El grito visual de Antoni Miró
Enric A. Llobregat
Desde hace años convive conmigo, frente a mi mesa de despacho, en el Museo Provincial de Alicante, un bellísimo tríptico: Nues de dolor (Desnudas de dolor), pintado por Antoni Miró en 1974. Lo he mirado muchas veces, cuando con curiosidad, cuando con análisis, y lo veo sin mirar cada vez que levanto la cabeza. Forma parte de mi espacio vital y, en el fondo, se ha convertido para mí una especie de paradigma de su obra, de resumen de sus aspectos más característicos e identificadores, de guía del laberinto, hilo de Ariadna. ¿Qué me capta más en el tríptico, en su obra? Posiblemente, por lo pronto, algo que halaga el hombre de la ilustración que vive escondido dentro de mí: una belleza formal, una perfección técnica y gráfica. En efecto, dentro de la concepción hiperrealística que patente toda la obra de Miró hacia claramente una ordenación bella, caben modelos de belleza formal que se corresponden con una estética moderna, sacada del cine, los medios de comunicación, del cómic, y junto con ellos y contra ellos en el sentido más etimológico del término, la belleza antigua nos viene dada con la presentación de iconos bien conocidas, que también, en cierta forma, son parte de una cultura de consumo: el esclavo de Michelangelo, la Gioconda, la «rendición de Breda»... y en todas las ocasiones la pericia gráfica pone en valor esa belleza innegable que el contemplador habitual no ve, enviscado en el reconocimiento del icono, sea Marylin, sea un mármol antiguo. No voy a entrar en la ironía que hay detrás de este juego con el espectador, quiero voluntariamente permanecer en el campo estético y no adentrarme en las intenciones que han sido a menudo bien analizadas y expresadas. Ese recurso a la imagen conocida con sutiles distorsionamientos o con cambios de gordo calibre da pie a una pluralidad de visiones y de interpretaciones como ocurre en las criticas de obras literarias famosas en las que se llega a pensar que el crítico ha ido mucho más allá de lo que el autor tenía en mente al momento de componer la foto. Porque muy a menudo esa polisemia que se puede deducir de muchas de las pinturas es una trampa, otra manera de agarrar al espectador y llevarlo al seno de la obra, rodeándolo dentro de los hilos de la telaraña llena de sentidos, de dura crítica que es patente a primera vista y que hace también como de corteza de un fruto que guarda en su interior mucha más aroma, mucho más sabor, si funciona el hilo de Ariadna, si se rompe los cables viscosos.
Quisiera dejar claramente expresado como el color extranatural de las figuras de los cuadros añade a la belleza ese elemento distorsionador, irreal, que empuja más allá el mensaje gráfico al tiempo que trivializa la tensión erótica del diálogo sin establecido entre contemplador y objeto contemplado. La anécdota que se busca habitualmente en frente de una pintura tan altamente figurativa se ve reforzada por esa irrealidad cromática en la que los esmaltes vuelvan a tener una significación simbólica como la tenían para los tratadistas del Renacimiento y del Barroco cuando hablaban de los colores heráldicos. El gris verdoso de sus marinas se convierte en un color hablando, ya lo largo de la obra veremos la recurrencia de cromatismos simbólicos, que mantienen una misma función.
Siempre acabaremos, pero, volviendo al lelt-motiv: la belleza como fuente de fruición, la perfección formal como dominante de toda la obra. Y dentro del marco que entre ambas componen ensancha la serie de características que han ido siendo expuestas: hiperrealismo, cromatismo extranatural, polisemia, carga erótica y crítica, recurrencia de unas imágenes del arte pasado, familiares al contemplador.
Cuando a una de las hojas del tríptico un dólar alegremente pintado, con colores más vivos que todo lo demás, como un ave exótica en un paisaje nublado, cae a los pies de los dos cuerpos enlazados y heridos, incluso con señales de tortura o de sadismo, ambos en puro acero sobre un cielo fruncido como un papel lanzado a la basura, algo inefable baila por los nervios y los sentidos del contemplador. Haced la prueba.