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Antoni Miró y sus creaciones mixtas

Enric A. Llobregat

A veces, contemplando una muestra de obras de Miró, me acometía una especie de angustia ante el uso de una iconografía bien conocida y aún mejor reproducida, con una intención muy diferente de la que le dio el ser. La seria burla con la que el pintor se enfrenta a los popes del barroco, algo que, por otra parte, ha sido una de las obsesiones de los grandes del arte pop, me llega a inquietar siempre. Y no por la blasfemia o por la irreverencia. Esto todavía sería divertido en un mundo desacralizado como el nuestro. Hay algo más profundo que yo siquiera llego a captar de sesgo, la peor de las formas de ver las cosas. Me pasa un poco como el lector de Lovecraft: el terror palpable que a sus cuentos rezuma se hace más y más fuerte y poderoso en la medida que es intuido, no del todo manifiesto. En el filme La Bête, independientemente de la juerga erótica, lo que más intranquiliza es ver sólo partes del monstruo, nunca el animal entero, que cada uno puede imaginar más y más feroz, y que se pueda amansar mediante los equívocos movimientos de la doncella. Algo parecido me pasa a mí como decía anteriormente. Hay en aquellos cuadros algo que me escapa, que no llego a abarcar, que me supera por una vía que desconozco. Más que la significación recuperadora de una realidad bien distinta de la que los modelos mostraban, a menudo dándole la vuelta como si se tratara de una media o un guante de goma, travestidas aquellas gloriosas gestas históricas, vistas desde la óptica del vencedor, ahora los herederos de los vencidos (y entre ellos quizá Antoni Miró sea el más activo y metódico en la tarea de recordar a todo el mundo, constantemente, cuáles son las llagas todavía abiertas) se venguen de una forma sutilmente salvaje, con unas imágenes destructoras de todo el bulto retórico que los vencedores antiguos habían ido dejando detrás de ellos, como herencia secular.

La denuncia que hace Miró es bien patente y nos podríamos quedar tranquilamente con ella, bien contentos, todos satisfechos de la revancha llegada con el paso de los siglos. Sin embargo, hay algo más, inaveriguable, fortalecedor de la violencia larvada que las pinturas presentan y que es lo que les da ese vigor y fortaleza, esa lección de eternidad captada en un instante, reflejada en un montón de pequeños detalles, a menudo casi imperceptibles, que uno al lado del otro van sumando matices para acabar estallando como un petardo relleno de extrañas intenciones.

Toda esa fuerza adicionada a la obra de arte, una fuerza inalcanzable en todas sus dimensiones, que sobrepasan de lejos al contemplador es, en mi opinión, una de las riquezas escondidas de la producción mironiana, que necesitamos interpretar y analizar a fondo. Es un camino lleno de sugerencias a adentrarse por él que invite al lector.

PINTEU PINTURA

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