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Galeries (Galerías)

«Qué cerca sentimos a algunos que están muertos;

y qué muertos nos parecen otros que aún viven.» 
Wolf Biermann

Cuando pisamos la grava de los viejos caminos del cementerio alcoyano, su música cadenciosa, oscura y turgente, acompaña el pensamiento que se cobija en el seno de la memoria. Una especie de acompañamiento sonoro antes de la visita a los muertos. Una pieza sinfónica que se eleva entre las ramas de los cipreses y frota su cima negra reuniendo en melodías infrecuentes, quizá tan humanas, el discurso frágil del dolor que va y torna. La grava, quien nos lo había de decir, replica fragmentos de vida a pesar de su modestia, casi banal. El ruido, como cualquier otro agente de información natural, confirma la melancolía, también, no obstante, el recuerdo. El ruido de la grava...

“Galeries” es una obra de Antoni Miró perteneciente a la serie Sense Serie (subserie Costeres i Ponts) y que mide 162x114 cm., resultando estampada en acrílico sobre lienzo, y realizada en 2016. Galeries es una obra que nos proporciona una especie de orgullo satisfactorio por la realidad que nos muestra. Son, estas galerías, unas de las que existen en el cementerio de Alcoy. Obra espléndida en cuanto a su factura arquitectónica, y de una sobriedad y elegancia fuera de duda. No en vano pertenecen, las galerías del cementerio, a la época en que la ciudad desarrolla buena parte de su potencia creativa. Y a la sobriedad vale la pena incorporar, también, los calificativos de rigor y de buen gusto. Y cuando las cosas, en este caso unos enterramientos, se llevan a cabo con tanta dignidad, el acuerdo unánime de los ciudadanos mira de conservar para la historia colectiva, y para el tiempo futuro, la simbólica realidad constructiva. Como lo hacen los pueblos, y las gentes, civilizados. No es poco creer en uno mismo, garantía de continuidad.

¿Y qué vemos en la propuesta pictórica del artista Antoni Miró? Pues una galería abovedada, con columnas laterales que hacen de soporte lógico de los arcos cimeros. La luz superior, que brilla en la magia del cuadro, irradia la bóveda, confiriéndole un gran sentido de profundidad y de perspectiva. La impronta esencial que nos abarca la contemplación del cuadro facilita el encuentro con el silencio. Con este espacio construido a partir de los vastos silencios.

Existe, también el el cuadro, un reguero central en el suelo, que indica la presencia de filtraciones ocurridas después de unas lluvias de cierta importancia. No podemos olvidar que las galerías permanecen en el subsuelo del cementerio, y que se precisa descender numerosos peldaños para acceder a ellas.

Nos traslada Antoni Miró una sensación de serenidad y de recogimiento claustral o monástico. El estrecho corredor que diferencia las dos zonas destinadas a enterramientos, replica la emoción conventual que señalábamos. La suavidad en el trazo de los pinceles, la luz, el color de los sillares, la infinitud que busca, al fin, el escenario, absolutamente todo, invita al recogimiento y a la adecuación piadosa.

Y aún podemos escuchar las voces que nos interpelan desde las tumbas. Aunque podemos saborear el privilegio de abrazar los testimonios de tantos hombres y de tantas mujeres que nos han precedido en la condición de luchadores, o en la vida.

Y la pintura de Antoni Miró también señala la fuerza del respeto. El respeto a nuestros muertos. Y muestra el artista, con acierto proyecta la mirada, lo que significa la virtud del descanso absoluto después de tanto camino y de tantos días para cursar el itinerario estimado de la existencia comprometida.

Aunque se respira, en esta pintura de Antoni Miró, aromas de gladiolos, de claveles y de rosas, como si fuese día de Todos los Santos (Omnia Sanctorum). Una especial olor primigenia oficiada por la abundancia de flores, ya un tanto marchitas. Pero hay tumbas sin flores, pues también hay muestras tangibles de la llegada inexorable del olvido. Incluso del silencio más terco que podamos llegar nunca a conocer. También se escuchan rezos en la distancia de los días..., ¡Cuánta maravilla nos procura la mirada de una pintura! ¡Cuánta vida nos facilita vivir si la contemplamos adecuadamente! ¡Cuánta realidad inmersa en la causa del tiempo y de la añoranza! Sólo es una pintura, y no pensamos que sea poco, pero es la obra escrita sobre la magia del tiempo. La pintura que acude al rescate de todos nosotros, y que se opone, radicalmente, a la indiferencia. El pintor se rebela contra cualquier forma de olvido, como lo hace también el poeta Dámaso Alonso: «[...oh, nunca os pensaré, hermanos, padre, amigos con nuestra carne humana, en nuestra diaria servidumbre, / en hábitos o en afición semejantes / a la de vuestros tristes días de crisálidas. / no, no. Yo os pienso luces bellas, luceros, / fijas constelaciones / de un cielo inmenso donde cada minuto, / innumerables lucernas se iluminan.]»1

Y cuando caminamos, arropados por la soledad del corredor aromado de rosas, derramamos lágrimas de alcance imposible porque, a veces, estos humores se hielan con el frío crudo del invierno, y que nunca termina de pasar. Un tiempo de lucha contra la estulta fuerza que nos infiere mendigos en la despensa de las entrañas del viento. De lástima en lástima una letanía constante se disuelve por entre las traviesas por donde el sol, con dificultades, se cuela hecho añicos elementales, sólo para calentar la cripta un momento tan sólo. Con tanto sol como nos falta hoy, todavía.

Hay angelotes que también escuchan, desde la piedra renegrida por mil lluvias sin piedad, el canto melódico de la grava en el roce de las suelas de los zapatos de los transeúntes enlutados. Los ángeles, en posición de eternidad sofisticada, miran y no ven, pues la luz les es extraña. El musgo que habita los pliegues de las alas rezuma, circunstancial, el rocío de los días y de los años. Sin parar, un romance permanente, nada arriesgado por tan acostumbrado.

A fuera de las galerías, en los rincones preparados para la ocasión, hay capazos con ramos de flores caducados, y que testimonian la calamidad de la esperanza absurda sobre trono de luz incierta. Una especie de vaguedad que nunca se hace de carne verdadera. Un monte de altura insufrible y de largo caminar. La mestiza condición del hombre que mientras va, también existe la gente que se esconde. La condición del eterno pisar las cercanías de la cuesta: «Quina és la fórmula? Quin el combat?/Sempre el mateix camí després de néixer,/sempre unes lleis constants amb una queixa/i el fumerol davant la immensitat»2, apuntala con voz poderosa Joan Brossa, interpretando con sus versos la enorme dificultad de subsistir sin ninguna herida, tras el duro combate existencial. A campo abierto. Contra el infinito cuando lo clausura la luz cegadora.

Murmullo de oraciones se elevan hacia un cielo de plomos que mide, poco a poco, la calidad del mensaje. Palabras que no se entienden: rápidas, ceremoniosas, pastosas como el barro..., acostumbradas desde el génesis intemporal, y a base de iteración y de salmodia, quedan carentes de ganancias, o de beneficios interesantes.

Un hombre, con una guitarra, canta al pie del nicho, recostado en la pared, con una posición bien extraña y difícil. Le falta, quizá, pericia. Canta tristemente, harto de costumbre, justo como casi todas las semanas lo hace. Es habitual verlo por las cercanías del cementerio, medio perdido y sin demasiada gracia. Canta melodías de amor pesaroso, como para pedir auxilio y poco más. La mujer murió hace ya muchos años, pero él aún permanece anclado a la firmeza del recuerdo. Y da pena, mucha pena. A la voz ronca le falta, también, un poco de ilusión, pero indigente de alegría perpetúa la postura y todo su afán: «Dir mort és començar a ésser marasme./El cant de la terra aixecarà la flama./Salm frondós vull cantar, que l’entusiasme/en silenci penetre tronc i rama»3, con coraje irredento señala Joan Valls en sus versos, pues aún, hoy como siempre, resta al hombre la estrategia del combate, o de abrazar la esperanza, un tanto destartalada, por cierto.

Quedan, sin embargo, los secretos dentro de las sepulturas. Quedan quizá en paz y libres de reclamar cédula de habitabilidad. Si el mundo ya no funciona dinámico para tan codiciada y antigua realidad o deseo, ahora, los testigos también descansas, ajenos a toda rueda circunstancial, en la eterna siesta universal que a todos nos deberá alcanzar. La infinitud lastra la posibilidad de entender que un día todo se acaba, que todo finaliza cuando las flores, con olor amargo, se someten al aire del duro invierno. En la galería, la que nos presenta Antoni Miró, hay rigor y calidad. Existe la percusión de tanta voz que ha estado presente en el oficio de vivir. Existe la voluntad de agradecer tanta belleza; la doméstica virtud del cerrajero furtivo en la eterna laxitud de las horas: «Espessa acumulació dels anys,/curs anònim, immensa correntia/covada en el silenci, vivament/guardàvem les difícils rebel·lies/com geranis al test...,/»4, añade Joan Valls con una prueba elemental de encalmada melancolía, tal vez. Mientras, el pintor escribe los versos del color para trasladarnos el retrato fiel de un pasado gozoso que nos identifica y comprende.

 

1. Alonso, Dámaso, Hijos de la ira, Colección Austral, Espasa-Calpe, S.A., Madrid 1978, p. 30

2. Brossa, Joan, Els ulls de l’òliba, Ed. Aj. Alfás del Pi, Alfàs del Pi 1996, p. 71

3. Valls Jordà, Joan, Sonets de la fita obscura, Ed. Aj. de Gandia, (Finalista XXI Premi Ausiàs March 1983), Gandia 1984, p. 49

4. Valls Jordà, Joan, La rosa quotidiana, Ed. Bromera/poesia, Alzira 1990, p. 57

Josep Sou

GALERIES 2016/ Alcoi (Acrílico s/ lienzo, 162x114)Antoni Miro