Penjada
Esta obra se desarrolla en términos dicotómicos al final de la serie “Vivace”. No se trata de un trabajo puramente pictórico. En primer lugar, hay que destacar que Miró superpone a una tabla trabajada al modo de un fondo texturizado tres objetos: un trozo de cuerda de cáñamo y un pincel y una bicicleta pintados. Así, siendo una pintura-objeto, combina en ella sus dos áreas de trabajo preferentes: la pintura y la escultura.
Lo hace para dar idea de la levedad de los restos de una bicicleta. Trata de hacer ver que, incluso al final de su vida útil, este mecanismo es capaz de reintegrarse en el medio con un cierto respeto adaptativo. Eso queda muy patente también en la contraposición de los tonos ocres, nacarados y marrón oscuro (la herrumbre férrea) del campo posterior con el azul vibrante que baña la bicicleta y se proyecta a su vez hacia atrás. O sea, no puede dejar de advertirse que es este último objeto el que puede gozar de una ligereza que es totalmente impropia del fondo conseguido, que se muestra con cualidades de permanencia.
El resto de relaciones binomiales se establecen entre la anómala verticalidad que marca la dirección de la bicicleta suspendida y la horizontalidad de la masa oscura de arranque en la base de la composición; o entre la escala del vasto paisaje insinuado y el propio elemento que lo atraviesa o transita sobre él.
Se induce así, mediante estas tácticas, a sumir a quien contempla la obra en un estado de tensa extrañeza. Las bicicletas, antes pintadas sobre el soporte, ahora son un elemento corpóreo que se desliga de él. Pese a ello, no se impide con esta anteposición que se perciba el fondo. El recurrente reto de dotar de profundidad a la pintura se abandona en una acción de economía comunicativa disponiendo directamente el propio objeto sobre el plano de juego.
Pero ese elemento, esa especie de ruina de bicicleta, ya no se pinta a partir del dibujo, sino que se pinta al verse teñida de un color que abunda en el contraste y que la asocia con lo etéreo e invisible. No hay que olvidar que, para el artista, las bicicletas siempre han tenido una connotación de elementos permeables a la vista, que dejan ver a través de ellas lo que queda detrás de las mismas.
El apego a lo terrenal se consigue, sin embargo, con el tratamiento del fondo. Lo telúrico es, paradójicamente, no lo corpóreo, sino lo que se pinta. Tanto es así que el propio pincel queda enterrado en la masa del sustrato inferior. En cambio, lo que pesa materialmente en la realidad, la bicicleta, parece que flote y vaya a ascender, a cruzar las montañas cuyas crestas se significan en blanco, recortando un cielo azul. La cuerda abunda, por su parte, en la noción antes apuntada de ligereza y en la de provisionalidad.
En este trabajo se recuperan algunos usos propios del informalismo matérico, al que se acercó en algunos momentos iniciales de su carrera. Además, con él profundiza en la noción de pintura que está más alejada del proceso de elaboración a partir del dibujo, empleando otras modos de expresión que son igualmente eficaces desde la óptica comunicativa.
Santiago Pastor Vila