Ovidi Montllor: la palabra, el gesto, la imagen
Miquel Pujado
Antoni Miró es un artista integral y osado. Un hombre convencido de que las investigaciones más vanguardistas no son compatibles con el sentimiento de pertenencia a una tierra que querrían dejar sin nombre, a una lengua amenazada que algunos querrían fragmentada y folklorizada, subsidiaria, inútil.
Antoni Miró es una artista universal, de una universalidad que le habría sido imposible de lograr sin su arraigo profundo y doloroso en Valencia y en la lengua catalana. Quede clar, també que són covards / tots aquells que obliden les arrels... “Quede claro, también que son cobardes / todos aquellos que olvidan las raíces...”
Esto cantaba Ovidi Montllor.
¿Es de extrañar que Ovidi y Toni fueran amigos?
¿Es de extrañar que Toni dedique, ahora y aquí, una exposición no sólo al amigo, sino a uno de los artistas más importantes que ha dado el País Valenciano?
Ovidi desarrolló, como Antoni Miró -con el viento de cara, y en un país que ha tendido ha buscar la felicidad en la asunción suicida de la amnesia históricamente una obra de una rara coherencia, de una calidad de densidad sorprendentes.
Y, todo ello, partiendo prácticamente de cero: Ovidi, desde su condición de miembro consciente de una clase y de una nación oprimida, puso constantemente a prueba su feroz voluntad de aprendizaje. Y así llegó a domesticar estos animales ariscos que llaman palabras, para decir, o para sugerir, lo que le pasaba por la cabeza, lo que necesitaba quitarse del buche. Pero eso no es todo.
Ovidi supo hacer evolucionar sus melodías desde una efectividad un poco principios hasta a una notable complejidad, sin perder nunca de vista que una canción es un TODO, un difícil equilibrio entre palabra, música e interpretación. Pero eso no es todo.
Ovidi supo adelantarse a su tiempo, con los ricos incomprendidos por los críticos que no se sienten felices sino enganchan etiquetas: la audición de Crònica d’un Temps —Crónica de un Tiempo— (1973) sigue siendo, más de tres décadas después de su publicación, una bofetada a todos aquellos que intentan reducir la Canción en general, y Ovidi en particular, a un tópico grosero. Pero eso no es todo.
Ovidi nos hizo entender de verdad Salvat-Papasseit. Y Estellés. Y cantó y decir versos de Sagarra, de Pere Quart, de Espriu, de Blai Bonet, de Maiakovski, con aquella aparente naturalidad que sólo se consigue con una hábil combinación de esfuerzo y de gran Arte. Pero eso no es todo.
Y no es porque Ovidi sentido es extraordinario, punzante, pero incompleto. Ovidi también es el gesto: la expresión del rostro, la manera de levantar las cejas, la sonrisa o el rictus amargo, la mirada acerado del Hombre a pesar de todo de pie...
Ovidi levantaba una mano y todas las miradas quedaban suspendidas en este movimiento, nunca gratuito, realizado con la sabiduría de los mayores: Brel, Montand, Reggiani... Mis recuerdos de Ovidi en escena van ligados a la voz y el gesto de una manera indisoluble:
Recuerdo como al final de la “Cançó de les balances” —Canción de las balanzas— sus brazos se abrían (y cuando se juntan los hombres) y se abrían (y cuando se juntan los hombres) y se abrían (y cuando se juntan los hombres) como si quisieran abrazar el dolor de toda la Humanidad (¡...riendo y llorando la cantan!).
Recuerdo la danza hilarante con que interpretaba “Sol d’estiu” —Sol de verano—, contra canción de temporada donde una breve ida a la playa devenía una auténtica pesadilla para el trabajador que intentaba desconectar por un día de un trabajo alienante.
Recuerdo como los “Va com va” —Va como va— de la canción epónima eran dedos con todas las expresiones faciales y vocales imaginables, desde la triste resignación hasta el sarcasmo salvaje.
Recuerdo la inmensa delicadeza con que dibujaba en el aire el cigarrillo de la entrañable Teresa, mientras la loca tomaba cuerpo y su presencia se convertía en una desgarradora denuncia de la miseria mental de un franquismo todavía demasiado vivo.
Recuerdo la mano que caía periódicamente, con brusquedad, como un cortante inapelable, en “Carnisseria” —Carnicería—.
Recuerdo el puesto intencionadamente ridículo que asumía cuando se convertía en la mujer de Joan Anton, el burgués que deseaba exhibirse en el Liceo, en “Una nit a l’òpera” —Una noche en la ópera—.
Recuerdo la inmovilidad absoluta y repentina con que subrayaba, por contraste con los temas anteriores, el dramatismo de canciones como “Dos anónimos” (tal como hacían, ahora que lo pienso, Les Frères Jacques en interpretar la impresionante “Barbara” de Jacques Prévert).
Recuerdo su diálogo con el títere con que desarrollaba la historia de Jaume Poch y Basta, símbolo irrisorio y patético de la condición humana pisada, personaje que tenía que escuchar gritos toda la vida, incluso por parte del médico -impaciente en ver que no se moría cuando le tocaba.
Me vienen tantos recuerdos en la cabeza así que pienso en aquella figura menuda vestida de negro que, así que subía al escenario, crecía, crecía... Pero Ovidi no lo puedo meter en un par de hojas mecanografiadas. Así pues, poco más tengo que deciros:
Cuando escuchéis un disco de Ovidi, escuchad sus gestos.
Cuando contempla la obra que Antoni Miró ha dedicado su, en nuestro, amigo, observe la voz que desgajado la obra plástica, y descubre la verdad que permanece siempre oculta bajo la piel de realidad aparente -aunque esperando que un artista del exhiba desnuda ante nosotros.
Y, sobre todo, no habléis de Ovidi como quien habla de un difunto. Él escribió un día, por peteneras:
“I un cop s’acabe la rifa
que la vida m’ha donat,
si és possible, sota terra
faré crits de llibertat.Entre cucs i terra i fusta
faré crits de llibertat.La mort no s’esborrarà!”
"Y una vez se acabe la rifa
que la vida me ha dado,
si es posible, bajo tierra
daré gritos de libertad.Entre gusanos y tierra y madera
daré gritos de libertad.¡La muerte no se borrará!”
Pues bien, acertó. Él está vivo. Mucho más vivo que ciertos cadáveres que se agitan cada día a las pantallas televisivas, y que pasean su descomposición para despachos y sillones. Ovidi está vivo. Y mientras él esté vivo, nuestra dignidad como pueblo será tan difícil de enterrar como el difunto del Estellés, aquel que no se dejaba meter dentro del ataúd.
“Estoy en el mundo: se debe notar”
¡Por supuesto que se nota, Ovidi! ¡Por supuesto que se nota, Toni!