Desde la ventana del cartel
Enric A. Llobregat
En el muro, enganchado, el cartel nos muestra un agujero que invita a acercarse, a ver a través de él. Es una extraña especie de ventana abierta a un mundo distinto del habitual. La pintada es normalmente un grito, tiene sonido y sentido, pero nada más. En cambio, el cartel tiene sonido y tiene visión y tiene significado y otras virtudes, nos lanza su anzuelo y nos captura como peces boquiabiertos. ¿No habéis sentido nunca ese golpe de estupor en salir a la calle por la mañana y encontrar unos carteles nuevos y atractivos que imantan la vista y se la llevan ineluctablemente? Cuando contemplo un cartel siempre me autoimagino como si estuviera en medio de un cuadro de Magritte, con la irreal ventana y la visión falsa de pura objetividad. Los carteles de Toni Miró siempre me han atraído por ese carácter de ventana abierta a un mundo que nos obliga a reflexionar, a recordar incesantemente la situación de nuestra tierra sometida, a meditar en los factores y los autores de la continuada opresión aquí y en todo el mundo, a dejarse llevar por el jeroglífico que propone la mezcla de unos elementos totalmente distintos y escandalosamente reunidos para forzar la fantasía y el pensamiento, a deleitarme en la pura belleza de unos guijarros de río y una beta cuatribarrada.
Junto a su larga, inmensa producción, el cartel, nada corto en cantidad, no es un arte menor, sino una forma supraelevada de «múltiple», con el valor de la fugacidad. El cartel sólo se conservará en la despensa de algunos aficionados que lo guardarán para un tiempo futuro, pero en la calle o en las paredes de un cuarto de adolescente su imagen huidiza tiene algo del valor del arte popular de los valencianos, efímero por propia voluntad, mostrando una vez más como el auténtico artista recrea las raíces más lejanas y las hace revivir.