Miró desencadenado. A propósito de las series eróticas de Antoni Miró
Martí Domínguez
Hay una vertiente de Antoni Miró (Alcoi, 1944) no demasiado conocida, y es su afán por el erotismo. Hace unos años, cuando lo entrevisté para el libro Estudis d’art, me conmovió un espacio del Sopalmo (el nombrado “quartet dels pecats”), recubierto de dibujos eróticos, con títulos como Amagatalls secrets, Fent camins o Gran meravella. Entonces, el pintor me reconoció que en este menester era un desvergonzado, y lo dijo de una forma desenfadada, sin darle mayor importancia. El erotismo ha estado presente en muchos artistas, en algunos de una manera desahogada, como Auguste Rodin o Egon Schiele, en otros de una forma mucho más sutil, como el mismo Giorgione o Tiziano, en otros revisitando los clásicos, como William-Adolphe Bouguereau y Alexandre Cabanel, que con sus Venus concupiscentes indignaron enormemente a la sociedad biempensante parisina del siglo XX. Por no hablar del Origen del món de Gustave Courbet, donde por primera vez en la historia del arte se pinta el sexo femenino con toda la naturalidad, y a la vez crudeza de la que es capaz la representación pictórica.
Antoni Miró es un pintor procaz, desinhibido, valiente en la pincelada, y que con los años ha ido manifestando de manera cada vez más descarnada su mirada sobre el cuerpo humano. Desde los primeros dibujos y gravados de los años sesenta, hasta estos lienzos de cuerpo natural de las últimas series de los años 2018 y 2019, existe un proceso de desinhibición, como si el pintor desease plasmar todo el potencial erótico que rezuman aquellos cuerpos femeninos. Cuando te los va mostrando, uno a uno, se produce la extraordinaria sensación de consternación ante toda aquella carne trémula, de todo aquel inmenso baño turco pictórico. Existe el voyeur (Miró es un mirón, si se me permite el juego), pero también el estudio académico, el deseo de recrearse en aquella anatomía, que lo vence, atenaza, y apasiona. Sin duda, tras toda esta serie mironiana hay un gozo sincero por el cuerpo femenino, un júbilo hacia la feminidad confinada.
Pero, llegados a este punto, tal vez sería conveniente introducir un breve apunte sobre la aportación de estas series eróticas. Se podría decir que Antoni Miró lo ha pintado casi todo, y que nada existe que no sea interesante para su vocación pictórica. Trabaja el color, la geometría, la perspectiva, el retrato, y de aquí pasa a la escultura, con su dibujo sobre el corten. Una de estas esculturas, titulada 25 d’abril, que conmemoraba la derrota de Almansa, e instalada a la entrada de Gandía, se hizo célebre por el encontronazo con un alcalde conservador, que se empeñó en desplazarla a otro lugar, mucho menos visible. Son esculturas que no dejan indiferente, y en especial su Sèrie grega, que también ha sido motivo de escándalo porque algunas piezas (que reproducen escenas de la imaginaria de los vasos griegos, que ya dieron lugar a un conjunto de gravados titulados Suite erótica) son explícitamente sexuales, con alguna cópula demasiado evidente según para qué ojos. Los títulos Afrodita, Jocs eròtics (que representa una fellatio) o Joc antic, son indicativos del carácter jocundo del artista. Y, sin embargo, todo eso forma parte de este cosmos mironiano tan directo y desprovisto de velos, como si el pintor, pasada la setentena, hubiese decidido hablar claro, sin ambages, y mostrar las cosas sin tantos recelos. Sin ningún freno. Es un Miró desencadenado, particularmente salvaje.
Existe por tanto en Antoni Miró un deseo explícito de liberarse de cadenas y represiones, y de mostrar las cosas con naturalidad. Y la serie Nus i nues (2018-2019) es compulsivamente desinhibida, abiertamente libidinosa, decididamente erótica, con una interpelación directa al espectador. Obras como Mostrar-se, Platònic o Intuïció muestran el sexo femenino sin velos, con una crudeza que golpea, provocadora, rotunda, courbetiana. Pero, al mismo tiempo, esta retahíla de carne palpitante nos cautiva profundamente. Porque, bajo todo ello, existe un sentido tributo al cuerpo de la mujer. Un homenaje profundo y sincero, sin peaje ni frenos, a la naturaleza humana.