Un taumaturgo de las imágenes
Alfredo Torres
La tarea de prolongar con diseccionantes palabras la inaccesible profundidad de las imágenes es tarea siempre ardua. Se teme, por exceso el desfibramiento de la imprescindible magia. O, por defecto, la insuficiencia para propiciar el rito comunicante. En particular cuando se trata de imágenes atípicas, distantes de modismos en uso. Recurro al auxilio de un hermoso texto escrito hace casi treinta años y que sin embargo respira envidiable lozanía. El crítico español Vicente Aguilera Cerní sostenía entonces: “La nuestra es una civilización de imágenes: la invasión de las imágenes se produce tecnificadamente (mediante emitentes técnicos y procedimientos tecnificados, así como procurando tecnificar también percepciones, buscando en ellas la típica relación técnica que a igual causa igual efecto); estamos en una civilización del consumo que controla y tecnifica los modos de percibir para imponer el ritmo de renovación y la cualidad de las propuestas, imágenes, mensajes o productos que han de ser consumidos, nos encontramos inmersos en vastos procesos de masificación cuantitativa y cualitativa”1. Esos modos perceptivos, oscilan entre un disimulado totalitarismo y la vacuidad. El ritmo que se le impone a esos modos es vertiginoso, neuróticamente ubicuo. El receptor, el espectador, se acostumbra cada vez más a mirar sin mirar, a visionar descuidadamente sin permitir que nada sedimente. Contra todo esto, con la actitud de un recolector, de un preservador, configura sus imágenes Antoni Miró.
Recolector de un amplísimo diversidario de imágenes, pero no sólo eso. Fundamentalmente es algo así como un taxonomista de clasificaciones imprevisibles que trabaja con esmerada precisión, un taumaturgo que obra mediante las más sorprendentes asociaciones, que ordena, que vincula, que organiza, que imbrica. Algunos teóricos, preocupados por un legítimo afán etiquetador, han vinculado la creación de Antoni Miró con las modernas estribaciones del realismo; dicha categorización es sin duda pertinente, aunque conlleva un cierto reduccionismo. También se le ha asociado a los valores ¡cónicos del neo-pop o de la neo-figuración: la ubicación resulta igualmente válida e igualmente limitativa. En lo personal, encuentro que por momentos su obra tiene una tangencial emanación del único surrealismo aún fecundo: el duchampiano. Esa emanación se recibe con mayor intensidad en la serie de aguafuertes dedicadas a la poetización de la bicicleta. O con las estrategias magrittianas del misterio; no sólo en las que se refieren explícitamente al genial artista belga como la serigrafía “lt is not a man” o a la doble contradicción de “La pipa”, también en otras donde la negación de citas evidentes hace prosperar un solemne absurdo, como los aguafuertes “No es Morandi” o “No es Miró”. Pese a todas estas probables vinculaciones y a otras que puedan establecerse, lo más sorprendente es que el juego de citaciones, de asombrosos mestizajes, termina por producir un eclecticismo estilístico que es su huella digital, la certidumbre de su originalidad. “Los débiles, los angustiados se sienten fuertes cuando corren con las manos enlazadas”2 sostenía Adorno. La fortaleza de Antoni Miró no es la de los efímeros rebaños metropolitanos, no nace de las manos atadas. Con el desenfado, con el desprejuicio que sólo puede disfrutar el que tiene las manos muy libres, el artista se apropia, en un acto de encomiable rescate, de cualquier parcela en el antiguo territorio del imaginario artístico. Por ejemplo con un abordaje aparentemente caligráfico, en la serie de aguafuertes “Suite erótica”, traslada los esbeltos personajes que habitaban la alfarería griega. O con abordajes decididamente metafóricos, como el caso de “Personatge”, donde las desgarradas figuras del “Guernica” entornan un Marx muy de hoy, que pese a no poder hablar, ni siquiera respirar, parece estar plácidamente vivo.
Otro rasgo por demás destacadle en las Imágenes de Antoni Miró, es la proposición del conflicto, de la disyunción, de la relación simbiótica entre contrarios. “Bicornis” conjuga con enorme eficacia el cálido primitivismo de un rinoceronte con el paisaje difuso, saturado de totemicidades tecno-industriales que suelen proliferar en las periferias urbanas. “Zebres-op” acopla la arenosidad litográfica de un fondo anaranjado con la sorprendente, rítmica geometricidad desplegada por la naturaleza en el pelaje de los bellos animales. A través de un encuadre de estirpe fotográfica “Xemeneies” descontextualiza, nutre de ambigüedades a las chimeneas gaudinianas de la casa Batlló; al objeto ornamentalmente subsidiario se le sobreimprime la vigorosa densidad de una forma escultórica puesta en escena casi con la intencionalidad de un ready-made gráfico.
Es, en consecuencia, gracias a este vitalísimo encajero de imágenes que recuperamos la capacidad de mirar con detenimiento, con fruición, reflexivamente. Desmontando ese viejo paradigma enciclopedista, y profundamente reaccionario, que el goce sensorial, el casi lujurioso deleite de la contemplación, nada tienen que ver con el rigor conceptual, con la introspección analítica. En el ejercicio creador de Antoni Miró, afortunadamente en el de muchos otros, el arte vuelve a contaminarse con las peripecias de la vida, con todas las peripecias de la vida.
1. Vicente Aguilera Cerní: “El arte impugnado”. Editorial Cuadernos para el Diálogo. Madrid, 1969.
2. Theodor Adorno: “Consginas”. Amorrorto editores. Buenos Aires, 1993.