo e intenso itinerario, siempre queda en el fondo, una tenue sombra de violetas y alguien que contempla el prodigio: es el anuncio de la antigua víspera de los romanos, del crepúsculo, del “atardecer”. La hora en que Antoni Miró vuelve a su estudio, a su taller, para continuar creando ese mundo tan fascinante como vigoroso, en el silencio de la noche. Con la complicidad del atardecer, decimos “Vivace”.